En los muelles encontré un establecimiento de alquiler de coches y elegí un Chevrolet. El asiento delantero sin separación me había hechizado. Me recordó el Horch en cuyo asiento delantero me introdujo en el amor la mujer de mi profesor de latín. Con el coche me dieron un plano de la ciudad con la indicación de 49 Mile Drive. Lo seguí sin dificultad gracias a las señales que había por todos lados. Junto a los acantilados encontré un restaurante. A la entrada tuve que avanzar en una cola hasta que me llevaron a una mesa junto a la ventana.
La niebla se elevaba sobre el Pacifico. El espectáculo me cautivó, como si tras la niebla que se rasgaba pudiera resultar visible al instante la costa de Japón. Comí un filete de atún, una patata envuelta en papel de aluminio y ensalada iceberg. La cerveza se llamaba Anchor Steam y sabía casi como la cerveza ahumada del Schlenkerla de Bamberg. La camarera estaba atenta, llenaba la taza de café constantemente sin que se lo pidiera y preguntaba si todo estaba bien y de dónde venía. También ella conocía Alemania; una vez había visitado a su amigo en Baumholder.
Después de comer salí a estirar las piernas, estuve subiendo de un lado para otro en los arrecifes y de repente vi ante mí, más bello que el recuerdo que tenía de él por las películas, el puente Golden Gate. Me quité el abrigo, lo doblé, lo puse sobre una piedra y me senté encima. La costa descendía en picado, por debajo de mí se cruzaban veleros de colores y un buque de carga seguía tranquilamente su ruta.
Me había propuesto vivir en paz con mi pasado. Culpa, expiación, entusiasmo y ceguera, orgullo y cólera, moral y resignación: todo eso lo había integrado yo en un ingenioso equilibrio. Así, el pasado se habla vuelto abstracto. Ahora la realidad me había alcanzado y ponía en peligro mi equilibrio. Naturalmente que como fiscal había dejado que me manipularan, esto lo aprendí despues de la catástrofe. Uno puede preguntarse si hay formas de manipular mejores o peores. Sin embargo, de pronto para mí no era lo mismo haber cometido una falta por ponerme al servicio de una cosa pretendidamente grande y mala o que, por el contrario, haberme dejado utilizar como un estúpido peón, para el caso también como un caballero, en el tablero de ajedrez de una intriga pequeña y mezquina que todavía no entendía.
¿Adónde conducía exactamente lo que me había contado la señora Hirsch? Tyberg y Dohmke, contra quienes yo instruí la causa entonces, habían sido declarados culpables sólo en base a la declaración falsa de Weinstein. Bajo cualquier punto de vista, también el nacionalsocialista, la sentencia había sido un fallo errado, y mi instrucción había sido una instrucción errada. Se me había engañado con un complot cuyas víctimas habían de ser Tyberg y Dohmke. Mis recuerdos se hicieron más nítidos. En el escritorio de Tyberg se habían encontrado documentos ocultos que evidenciaban la existencia de un plan prometedor y de gran importancia para el desarrollo de la guerra, que en un principio había sido impulsado por Tyberg y su grupo investigador y que luego por lo visto fue interrumpido. Los acusados habían insistido una y otra vez ante mí y el tribunal en que no hubieran podido seguir al mismo tiempo dos líneas de investigación con perspectivas de éxito. Según ellos, habían abandonado temporalmente una de ellas, para retomarla más tarde. Todo había permanecido bajo estricto secreto, y su descubrimiento habría sido también tan excitante que ellos lo habían mantenido oculto con el celo del científico. Sólo por esa causa se explicaría que hubiera sido ocultado en el escritorio. Quizá les hubiera podido salir bien, pero Weinstein reveló una conversación entre Dohmke y Tyberg en la que ambos se mostraron de acuerdo en no dar curso al descubrimiento con objeto de provocar un rápido final de la guerra, incluso al precio de la derrota alemana. Y ahora resultaba que no había habido tal conversación.
La historia del sabotaje suscitó entonces gran indignación. El segundo punto de la acusación, relativo a relaciones raciales ilícitas, no me pareció convincente ya entonces; mis investigaciones no habían encontrado ningún punto de apoyo en el sentido de que Tyberg hubiera tenido relaciones con una trabajadora forzada judía. También se le condenó a muerte por ello. Estuve reflexionando sobre quién en las SS y quién con responsabilidad en el sector económico pudo haber tramado el complot.
