Supuse que Judith no querría que le dieran una alegría así.
– Ya he investigado lo suficiente en el caso Mischkey. Si quieres saber algo más, si hablas realmente en serio, eso te lo soluciona la señora Schlemihl con algunas llamadas telefónicas.
– Siempre tan susceptible. Has hecho un excelente trabajo en el caso Mischkey. Y también te estoy agradecido de que hayas llevado a cabo la segunda parte de las investigaciones. De esas cosas tengo que estar al corriente. ¿Me permites que amplíe a posteriori el encargo inicial y pedirte que me mandes la cuenta?
Sí, tendría la factura.
– Ah, y algo más -dijo Korten-, aprovechando que hablamos de las cosas prácticas. Olvidaste incorporar a tu informe el pase especial. Así que adjúntalo esta vez con la factura en el sobre.
Saqué el pase de la cartera.
– Puedes quedarte ahora mismo con él. Y también me marcho ahora mismo.
Helga entró en la galería como si hubiese estado escuchando detrás de la puerta y hubiese percibido la señal de la despedida.
– Las flores son realmente preciosas, ¿quiere ver dónde las he puesto?
– Pero bueno, chicos, os podéis tutear. Selb es mi amigo más antiguo. -Korten nos pasó a los dos la mano por el hombro.
Quería irme de allí. En lugar de eso seguí a ambos al salón, estuve admirando mi ramo de flores sobre el piano, oí como se descorchaba una botella de champán y brindé con Helga por nuestro tuteo.
– ¿Cómo es que no vienes más a menudo por aquí? -preguntó ella con toda inocencia.
– Sí, hay que poner remedio a eso -dijo Korten antes de que yo pudiera responder algo-. ¿Qué piensas hacer en Nochevieja?
Pensé en Brigitte.
– Todavía no lo sé.
– Eso sí que es formidable, mi querido Selb. Así que pronto sabremos uno del otro.
23. ¿TIENES UN PAÑUELO?
Brigitte había preparado filetes de solomillo a la Strogonoff con champiñones frescos y arroz. Estaban deliciosos, la temperatura del vino era adecuada, y la mesa había sido puesta con cariño. Brigitte hablaba mucho. Yo le había traído los Greatest Hits de Elton John, y él cantaba sobre el amor, el sufrimiento, la esperanza y la separación.
Ella se extendió hablando sobre reflexoterapia podal, de la acupuntura con presión y del método Rolfing. Me habló de pacientes, seguros de enfermedad y colegas. Le importaba una mierda que me interesara o no y saber cómo me iba.
– ¿Qué está pasando hoy en realidad? Esta tarde apenas he reconocido a Korten, y ahora estoy en casa de una Brigitte que lo único que tiene en común con la mujer que me gusta es la cicatriz en el lóbulo de la oreja.
Soltó el tenedor, apoyó los codos en la mesa, ocultó el rostro entre las manos y se echó a llorar. Di la vuelta a la mesa para llegar a ella, apretó la cabeza contra mi vientre y lloró con más intensidad aún.
– Pero ¿qué pasa? -Le pasé la mano por el cabello.
– Yo…, ah, es para desesperarse. Me voy mañana.
– ¿Y qué hay en eso para desesperarse?
– Es todo tan terriblemente largo. Y tan lejano. -Arrugó la nariz.
– ¿Cómo de largo y cómo de lejos?
– Ay…, yo… -Hizo un esfuerzo-. ¿Tienes un pañuelo? Me voy a Brasil por seis meses. A ver a mi hijo.
Volví a sentarme. Ahora tenía yo ganas de desesperarme. Al mismo tiempo estaba enojado.
– ¿Por qué no me lo has dicho antes?
– Yo no sabía que lo nuestro iba a ser tan bonito.
– No lo entiendo.
Me cogió la mano.
– Juan y yo nos habíamos dado seis meses para ver si podíamos seguir juntos. Manuel no deja de preguntar por su madre. Y contigo yo pensé que sólo sería un episodio corto que habría acabado cuando me fuera a Brasil.
– ¿Qué es eso de que pensabas que habría acabado cuando fueras a Brasil? Las cosas no van a cambiar nada con postales del Pan de Azúcar. -Yo lo veía todo negro de pura tristeza.
