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– ¿Sabe por lo menos sus nombres? -preguntó.

La mujer negó con la cabeza. La crueldad de ese gesto casi le sacudió como un puñetazo, y supo de dónde había sacado el joven Daniel Collins su egoísmo.

Al sol de última hora de la tarde, permaneció un momento en la acera preguntándose si el alcance de Rumplestiltskin seria tal que hubiera llevado a Daniel Collins al corredor de la muerte. Suponía que si. Lo que no sabía era como.

27

Ricky regresó a New Hampshire y a la vida como Richard Lively. Todo lo que había averiguado en su viaje a Florida le inquietaba.

Dos personas habían marcado la vida de Claire Tyson en momentos críticos. Una la había abandonado junto a sus hijos y estaba ahora en una celda del corredor de la muerte clamando por su inocencia en un estado célebre por prestar oídos sordos a tales protestas. La otra había vuelto la espalda a la hija de la que había abusado y a los nietos que necesitaban ayuda y, años después, la habían echado a la calle con la misma crueldad y estaba ahora condenada a resollar sus últimos días en un corredor de la muerte distinto, pero igual de implacable.

Ricky amplió la ecuación que empezaba a formarse en su cabeza: el novio de Claire Tyson en Nueva York había muerto de una paliza con una R sangrienta grabada en el pecho. El perezoso doctor Starks, que debido a su indecisión no había prestado ayuda a una angustiada Claire Tyson, fue obligado a suicidarse después de que todos los recursos que podían proporcionarle ayuda hubieran sido sistemáticamente destruidos.

Tenía que haber más. Eso le heló el corazón.

Al parecer Rumplestiltskin había planeado varias venganzas siguiendo un simple principio: a cada cuál según quién era. Los delitos por omisión eran juzgados y las sentencias ejecutadas años más tarde. El novio, que sólo era un matón y un criminal, había sido tratado de una forma acorde a su condición. El abuelo que no había atendido las súplicas de su descendencia había sido castigado en consonancia. A Ricky le pareció un método muy original de infligir el mal. Su propio juego había sido planeado teniendo en cuenta su personalidad y formación. Los demás habían sido tratados con mayor brutalidad porque procedían de mundos donde ese rasgo prevalecía. Otra cosa parecía evidente: en la mente de Rumplestiltskin no existía plazo de prescripción.

Al final, los resultados parecían ser idénticos. Un camino implacable de muerte o perdición. Y cualquiera que se encontrase en medio, como el desventurado señor Zimmerman o la detective Riggins, era considerado un impedimento que se eliminaba sumariamente con la misma compasión que se concedería a un mosquito posado en el brazo.

Ricky se estremeció al comprender lo paciente, dedicado y despiadado que Rumplestiltskin era en realidad.

Empezó a elaborar una pequeña lista de personas que quizá tampoco hubieran ayudado a Claire Tyson y a sus tres hijos pequeños cuando lo necesitaban: ¿habría habido un casero en Nueva York que exigiera el alquiler a la indigente? En ese caso, seguramente estaría en el arroyo, sin saber qué le había pasado a su edificio. ¿Un asistente social que no la hubiera incluido en un programa de ayuda? Seguramente se habría arruinado y se vería ahora obligado a solicitar su inclusión en ese mismo programa. ¿Un sacerdote que le hubiese sugerido que la plegaria podría llenar un estómago vacío? Lo más seguro es que para entonces estuviera rezando por si mismo. Le costaba imaginarse lo lejos que la venganza de Rumplestiltskin habría llegado. ¿Qué le habría ocurrido al empleado de la compañía eléctrica que hubiera cortado la luz de su casa por impago? No sabía con exactitud dónde habría trazado Rumplestiltskin su línea divisoria para separar a las personas que consideraba culpables de las demás. Aun así, estaba seguro de algo: varias personas no habían estado a la altura tiempo atrás y ahora estaban pagando por ello. Seguramente ya habían pagado todas las personas que no habían ayudado a Claire Tyson, provocando que su única opción fuese suicidarse, desesperada.

Era el concepto más aterrador de justicia que Ricky había imaginado nunca. Asesinatos tanto del cuerpo como del alma. Desde que Rumplestiltskin había aparecido en su vida, había tenido miedo a menudo. Antes era un hombre de rutina y percepción. Ahora, nada era sólido y todo inestable. El miedo que sentía ahora era distinto. Algo que le costaba catalogar, pero le dejaba la boca seca y un regusto amargo. Como analista, había vivido las ansiedades intrincadas y frustraciones debilitantes de sus pacientes adinerados, pero éstos resultaban ahora uniformemente insignificantes y patéticamente autocompasivos.

