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Brigitte había encendido la lamparita de noche y se volvió hacia mí preocupada.

– Tranquilo, Gerd. Nadie te va a hacer nada.

Me quité pataleando las sábanas, que me estaban oprimiendo.

– Oh, Dios, qué sueño.

– Cuéntalo, te pondrás mejor.

No quise, y ella se sintió ofendida.

– Ya me he dado cuenta, Gerd, estás todo el tiempo como si te pasara algo. Algunas veces estás completamente ausente.

Me estreché gratamente en sus brazos.

– Ya ha pasado, Brigitte. Ten un poco de paciencia con un hombre viejo.

Hasta el último día del año los medios de comunicación no informaron de la muerte de Korten. Un trágico accidente le había precipitado al mar desde un acantilado de Bretaña durante un paseo en la mañana del día de Nochebuena. Las informaciones recogidas a la espera de celebrar sus setenta años fueron incorporadas ahora a los obituarios y los elogios. Con Korten terminaba una época, la época de los grandes hombres de la reconstrucción del país. El entierro habría de tener lugar a principios de enero, en presencia del presidente de la República, del canciller federal y del ministro de Economía, así como de la totalidad del gabinete de Renania-Palatinado. Pocas cosas podían haberle pasado a su hijo que fueran mejores para su carrera. Yo como cuñado sería invitado, pero no iría. Tampoco daría el pésame a su mujer Helga.

No le envidiaba su fama. Tampoco le perdonaba. Asesinar es no tener que perdonar.

21. LO SIENTO, SEÑOR SELB

Babs, Röschen y Georg llegaron a las siete. Brigitte y yo habíamos terminado justo entonces los preparativos de la fiesta, habíamos encendido las velas del árbol de Navidad y estábamos sentados en el sofá con Manuel.

– ¡Así que ésta es! -Babs miró a Brigitte con curiosidad y simpatía y le dio un beso.

– Todos mis respetos, tío Gerd -dijo Röschen-. Y el árbol de Navidad es auténticamente cool.

Les di los regalos.

– Pero Gerd -dijo Babs con tono de reproche-, habíamos quedado de acuerdo en que este año no nos regalábamos nada -y sacó su paquetito-. Esto es de parte de los tres.

Babs y Röschen habían tejido un jersey rojo oscuro en el que Georg había incorporado en el lugar adecuado un circuito eléctrico con ocho lamparitas en forma de corazón. Cuando me puse el jersey las lamparitas empezaron a lucir intermitentemente al ritmo de los latidos de mi corazón. Luego llegaron el señor y la señora Nägelsbach. Él llevaba un traje negro, cuello alto y lazo, sobre la nariz unos quevedos: iba disfrazado de Karl Kraus. Ella lucía un vestido de fin de siglo.

– ¿La señora Gabler? -pregunté prudente. Ella hizo una reverencia y fue a reunirse con las demás mujeres. Él miró con desaprobación el árbol de Navidad-. Condición burguesa, que ya no puede tomarse en serio a sí misma pero tampoco puede salir de su piel…

El timbre no paraba de sonar. Eberhard vino con una pequeña maleta.

– He preparado algunos trucos de magia.

Philipp se presentó con Füruzan, una enfermera turca racial y exuberante:

– ¡Fürzchen [15] baila la danza del vientre!

Hadwig, una amiga de Brigitte, iba acompañada de Jan, su hijo de catorce años, que se puso enseguida a dar órdenes a Manuel.

Todos se apelotonaban en la cocina en torno al buffet frío. Desatendido por todos, en la sala vacía sonaba el «No te pongas a morder inmediatamente todas las manzanas» de Wencke Myhres; Philipp había puesto los éxitos de 1966.

Mi despacho estaba vacío. Sonó el teléfono. Cerré la puerta tras de mí. La alegría de la fiesta llegaba ya amortiguada a mis oídos. Todos los amigos estaban allí, ¿quién podía llamar?

– ¿Tío Gerd? -Era Tyberg-. ¡Que tenga un buen año! Judith me lo ha contado todo, y he leído el periódico. Parece que ha resuelto usted el caso Korten.

– Hola, señor Tyberg. Que tenga usted también un buen año. ¿Va a usted a escribir el capítulo sobre el proceso?

– Se lo mostraré cuando me visite. La primavera es hermosa junto al lago Maggiore.

– Iré. Hasta entonces.