Ella no dijo nada y se puso a mirar al vacío. Al cabo de un rato retiré mi mano de debajo de la suya y me levanté.
– Es mejor que me vaya. -Asintió en silencio. En el pasillo se apoyó en mí por un momento.
– No puedo seguir siendo la mala madre que, de todos modos, a ti no te gusta.
24. CON LOS HOMBROS ENCOGIDOS
La noche transcurrió sin sueños. Me desperté a las seis, supe que ese día tenía que hablar con Judith y reflexioné sobre lo que había de decirle. ¿Todo? ¿Cómo podría seguir trabajando en la RCW y vivir como hasta entonces? Pero ése era un problema que yo no podía resolver por ella.
A las nueve la llamé.
– He llegado al final del caso, Judith. ¿Damos un paseo por el puerto y te lo cuento?
– Tu voz no suena muy bien. ¿Qué has encontrado?
– Te recojo a las diez.
Preparé el café, saqué de la nevera la mantequilla, los huevos y el jamón ahumado, piqué cebolla y cebollino, calenté la leche para Turbo, exprimí tres naranjas, puse la mesa y me hice dos huevos fritos con jamón y cebolla levemente dorada. Cuando los huevos estaban a punto distribuí por encima el cebollino. El café ya estaba listo.
Me quedé un buen rato sentado ante el desayuno sin tocarlo. Poco antes de las diez tomé un par de sorbos de café. Le puse los huevos a Turbo y me fui.
Cuando llamé, Judith bajó de inmediato. Tenía buen aspecto con su loden de cuello subido, todo lo bueno que podía ser el aspecto de quien era desdichada.
Dejamos el coche en las oficinas del puerto y caminamos entre dependencias de ferrocarril y viejas naves de almacenamiento a lo largo de la Rheinkaistrasse. Bajo el ciclo gris de septiembre todo estaba de una tranquilidad dominical. Los tractores John Deere estaban allí como si esperaran el comienzo de la misa de campaña.
– Empieza ya de una vez.
– ¿Ha mencionado Firner algo de mi tropiezo con los vigilantes de la empresa el jueves por la noche?
– No. Creo que se ha enterado de mi relación con Peter.
Empecé con la conversación que habíamos tenido la víspera Korten y yo, me extendí más con la cuestión de si el viejo Schmalz había actuado como último eslabón de una cadena de mando que funcionaba bien, si en su megalomanía se había creído el salvador de la empresa o si había sido utilizado, y tampoco ahorré detalles sobre el asesinato en el puente. Dejé claro que entre lo que sabía y lo que era demostrable había un largo trecho.
Judith caminaba junto a mí con paso seguro. Había encogido los hombros y con la mano izquierda mantenía cerrado el cuello del abrigo contra el viento norte. No me había interrumpido. Pero entonces dijo con una risa suave que me afectó más que si hubiera llorado:
– Sabes, Gerhard, es tan absurdo todo esto. Cuando te encargué que descubrieras la verdad, pensé que me ayudaría. Pero ahora me siento más desvalida que antes.
Envidié a Judith por lo inequívoco de su tristeza. Mi tristeza estaba impregnada de la impotencia que había experimentado, del sentimiento de culpa por haber provocado la muerte de Mischkey, si bien involuntariamente, de la sensación de haber sido objeto de un abuso y de un improcedente orgullo por haber llevado tan lejos la resolución del caso. También me entristecía que el caso nos hubiera unido al principio a Judith y a mí, para después liarnos de tal manera que ya nunca podríamos aproximarnos con naturalidad.
– ¿Me enviarás la factura?
No había entendido que Korten quería pagar mis investigaciones. Cuando se lo expliqué, se retrajo todavía más y dijo:
– Cuadra bien con este caso. También cuadraría que me ascendieran nombrándome secretaria jefe de Korten. Qué asco me da todo esto.
Entre la nave de almacenamiento con el número 17 y la del número 19 giramos a la izquierda y llegamos al Rin. Enfrente se encontraba el alto edificio de la RCW. El Rin fluía amplio y tranquilo.
– ¿Qué debo hacer ahora?
Yo no tenía respuesta. Si al día siguiente era capaz de presentar a Firner documentos para firmar como si nada hubiera pasado, entonces se las arreglaría.