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– Buenos días, señor Korten. Aquí Mischkey. Se lo advierto: si su gente no me deja en paz haré que le estalle en las narices su propio pasado. No voy a dejar que se me presione por más tiempo, y todavía menos que me den otra paliza.

– Yo había imaginado que era usted más inteligente, después de leer el informe de Selb. Primero se introduce en nuestro sistema y ahora intenta chantajearme. No tengo nada que decirle.

Mirándolo bien, Korten debería haber colgado en ese mismo instante. Pero el instante pasó, y Mischkey siguió hablando.

– Ya han pasado los tiempos, señor Korten, en que bastaba con tener un contacto en las SS y un uniforme de las SS para enviar a la gente de aquí para allá, a Suiza o al patíbulo.

Mischkey colgó. Le oí respirar profundamente, luego el ruido de final de la grabación. Comenzó la música. «And the race is on and it looks like heartache and the winner loses all.»

Desconecté el aparato y me detuve en el arcén. La cinta del descapotable de Mischkey. La había olvidado por completo.

16. ¿TODO POR LA CARRERA?

Esa noche no pude dormir. A las seis me rendí y decidí instalar y adornar el árbol de Navidad. Había escuchado una y otra vez la cinta de Mischkey. El sábado no estaba yo en condiciones de poner en orden mis ideas.

Puse en agua y jabón las treinta latas de sardinas vacías que había reunido. En el árbol de Navidad no podían oler a pescado. Las estuve mirando con los brazos apoyados en el borde del fregadero mientras se hundían en el agua. En algunas se había desprendido la tapa al abrirlas. Las pegaría con cinta adhesiva.

¿Así que fue Korten quien hizo que Weinstein encontrara e informara de los documentos escondidos en el escritorio de Tyberg? Debería haberme dado cuenta de ello cuando Tyberg contó que sólo él, Dohmke y Korten conocían el escondite. No, Weinstein no había hecho un hallazgo casual, como Tyberg creía. Le habían ordenado encontrar los documentos en el escritorio. Eso era lo que dijo la señora Hirsch. Quizá Weinstein tampoco vio nunca los documentos; se trataba al fin y al cabo de su declaración, no del hallazgo.

Cuando amaneció salí al balcón e introduje el árbol de Navidad en su soporte. Tuve que utilizar la sierra y el hacha. La punta era demasiado larga; la corté de tal forma que pudiera meter de nuevo su extremo en el tronco con una aguja de coser. Luego puse el árbol en su sitio en la sala de estar.

¿Por qué? ¿Todo por la carrera? Sí, Korten no hubiera podido destacar como lo hizo con Tyberg y Dohmke a su lado. Tyberg había hablado de los años que siguieron al proceso como los decisivos para su ascenso. Y la liberación de Tyberg había sido la forma de cubrirse las espaldas. Y bien que había merecido la pena. Cuando a Tyberg le nombraron director general de la RCW, catapultó a Korten a alturas de vértigo.

Todo había sido un complot, del que yo había sido el tonto útil. Urdido y ejecutado por mi amigo y cuñado. También había sido una alegría para mí no tener que involucrarle en el proceso. Me había utilizado de forma magistral. Pensé en la conversación tras nuestro traslado a la Bahnhofstrasse. También pensé en las últimas conversaciones que tuvimos, en el Salón Azul y en la galería de su casa. Yo, el alma cándida.

No me quedaban cigarrillos. Hacía años que no me pasaba eso. Me puse el paletó y los chanclos, me metí en el bolsillo el San Cristóbal que había cogido del coche de Mischkey y que también había recordado la víspera, fui a la estación y luego pasé por casa de Judith. Entretanto se había hecho casi mediodía. Ella bajó al portal en bata.

– Pero ¿qué te ocurre, Gerd? -Me miró asustada-. Sube, acabo de preparar café.

– ¿Tan mal aspecto tengo? No, no subiré, estoy decorando el árbol de Navidad. Quería pasar a traerte el San Cristóbal. No hace falta que te diga de dónde procede, lo había olvidado por completo y ahora lo he encontrado.

Cogió el San Cristóbal y se apoyó en la jamba de la puerta. Trataba de retener las lágrimas.