Tyberg había entendido. Me hacía bien saber que tenía un confidente secreto que no me pediría cuentas.

La puerta se abrió de golpe, y mis invitados me reclamaron.

– Dónde te escondes, Gert. Füruzan va a bailar para nosotros ahora mismo la danza del vientre.

Dejamos libre un espacio para el baile, y Philipp puso una bombilla roja en la lámpara. Füruzan salió del baño con un bikini de velos, cordones y lentejuelas. A Manuel y Jan por poco se les salen los ojos de las órbitas. La música empezó triste y lenta, y los primeros movimientos de Füruzan fueron de una elasticidad tranquila y lasciva. Luego se elevó la música y con ella el ritmo de la danza de Füruzan. Röschen comenzó a aplaudir, todos la seguimos. Füruzan soltó los velos, hizo girar furiosamente los cordones que había fijado a su ombligo y el suelo de la habitación tembló. Cuando la música terminó, Füruzan remató el baile con un gesto triunfal y se arrojó a los brazos de Philipp.

– Esto es el amor de los turcos -rió Philipp.

– Sí, ríete, espera que te coja, con las mujeres turcas no se juega. -Ella le miraba orgullosa a los ojos. Yo le ofrecí mi bata.

– Alto -gritó Eberhard cuando el público iba ya a dispersarse-. Les invito al impresionante show del gran mago Ebus Erus Hardabakus. -E hizo girar anillos que se enlazaban y volvían a separarse, los pañuelos amarillos se convertían en rojos, las monedas aparecían y desaparecían por arte de magia, y a Manuel se le autorizó a que controlara que todo transcurría en orden. El truco del ratón blanco salió mal. Turbo saltó a la mesa en cuanto lo vio, tiró el sombrero de copa en que Eberhard lo había hecho desaparecer, lo persiguió por toda la casa y detrás del frigorífico le rompió juguetonamente el cuello antes de que pudiera intervenir ninguno de nosotros. Después Eberhard quiso romper el cuello a Turbo, felizmente Röschen lo impidió.

Ahora le tocaba a Jan. Declamó «Los pies en el fuego», de Conrad Ferdinand Mayer. Inquieta, junto a mí estaba sentada Hadwig, y sus labios seguían en silencio el poema. «Mía es la venganza, habla el señor», tronó Jan al acabar.

– Llenad los vasos y los platos y volved aquí -exclamó Babs-, el show continúa. -Estuvo cuchicheando con Röschen y Georg, y los tres corrieron mesas y sillas para hacer un pequeño escenario de lo que había sido pista de baile. Adivinar películas. Babs sopló con toda la fuerza de los carrillos, y Röschen y Georg salieron corriendo. «Lo que el viento se llevó» [16], exclamó Nägelsbach. Luego Georg y Röschen se golpearon mutuamente hasta que Babs se colocó entre ellos, cogió sus manos y las unió. «¡Kemal Atatürk en la guerra y en la paz!»

– Demasiado turco, Fürzchen -dijo Philipp y le acarició el muslo-, pero ¿a que es lista?

Eran las once y media, y me cercioré de que había suficiente champán en frío. En la sala de estar Röschen y Georg se habían hecho cargo de la música y ponían a todo volumen los discos viejos. «Uno y uno suman dos», cantaba Hildegard Knef, y Philipp intentaba bailar valses con Babs por el estrecho pasillo. Los niños jugaban con el gato a perseguirse. En el baño Füruzan tomaba una ducha después de sudar con la danza del vientre. Brigitte entró en la cocina, donde estaba yo, y me dio un beso.

– Una hermosa fiesta.

Faltó poco para que no oyera el timbre. Pulsé el botón del interfono que abría el portal, pero entonces vi la silueta verde a través del cristal esmerilado de la puerta de mi apartamento, y supe que el visitante ya estaba arriba. Abrí. Ante mí estaba Herzog de uniforme.

– Lo siento, señor Selb…

Así que aquello era el final. Se dice que pasa justo antes de la ejecución, pero a mí, ya entonces, me cruzaron por la cabeza como en una película las imágenes de las semanas anteriores, la última mirada de Korten, la llegada a Mannheim en la mañana del primer día festivo de las Navidades, la mano de Manuel en la mía, las noches con Brigitte, nuestra alborozada fiesta en torno al árbol de Navidad. Quise decir algo. No conseguí articular sonido.

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