– ¿Con qué frecuencia entrenaban?
– Todos los jueves. Ahora hace tres semanas que Schmalz faltó por primera vez. La familia dice que cometió algún exceso en el taller. Pero, sabe usted, yo desde luego creo que había tenido la embolia ya antes. Porque en otro caso no habría estado en el taller, sino entrenando. Algo no le funcionaba bien.
Las cosas sucedieron como en toda comida posterior a un entierro. Al principio las voces bajas, la esforzada tristeza en el rostro y la rígida dignidad en los cuerpos, mucha timidez, algún incidente penoso y el deseo de todos de dejar atrás el asunto rápidamente. Y ya al cabo de media ahora es tan sólo la ropa la que distingue al cortejo fúnebre de cualquier otra reunión, ni el apetito ni el ruido ni, con unas pocas excepciones, la mímica y los gestos. Y, sin embargo, me quedé un poco pensativo. ¿Cómo ocurrirían las cosas en mi propio entierro? En la primera fila de la capilla del cementerio cinco o seis figuras, entre ellas Eberhard, Philipp y Willy, Babs, quizá también Röschen y Georg. Pero a lo mejor nadie se enteraba de mi muerte y, aparte del párroco y de los cuatro que llevaran mi ataúd, no habría alma viviente que me acompañara a la tumba. Veía a Turbo caminando tras el ataúd, un ratón en la boca. Una pequeña cinta ceñida en torno a éste: «A mi querido Gerd, de su Turbo.»
17. A CONTRALUZ
A las cinco estaba en mi despacho, ligeramente bebido y de mal humor. Fred llamó por teléfono.
– Hola, Gerhard, ¿te acuerdas de mí? Quería preguntarte otra vez por ese trabajo. ¿Tienes ya a alguien?
– Algunos candidatos tengo. Pero todavía nada definitivo. Bueno, te podría examinar otra vez. Pero en todo caso tendría que ser ahora mismo.
– Me va bien.
Le cité en el despacho. Empezaba a oscurecer, encendí la luz y bajé las persianas de tablillas.
Fred vino contento y confiado. Fue desleal por mi parte, pero le golpeé de inmediato. A mi edad no puedo permitirme juego limpio en esas situaciones. Le alcancé en el estómago y no me detuve a quitarle las gafas de sol antes de golpearle en el rostro. Sus manos se alzaron, y volví a darle de lleno en el bajo vientre. Cuando intentó tímidamente devolver un golpe con la derecha le retorcí el brazo hacia la espalda, le aticé en la corva y cayó al suelo. Le tenía a mi merced.
– ¿Quién te encargó golpear a un tipo en el cementerio?
– Para, para, me haces daño, de qué me hablas. No lo sé exactamente, el jefe no me dice nada. Yo…, aaaah, suelta…
Poco a poco salió todo. Fred trabajaba para Hans, que recibía los encargos y establecía los acuerdos; no le daba nombres a Fred, sólo le indicaba la persona, el lugar y la hora. Alguna vez Fred se había enterado de algo, «para el rey del vino eché una vez una mano y otra vez para el sindicato y para la química…, para, sí, quizá el del cementerio de guerra… ¡para!»
– Y para los de la química has matado al tipo unas semanas después.
– Pero tú estás loco. Yo no he matado a nadie. Le atizamos un poco, nada más. Para, me vas a dislocar el brazo. Te lo juro.
No conseguí hacerle el suficiente daño como para que prefiriese cargar con las consecuencias de confesar un asesinato antes que soportar el dolor por más tiempo. Además, lo encontré creíble. Le solté.
– Siento mucho, Fred, haber tenido que ser duro contigo. No puedo permitirme que trabaje para mí alguien que tiene un asesinato a las espaldas. Está muerto, el tipo del que os ocupasteis aquella vez.
Fred se estaba reponiendo. Le indiqué el lavabo y le serví un sambuca. Se lo bebió de un trago y se dispuso a irse.
– Vale, vale -murmuró-. Pero ya tengo suficiente, me voy.
Quizá le pareciera bien mi forma de conducirme desde un punto de vista profesional. Pero había perdido sus simpatías.
De nuevo una pieza más y sin embargo la figura general no era más clara. Así que el enfrentamiento entre la RCW y Mischkey había llegado al empleo de matones profesionales. Pero del aviso que habían dado a Mischkey en el cementerio hasta el asesinato hay un largo trecho.
