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– ¿Mujer antigua no buena? ¿Mujer nueva mejor? La próxima vez yo te procurar mujer italiana, así tú lograr tranquilidad.

– Hombre alemán necesitar no tranquilidad, necesitar muchas, muchas mujeres.

– Entonces tú tener mucho bien comer. -Recomendó el filete pizzaiola y para empezar la sopa de pollo-. El jefe mismo ha matado hoy por la mañana el pollo.

Pedí lo mismo para Judith y además una botella de chianti classico.

– En América he estado también por otro motivo, Judith. El caso Mischkey no me ha dejado en paz. Desde luego que no he avanzado con él. Pero el viaje me ha confrontado con mi propio pasado.

Ella escuchaba atentamente mi informe.

– En realidad, ¿qué estás investigando ahora?, ¿y por qué?

– Todavía no lo sé exactamente. Me gustaría hablar alguna vez con Tyberg, si es que todavía vive.

– Desde luego que vive todavía. Le he escrito a menudo cartas y le he mandado informes de negocios y obsequios de aniversario. Vive junto al lago Maggiore, en Monti sopra Locarno.

– Entonces quisiera también hablar de nuevo con Korten.

– ¿Y que tiene que ver él con el asesinato de Peter?

– No lo sé, Judith. Por lo demás, daría lo que fuera por ver claro en todo esto. De todos modos, Mischkey me ha llevado a ocuparme con el pasado. ¿Se te ha ocurrido algo más sobre el asesinato?

Ella había estado pensando si no se podría ir con la historia a la prensa.

– Me parece sencillamente inadmisible que la cosa tenga que acabar así.

– ¿Quieres decir que lo que sabemos es insatisfactorio? Por el hecho de que vayamos a la prensa no sabremos más.

– No. A mí me parece que la RCW no ha pagado realmente. Es completamente igual cómo hayan ido las cosas con el viejo Schmalz, de alguna forma eso es responsabilidad de ellos. Y además quizá nos enteremos de más cosas si la prensa mete el dedo en el avispero.

Giovanni trajo los filetes. Durante un rato estuvimos comiendo en silencio. No me acababa de gustar la idea de contar la historia a la prensa. Después de todo, yo había encontrado al asesino de Mischkey por encargo de la RCW, en todo caso era la RCW la que me había pagado por ello. Lo que Judith sabía y pudiera decir a la prensa, lo sabía por mí. Mi lealtad profesional estaba en juego. Me molestaba haber aceptado el dinero de Korten. De lo contrario ahora sería libre.

Le expliqué mis reparos.

– Tengo que pensar si puedo saltar sobre mi propia sombra, pero preferiría que esperaras un poco.

– Bueno. Me alegró mucho no tener que pagar tu factura, pero tendría que haber pensado en el acto que una cosa así tiene su precio.

Habíamos acabado de comer. Giovanni sirvió dos sambuca, «Con los buenos deseos de la casa». Judith me contó su vida como desempleada. Al principio había disfrutado de aquella libertad, pero pronto empezaron los problemas. De la oficina de desempleo no podía esperar que le proporcionaran un trabajo comparable. Tendría que moverse por su cuenta. Por otra parte no estaba muy segura de querer volver a trabajar como secretaria de dirección.

– ¿Conoces personalmente a Tyberg? Yo mismo le vi por última vez hace más de cuarenta años y no sé si le reconocería.

– Sí, en los actos de entonces, cuando se cumplieron cien años de la RCW, se me encargó que me ocupara de él como chica para todo. ¿Por qué?

– ¿Quieres venir conmigo si voy a Locarno? A mí me gustaría.

– Así que quieres saberlo de verdad. ¿Qué plan tienes para contactar con él?

Me quedé pensando.

– No te preocupes -dijo-, de eso me encargo yo. ¿Cuándo salimos?

– ¿Para cuándo puedes organizar como muy pronto una cita con Tyberg?