Sobre el puente Golden Gate discurría continuamente el tráfico. ¿Adónde iba toda aquella gente? Conduje hasta el acceso a la autopista, aparqué el coche bajo el monumento al constructor y fui caminando hasta mitad del puente. Yo era el único peatón. Miré hacia abajo, al Pacífico, que relucía metálicamente. Por debajo de mí zumbaban grandes coches con insensible regularidad. Un frío viento silbaba entre los cables de soporte. Yo estaba helado.
Me costó volver a encontrar el hotel. Se hizo rápidamente de noche. Pregunté al portero dónde podía conseguir una botella de sambuca. Me mandó a una Liquor Store dos calles más allá. En vano recorrí los estantes. El propietario del comercio lo lamentó, no tenía sambuca pero sí algo parecido, qué tal si probaba Southern Comfort. Me envolvió la botella en una bolsa marrón de papel que retorció por arriba. Por el camino de vuelta al hotel me compré una hamburguesa. Con la trinchera y la bolsa marrón en una mano y la hamburguesa en la otra me sentía como un actor secundario en una película policíaca americana de serie B
En la habitación del hotel me tumbé en la cama y encendí el televisor. El vaso para mi cepillo de dientes estaba envuelto en una bolsa sellada de celofán, lo rasgué y me serví. Southern Comfort no tiene que ver lo más mínimo con el sambuca. A pesar de ello, tenía un sabor agradable y se deslizaba por mi garganta con toda naturalidad. Tampoco el encuentro de fútbol de la televisión tenía nada que ver con nuestro fútbol. Pero comprendí las reglas y seguí el juego con tensión creciente.
Al cabo de un tiempo aplaudía cuando mi equipo había hecho avanzar un buen trecho el balón. Luego me empezaron a divertir los anuncios publicitarios que interrumpían el partido. Al final debí de gritar demasiado, porque dieron unos golpes en la pared. Intenté levantarme y devolver los golpes, pero la cama se elevaba siempre por la parte por donde quería bajarme. Tampoco era tan importante. Lo principal era que todavía podía servirme. El último trago lo dejé en la botella. Para el viaje de vuelta.
En medio de la noche me desperté. Ahora me sentía borracho. Estaba vestido sobre la cama, el televisor escupía imágenes. Cuando lo apagué, mi cabeza implosionó. Conseguí quitarme la chaqueta antes de volver a dormirme.
Al despertarme no supe dónde estaba por unos instantes. Mi habitación estaba limpia y recogida, el cenicero vacío y el vaso del cepillo de dientes de nuevo con celofán. En mi reloj de pulsera eran las dos y media. Estuve largo rato sentado en el inodoro sujetándome la cabeza. Cuando me lavé las manos evité mirar al espejo. Encontré un envase de Saridon en mi neceser de viaje, y al cabo de veinte minutos mi dolor de cabeza había desaparecido. Pero con cada movimiento el líquido cefalorraquídeo chocaba pesadamente contra las paredes de mi cráneo, y el estómago gritaba reclamando comida pero al mismo tiempo me decía que no la conservaría mucho rato. En casa me habría hecho una infusión de manzanilla, pero no sabía cómo se decía manzanilla, ni dónde conseguirla ni cómo calentar agua.
Me di una ducha, primero caliente, luego fría. En el tea room de mi hotel pedí té negro y tostadas. Di unos pasos por la calle. El camino me llevaba a la Liquor Store. Todavía estaba abierta. No le tomé a mal la última noche al Southern Comfort, no soy rencoroso. Para dejárselo claro, compré otra botella. El propietario dijo:
– Better than any of your Sambuca, hey?
No quise decir nada en contra.
Esta vez me quería emborrachar sistemáticamente. Me quité la ropa, colgué el cartel de «Do not disturb» ante la puerta y mi traje en el perchero. La camiseta, que entre tanto ya estaba sucia, la metí en una bolsa de plástico prevista al efecto, que también dejé en el corredor. Dejé asimismo los zapatos, en la esperanza de que a la mañana siguiente encontraría todo en buen estado. Cerré por dentro la puerta, corrí las cortinas, encendí el televisor, me puse por encima el pijama, me serví el primer vaso, puse la botella y el cenicero en la mesilla de noche al alcance de la mano, a su lado los cigarrillos y las cerillas, y me tumbé en la cama. En la televisión ponían Río Rojo. Me tapé con la manta hasta la barbilla; miraba, fumaba y bebía.