Estaba sentado ante mi escritorio. El Sweet Afton se había fumado solo y no había dejado más que las cenizas de su cuerpo. Del parque Augusta llegaba el zumbido del tráfico que pasaba. En el patio trasero se oía el griterío de los niños que jugaban. Hay días de otoño en que a uno le vienen las Navidades a la memoria. Me puse a pensar con qué adornaría mi árbol aquel año. A Klara le gustaba lo clásico y año tras año ponía bolas de cristal plateadas y brillantes y cintas de papel de plata en el árbol. Desde entonces yo he probado unas cuantas cosas, desde coches Wiking hasta paquetes de cigarrillos. Con ello he conseguido una cierta fama entre mis amigos, pero también he establecido una norma con la que me siento obligado. El universo de los pequeños objetos susceptibles de ser empleados como decoración del árbol navideño no es ilimitado. Las latas de sardinas en aceite por ejemplo serían decorativas, pero son muy pesadas.
Philipp me llamó y me pidió que fuera a ver su nueva embarcación con camarote. Brigitte preguntó qué planes tenía para la tarde. La invité a cenar en mi casa, salí corriendo y compré lomo de cerdo, jamón cocido y endibias. Preparé lomo a la italiana. Después puse El hombre que amaba a las mujeres. Ya conocía la película y tenía curiosidad por ver la reacción de Brigitte. Cuando el mujeriego estaba persiguiendo las hermosas piernas de mujer y fue atropellado por el coche, a ella le pareció que le estaba bien merecido. La película no le gustó especialmente. Pero cuando terminó no pudo evitar posar como por casualidad ante la lámpara de pie para poner de relieve a contraluz sus piernas.
18. UNA PEQUEÑA HISTORIA
Dejé a Brigitte en su trabajo del Collini-Center y tomé en Gmeiner el segundo café. No tenía ninguna pista segura en el caso Mischkey. Naturalmente que podía seguir buscando una pieza estúpida, hacerla girar indeciso en un sentido u otro y combinarla para formar esta o aquella figura. Estaba harto de ello. Me sentía joven y dinámico tras la noche con Brigitte.
En el mostrador la jefa discutía con su hijo.
– Tal y como te comportas, me pregunto si de verdad quieres ser confitero.
¿Quería yo realmente seguir mis pistas, tal y como me comportaba? De las que llevaban a la RCW tenía miedo. ¿Por qué? ¿Temía descubrir que yo había arrojado a Mischkey en brazos de sus enemigos? ¿Había echado a perder yo mismo las pistas por consideración a mí, a Korten y a nuestra amistad?
Fui al RRZ de Heidelberg. Gremlich me quiso despachar rápidamente de pie. Yo me senté y saqué de nuevo de la cartera las hojas de impresora de Mischkey.
– Usted quería ver esto otra vez, señor Gremlich. Ahora se lo puedo dejar aquí. Mischkey era por supuesto un sujeto endiablado, volvió a introducirse en el sistema de la RCW, aunque la red ya estaba cortada. Yo supongo que por teléfono, ¿o qué piensa usted?
– No sé de qué habla -mintió mal.
– Miente usted mal, señor Gremlich. Pero no importa. Para lo que tengo que decirle no tiene importancia que usted mienta bien o mal.
– ¿Qué?
Seguía de pie y me miraba perplejo. Hice un movimiento invitador con la mano.
– ¿No quiere sentarse? -Sacudió la cabeza-. No tengo que decirle de quién es el Ford Escort rojo matricula HDS 735 que está abajo en el aparcamiento. Hoy hace exacta mente tres semanas que Mischkey se precipitó a las vías desde el puente de ferrocarril que hay entre Eppelheim y Wieblingen, después de que un Ford Escort rojo lo empujara. El testigo que he encontrado vio incluso que la matrícula del Escort rojo empezaba por HD y acababa con 735.
– ¿Y por qué me cuenta eso? Debería ir a la policía con ello.
– Completamente correcto, señor Gremlich. El testigo debería haber ido ya a la policía. Hasta le he tenido que explicar que una mujer celosa no es motivo para encubrir un asesinato. Entretanto se ha mostrado dispuesto a ir conmigo a la policía.