– ¿El domingo? ¿El lunes? No puedo decirlo. A lo mejor está en las Bahamas.

– Fija la cita para cuanto antes, y entonces nos vamos.

8. VAYA USTED A LA TERRAZA SCHEFFEL

El profesor Kirchenberg se mostró dispuesto a recibirme de inmediato en cuanto oyó que se trataba de Sergej.

– El pobre muchacho, y usted quiere ayudarle. Pues pásese cuanto antes por aquí. Yo estaré toda la tarde en el Palais Boisserée.

Por los informes de prensa del llamado proceso de los germanistas yo sabía todavía que el Palais Boisserée albergaba el Seminario de Germanística de la Universidad de Heidelberg. Los profesores se sentían sucesores legítimos de sus primitivos ocupantes principescos. Cuando lo profanaron estudiantes rebeldes, con ayuda de la justicia se les dio un castigo ejemplar.

Kirchenberg era especialmente principesco-profesoral. Tenía una ligera calva y un rostro saturado y rosáceo, usaba lentes de contacto, y pese a su tendencia a la corpulencia se movía con elegancia saltarina. Para saludarme tomó mi mano entre las suyas.

– ¿No es realmente estremecedor lo que le ha pasado a Sergej?

Repetí mis preguntas sobre estado de ánimo, planes profesionales, situación financiera.

Se recostó en el respaldo del sillón.

– Serjoscha ha quedado marcado por una juventud difícil. Entre los ocho y los catorce años residió en Roth, una plaza militar gazmoña de la Franconia; fue un martirio para el niño. Un padre que sólo podía vivir su homosexualidad con esa virilidad militar, la madre laboriosa como una abeja, muy bondadosa, débil como una mimosa. Y el tap, tap, tap -golpeó con los nudillos en el escritorio- de los soldados que a diario llegaban y se iban. Escuche esto atentamente. -Hizo un gesto con una mano que me ordenaba silencio, y siguió golpeando con la otra. Lentamente fue cesando el ruido de la mano. Kirchenberg suspiró-. Sólo junto a mí ha podido asumir esos años.

Cuando abordé la sospecha de que se autolesionara, Kirchenberg se puso fuera de sí.

– Eso sí que me hace reír. Sergej tiene una relación muy afectuosa con su propio cuerpo, casi narcisista. Con todos los prejuicios que circulan sobre nosotros los maricones, cuando menos debiera comprenderse que cuidamos nuestro cuerpo con más esmero que el heterosexual corriente. Nosotros somos nuestro cuerpo, señor Selb.

– ¿Así que Sergej era de veras maricón?

– Otro a priori -dijo Kirchenberg casi compasivo-. Usted nunca ha estado en la terraza Scheffel leyendo a Stefan George. Hágalo alguna vez. Entonces quizá sienta usted que el homoerotismo no es una cuestión de ser, sino de devenir. Sergej no lo es, se está volviendo.

Me despedí del profesor Kirchenberg y, ascendiendo hacia el castillo, pasé por casa de Mischkey. También me quedé un momento en la terraza Scheffel. Tenía frío. Por lo demás, no sucedía nada, acaso sin Stefan George no podía suceder nada.

En el Café Gunde ya tenían en el mostrador las pastitas de anís típicas de Navidad. Compré una bolsa quería sorprender a Judith en el viaje a Locarno.

En mi oficina todo fue viento en popa. En información telefónica me dieron el número de la parroquia católica de Roth; el vicario interrumpió muy gustosamente los preparativos de su sermón para decirme que el jefe de los boy scouts de San Jorge en Roth era desde siempre Joseph Maria Jungbluth, maestro de oficio. Poco después pude hablar por teléfono con el maestro Jungbluth, y dijo que con gusto me recibiría al día siguiente, después de comer, para charlar sobre el pequeño Siegfried. Judith había establecido con Tyberg una cita para el domingo a primera hora de la tarde, y decidimos viajar el sábado.

– Tyberg tiene curiosidad por verte.

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