– Dime, Judith, ¿recuerdas si Peter se fue de viaje por dos o tres días durante las semanas transcurridas entre lo del cementerio y su muerte?

– ¿Cómo?

No me había escuchado, y repetí la pregunta.

– Si se fue de viaje.

– Sí, ¿por qué lo dices?

– ¿Sabes adónde fue?

– Al sur dijo. Para recuperarse, porque todo aquello era demasiado para él. ¿Por qué lo preguntas?

– Me preguntaba si no sería él quien fue a ver a Tyberg haciéndose pasar por reportero de Die Zeit.

– ¿Quieres decir buscando material que se pudiera utilizar contra la RCW? -Se quedó pensativa-. Desde luego yo le hubiera creído capaz de ello. Pero allí no había nada que encontrar, tal y como describió la visita Tyberg. -Tiritando de frío se ajustó la bata-. ¿De verdad que no quieres café?

– Te llamaré pronto, Judith. -Regresé a casa.

Todo concordaba. Un Mischkey desesperado había intentado utilizar contra Korten el cantar de los cantares de la decencia y la resistencia que había entonado Tyberg. Intuitivamente había prestado oídos, mejor que todos nosotros, a las disonancias, al vínculo con las SS, a la liberación de Tyberg pero no de Dohmke. No adivinó lo cerca que estaba de la verdad y lo amenazador que tenía que sonarle aquello a Korten. No sólo le tenía que sonar amenazador, sino que con sus obstinadas indagaciones lo era.

¿Por qué no me había llamado eso la atención? Si había sido tan fácil liberar a Tyberg, ¿por qué Korten no los había sacado a ambos dos días antes, cuando Dohmke todavía vivía? Para cubrirse las espaldas uno era suficiente, y Tyberg, el jefe del grupo investigador, era más interesante que el colaborador Dohmke.

Me quité los chanclos y los golpeé uno contra otro a fin de desprender la nieve. En la escalera de la casa olía a asado marinado. La víspera no había comprado nada para comer y sólo pude hacerme dos huevos fritos. El tercer huevo que quedaba se lo partí a Turbo sobre su comida. Con el olor a sardinas en el apartamento tenía que haber sufrido mucho en los últimos días.

El miembro de las SS que ayudó a Korten en la liberación de Tyberg había sido Schmalz. Con la ayuda de Schmalz, Korten presionó a Weinstein. Por Korten, Schmalz mató a Mischkey.

Lavé con agua caliente las latas de sardinas, las aclaré y las sequé. Donde faltaba, pegué con cinta adhesiva la tapa. El hilo de lana verde con que quería colgarlas lo pasé en algunas por la tapa enrollada, en otras por la anilla de abertura y en otras por el punto en que la tapa abierta colgaba de la lata. Cuando terminaba con una lata le buscaba el lugar apropiado en el árbol de Navidad; las grandes abajo, las pequeñas arriba.

No podía engañarme. El árbol de Navidad me importaba una mierda. ¿Por qué había permitido Korten que Weinstein siguiera con vida, si conocía la historia? Quizá carecía de toda influencia en las SS y sólo pudo manipular y dominar a Schmalz, el oficial de las SS en la fábrica. No pudo disponer que mataran a Weinstein, pero sí contar con que lo hicieran a su regreso al campo de concentración. ¿Y después de la guerra? Incluso si Korten se había enterado de que Weinstein había sobrevivido al campo de concentración, podía confiar en que para éste sería preferible no presentarse ante la opinión pública con el papel que había tenido que representar.

Ahora también cobraban sentido las últimas palabras que recordaba la viuda Schmalz de su marido en el lecho de muerte. Había intentado advertir a su dueño y señor de la pista que había dejado y que por su estado físico ya no pudo borrar él mismo. ¡Qué bien lo había hecho Korten para lograr que aquel hombre dependiera de él! El joven universitario de buena familia, el oficial de las SS de procedencia humilde, grandes retos y tareas, dos hombres al servicio de la fábrica, sólo que cada uno en su sitio. Podía imaginarme lo que había ocurrido entre ambos. Quién mejor que yo sabía lo convincente y seductor que podía ser Korten.

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