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Cuando llegó a la calle, estaba sudando y mareado por el esfuerzo. Debía de tener los ojos desorbitados, estar pálido e ir desaliñado, porque un joven que pasaba se volvió y lo miró antes de acelerar el paso y alejarse deprisa. Ricky avanzó casi tambaleante hacia la esquina, donde podía parar con más facilidad un taxi.

Llegó a la esquina, se paró para enjugarse el sudor de la cara y se acercó al bordillo con la mano en alto. En ese instante, un taxi amarillo se detuvo milagrosamente delante de él para que bajara un pasajero. Ricky sostuvo la puerta abierta para quien se apeaba y, de ese modo tan habitual en la ciudad, conseguir taxi.

Quien salió fue Virgil.

– Gracias, Ricky -dijo la mujer con ligereza. Se ajustó las gafas de sol que llevaba y sonrió ante la consternación que debió de reflejar el rostro de él-. Te he dejado el periódico para que lo leas -añadió.

Y sin más, se alejó deprisa por la calle. En unos segundos, había doblado la esquina y desaparecido.

– Oiga, ¿quiere que lo lleve o no? -le urgió con brusquedad el taxista. Ricky seguía sujetando la puerta, de pie en el bordillo.

Miró dentro y vio un ejemplar del Times de ese día doblado en el asiento, así que subió al coche-. ¿Adónde? -preguntó el hombre.

Ricky fue a contestar pero se detuvo.

– La mujer que acaba de bajar, ¿dónde la recogió? -preguntó a su vez.

– Era muy rara -contestó el taxista-. ¿La conoce?

– Si. Más o menos.

– Bueno, me para a dos manzanas de aquí, me dice que siga allí mismo con el taxímetro en marcha todo el rato mientras ella está ahí sentada sin hacer nada excepto mirar por la ventanilla y tener el móvil pegado a la oreja, pero sin hablar con nadie, sólo escuchando. De repente me dice «¡Vamos allí!» y me señala donde está usted. Me pasa un billete de veinte por el cristal y me dice: «Ese hombre es su próximo cliente. ¿Lo entiende?». Le contesto: «Lo que usted diga, señora», y hago lo que me ha pedido. Y aquí está usted. Era muy atractiva, la señora. ¿Adónde vamos?

– ¿No se lo dijo ella? -preguntó Ricky tras una pausa.

– Ya lo creo, joder -sonrió el taxista-. Pero me dijo que tenía que preguntárselo de todos modos, para ver si lo adivinaba.

– Al hospital Columbia Presbyterian -asintió Ricky-. La clínica para pacientes externos de la Ciento cincuenta y dos con West End.

– ¡Bingo! -exclamó el conductor, que puso en marcha el taxímetro y aceleró para unirse al tráfico de media mañana.

Ricky tomó el periódico que yacía en el asiento. Al hacerlo, se le ocurrió una pregunta y se inclinó hacia la mampara de plástico entre conductor y pasajero.

– Oiga -dijo-. ¿Esa mujer le dijo qué hacer si yo le daba otra dirección? ¿Un sitio distinto del hospital?

El taxista sonrió.

– ¿Qué es esto, alguna clase de juego?

– Podría decirse así -contestó Ricky-. Pero no creo que le gustara jugarlo.

– No me importaría jugar a una o dos cosas con ella, ya me entiende.

– Si le importaría -le contradijo Ricky-. Puede pensar que no, pero yo le aseguro que sí.

– Ya -asintió el hombre-. Algunas mujeres con el aspecto de esa causan más problemas de lo que valen. Podría decirse que no valen lo que cuesta la entrada.

– Exactamente -aseguró Ricky.

– En cualquier caso, tenía que llevarle al hospital dijera lo que dijera. Me explicó que usted lo entendería cuando llegáramos. Me dio cincuenta dólares para que lo llevara.

– Tiene dinero -dijo Ricky, y se reclinó en el asiento.

Respiraba con dificultad y el sudor le seguía nublando los ojos y manchándole la camisa. Abrió el periódico.