El alcance de la furia de Rumplestiltskin lo dejaba estupefacto. Y, a la vez, tenía todo el sentido del mundo.

El psicoanálisis enseña una cosa: nada de lo que ocurre está aislado. Un solo acto malo puede tener toda clase de repercusiones. Se acordó de los chismes de movimiento continuo que algunos de sus colegas tenían en su escritorio. Una serie de cojinetes de bola colgaban en fila, de modo que si movías uno haciéndolo chocar contra el siguiente, la fuerza provocaba que sólo el último de la línea se desplazara como un péndulo, dando inicio a un movimiento de vaivén perpetuo en los cojinetes de los extremos que sólo se detenía si ponías la mano en medio. La venganza de Rumplestiltskin, de la que él sólo había sido una parte, era como esos chismes.

Había otros muertos. Otros destruidos. Sólo él, con toda probabilidad, veía la totalidad de lo ocurrido. Movimiento continuo.

Ricky sintió un gélido escalofrío.

Todos esos crímenes se situaban en un nivel definido por la impunidad. ¿Qué detective, qué autoridad policial podría vincularlos nunca entre si? Lo único que las víctimas tenían en común era una relación con una mujer que llevaba muerta veinte años.

Pensó que eran crímenes en serie, con un hilo tan invisible que desafiaba toda lógica. Como el policía que le había explicado alegremente lo de la R grabada en el pecho de Rafael Johnson, siempre había alguien con más probabilidades de cargar con la culpa que el etéreo señor R. Las razones de su propia muerte eran de lo más evidentes: una carrera destrozada, una casa destruida, una mujer fallecida, unas finanzas arruinadas, relativamente sin amigos e introspectivo. ¿Por qué no iba a suicidarse?

Y había otra cosa que le resultaba muy clara: si Rumplestiltskin averiguaba que se había escapado, si tan sólo sospechaba que seguía respirando el aire de este planeta, le seguiría la pista con renovada furia. Ricky no creía que fuera a tener la oportunidad de participar en ningún otro juego. También sabía lo fácil que seria cargarse a su nueva identidad: Richard Lively era una persona insignificante. Su mismo anonimato convertía su probable muerte rápida y brutal en algo muy fácil. Richard Lively podía ser ejecutado a plena luz del día, y ningún policía de ninguna parte podría establecer las conexiones necesarias que le condujeran hasta Ricky Starks y hasta alguien apodado Rumplestiltskin. Lo que averiguarían seria que Richard Lively no era Richard Lively y, acto seguido, pasaría a ser un individuo no identificado, enterrado sin demasiadas ceremonias y sin lápida. Quizás algún inspector se preguntaría por un momento quién sería en realidad pero, agobiado de trabajo, olvidaría pronto la muerte de Richard Lively. Para siempre.

Lo que tanta seguridad daba a Ricky lo volvía asimismo del todo vulnerable.

Así que, a su vuelta a New Hampshire, reanudó las simples rutinas de su vida en Durham con un entusiasmo febril. Era como si quisiera abandonarse por entero a la monótona regularidad de levantarse cada mañana e ir a trabajar con el resto de los empleados de mantenimiento de la universidad, de fregar suelos, limpiar lavabos, abrillantar pasillos y cambiar bombillas, intercambiar bromas con los compañeros de trabajo y especular sobre las posibilidades de los Red Sox la temporada siguiente. Se movía en un mundo normal y anodino que parecía pedir a gritos que lo pintaran con los azules pálidos y los verdes claros institucionales. Una vez, mientras aplicaba una limpiadora de vapor a la moqueta de la facultad, descubrió que la sensación de la máquina que zumbaba y vibraba en sus manos y de la franja de alfombra limpia que creaba le resultaba casi hipnóticamente agradable. Era como si, en la nueva simplicidad de este mundo, pudiera dejar atrás quién había sido. Era una situación extrañamente satisfactoria: soledad, un trabajo que rezumaba rutina y regularidad, y las noches que atendía la centralita del Teléfono de la Esperanza, donde recordaba sus técnicas de terapeuta para dar consejo y tender la mano de una forma modesta y sencilla. Descubrió que no echaba demasiado de menos la dosis diaria de angustia, frustración y cólera que caracterizaba su vida de analista. Se preguntó si la gente que había conocido, o incluso su mujer, lo reconocería. De modo extraño, Ricky creía que Richard Lively estaba más cerca de la persona que quería ser, más cerca de la persona que se encontraba a sí misma durante los veranos en Cape Cod, de lo que había estado nunca el doctor Starks al tratar a los ricos, poderosos y neuróticos.

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