Encontró lo que buscaba en la página 113, escrito con el mismo bolígrafo rojo y en mayúsculas sobre un anuncio de lencería de los almacenes Lord amp; Taylor, de modo que las palabras cubrían la figura esbelta de la modelo y tapaban la ropa interior que lucía.

Ricky se acerca cada vez más, en su búsqueda hacia atrás.

La ambición la mente le nubló, y lo que decía la mujer ignoró.

La dejó confusa, a la deriva, tan perdida que le costó la vida.

El hijo, que vio la equivocación, quiere vengarse sin dilación.

Antes era pobre y rico ahora; cumplirá su deseo sin demora.

¿Visitar los archivos del hospital bastará para lograr el triunfo final?

Hay algo que Ricky no puede olvidar:

tiene setenta y dos horas para jugar.

Los versos parecían burlones y cínicos a pesar de su estructura infantil. Le recordó un poco la infinita tortura del patio de un jardín de infancia, con burlas e insultos cantarines. Sin embargo, los resultados que Rumplestiltskin tenía en mente no eran infantiles. Ricky arrancó la página, la dobló y se la metió en un bolsillo.

Arrojó el resto del Times al suelo del taxi. El conductor maldecía entre dientes al tráfico, manteniendo una conversación constante con todos los camiones, coches y algún que otro ciclista o peatón que le obstruían el paso. Lo más interesante de su conversación era que nadie podía oírla. No bajaba la ventanilla y gritaba palabrotas, ni tocaba el claxon como hacen algunos taxistas en una reacción nerviosa al tráfico que los rodea. En lugar de eso, ese hombre se limitaba a hablar, daba instrucciones, lanzaba desafíos e indicaba maniobras mientras conducía, con lo que, en cierto modo extraño, debía sentirse relacionado, o por lo menos como si interactuara con todo lo que se situaba en su campo visual. O en su punto de mira, según como se viera. Ricky pensó que era algo insólito pasarse todos los días de la vida teniendo conversaciones que nadie oía. Pero después se preguntó si no hacemos todos lo mismo.

El taxi lo dejó frente al enorme complejo del hospital. Vio la entrada de urgencias al final del edificio, con un rótulo de grandes letras rojas y una ambulancia delante. Un escalofrío le recorrió la espalda a pesar del sofocante calor del verano. Fue un frío determinado por la última vez que había estado en el hospital, con ocasión de una visita a su esposa, cuando ésta todavía luchaba contra la enfermedad que acabaría con su vida, sometiéndose a radio y quimioterapia así como a las demás medidas contra la terrible dolencia que destruía su cuerpo. La sección de oncología ocupaba otra parte del complejo, pero eso no lo libró de la sensación de impotencia y temor que volvió a surgir en él, idéntica a la última vez que había estado en la calle frente al hospital. Alzó los ojos hacia los imponentes edificios de ladrillo. Pensó que había estado en el hospital tres veces en su vida: la primera, cuando trabajó seis meses en la clínica para pacientes externos, antes de montar una consulta privada; la segunda, cuando ese centro se sumó a la larga serie que su mujer recorrió en su batalla fútil contra la muerte; y esta tercera, en que regresaba para averiguar el nombre de la paciente a la que había ignorado o desatendido y que ahora amenazaba su propia vida.

Avanzó en dirección a la entrada y, curiosamente, detestó el hecho de saber dónde se guardaban los historiales médicos.

En el mostrador de los archivos de historiales médicos había un empleado panzudo de mediana edad con una estridente camisa de estampado hawaiano y unos desastrados pantalones caqui. Miró a Ricky con asombro cuando éste le explicó el motivo de su visita.

– ¿Qué quiere exactamente de hace veinte años? -dijo con incredulidad.

– Todos los historiales de la clínica psiquiátrica para pacientes externos correspondientes al periodo de seis meses en que trabajé en ella. Cada paciente que venía recibía un número clínico y se le abría un expediente, incluso aunque sólo viniera una vez. Esos expedientes contienen todas las notas que se tomaban del caso.

– No estoy seguro de que esos historiales se hayan introducido en el ordenador -comentó el empleado.

– Apuesto a que sí. Vamos a comprobarlo.

– Llevará algún tiempo, doctor -aseguró el hombre-. Y tengo muchas otras peticiones.

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