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El propietario se movió incómodo, con lo que provocó un sonido a arañazo en la grava del camino.

– Será difícil.

– Puede -repuso Ricky-. Pero podría ser prudente intentarlo.

Se levantó y dejó al hombre en el suelo. Algunos perros se habían echado, y se agitaron cuando él se movió. Guardó el arma en la mochila y echó a correr camino abajo con la linterna en la mano. Cuando hubo salido del haz que iluminaba el patio delantero aceleró el paso, salió a la carretera y se dirigió hacia el cementerio, donde había estacionado el coche. Sus pies resonaban en el asfalto negro y apagó la linterna, de modo que corría en medio de una oscuridad absoluta. Pensó que era un poco como nadar en un mar embravecido por una tormenta, cortando las olas que tiraban de él en todas direcciones. A pesar de la noche que lo había engullido, se sentía iluminado por un dato: el número de teléfono. En ese instante era como si todo, desde la primera carta que recibió en la consulta hasta ese momento, formara parte de la misma corriente arrolladora. Y cayó en la cuenta de que tal vez se remontaba mucho más atrás. Meses y años en su pasado, en que algo lo atrapaba y arrastraba sin que él fuera consciente de ello. Saberlo debería haberle desanimado pero, en cambio, sentía una energía extraña y una liberación igual de extraña. Le pareció que saber que había estado rodeado de mentiras y haber visto de golpe algo de verdad era un acicate que le impulsaba hacia delante.

Esa noche tenía que viajar kilómetros. Kilómetros de carretera y de espíritu que conducían hacia su pasado a la vez que indicaban el camino hacia su futuro. Se apresuró, como un corredor de maratón que presiente la línea de meta, fuera de su vista pero intuida en el dolor de los pies y las piernas, en el agotamiento que le invade a cada respiración.

31

Ricky llegó al peaje del lado occidental del río Hudson, al norte de Kingston, Nueva York, poco después de medianoche. Había conducido deprisa, al límite de velocidad permitida para evitar que lo parara algún irritado policía de tráfico de Nueva York. Le recordó un poco a un microcosmos de gran parte de su vida anterior. Quería correr, pero no estaba dispuesto a asumir el riesgo de ir volando. Pensó que Frederick Lazarus habría puesto el coche a ciento sesenta kilómetros por hora, pero él no podía hacerlo. Era como si ambos hombres, Richard Lively, que se escondía, y Frederick Lazarus, que estaba dispuesto a luchar, condujeran a la vez. Se percató de que, desde que había preparado su propia muerte, mantenía el equilibrio entre la incertidumbre de asumir riesgos y la seguridad de ocultarse.

Pero sabía que seguramente ya no era tan invisible como antes. Supuso que su perseguidor estaba cerca, que habría encontrado todas las migas e hilos dejados a modo de pistas e indicaciones desde New Hampshire hasta Nueva York y, después, hasta Nueva Jersey.

Pero sabía que también él estaba cerca.

Era una carrera con sabor a muerte. Un fantasma que perseguía a un difunto. Un difunto que buscaba a un fantasma.

Pagó el peaje, el único vehículo que en ese momento cruzaba el puente. El empleado de la taquilla estaba a mitad de un ejemplar del Playboy, que contemplaba más que leía, y apenas lo miro.

El puente en sí es una curiosidad arquitectónica. Se eleva decenas de metros por encima de la franja de oscuras aguas que constituye el Hudson, iluminado por una hilera de farolas de sodio amarilloverdosas, y desciende para encontrarse con la tierra del lado de Rhinebeck en un oscuro terreno de labranza rural, de modo que, desde lejos, parece un collar reluciente suspendido sobre un cuello de ébano, envuelto en la oscuridad de la orilla. Mientras avanzaba hacia la carretera que parecía desaparecer en un foso, se le antojó un viaje inquietante. Sus faros dibujaban débiles conos de luz en la noche que lo rodeaba.

Encontró un lugar donde detenerse y tomó uno de los dos teléfonos móviles restantes. Marcó el número del último hotel donde estaba previsto que se hospedara Frederick Lazarus. Era un establecimiento barato, el tipo de hotel que sólo está un paso por encima de los que reciben a prostitutas y a sus clientes por horas.

Pensó que el recepcionista de noche tendría poco que hacer, suponiendo que esa noche no hubieran disparado ni apaleado a nadie en el hotel.

– Hotel Excelsior, ¿en qué puedo servirle?

– Me llamo Frederick Lazarus -dijo Ricky-. Tenía una reserva para esta noche. Pero no llegaré hasta mañana.

– No hay problema -aseguró el hombre, que se rió un poco ante la idea de una reserva-. Habrá tantas habitaciones libres entonces como ahora. No tenemos lo que se dice overbooking esta temporada turística.

– ¿Podría comprobar si me han dejado algún mensaje?

– Espere -dijo el hombre. Ricky oyó cómo dejaba el auricular en el mostrador. Regresó pasado un minuto-. Pues sí, oiga -soltó-. Debe de ser muy conocido. Tiene tres o cuatro mensajes.

– Léamelos -pidió Ricky-. Y me acordaré de usted cuando llegue.

El hombre lo hizo. Eran sólo los que Ricky se había dejado a si mismo. Eso le hizo vacilar.

– ¿Ha ido alguien a preguntar por mí? Tenía una cita prevista.

El recepcionista dudó de nuevo y, con esa duda, Ricky averiguó lo que quería. Antes de que pudiera mentir diciendo que no, se le adelantó:

– Es preciosa, ¿verdad? Del tipo que logra lo que quiere, cuando quiere y sin preguntas. De una clase muy superior a las que suelen cruzar esa puerta, ¿o me equivoco?

El hombre tosió.

– ¿Sigue ahí? -preguntó Ricky.

– No. Se marchó -susurró el recepcionista al cabo de un par de segundos-. Hace poco menos de una hora, después de recibir una llamada en su móvil. Se fue muy deprisa. Lo mismo que el hombre que la acompañaba. Llevan toda la noche viniendo a preguntar por usted.

– ¿El hombre es bastante rechoncho, pálido y recuerda un poco al niño al que solíamos pegar en el colegio? -preguntó Ricky.

– Exacto -dijo el hombre, y rió-. El mismo. Una descripción perfecta.

«Hola, Merlin», pensó Ricky.

– ¿Dejaron un número o una dirección?

– No. Sólo dijeron que volverían. Y no querían que yo dijera que habían estado aquí. ¿De qué va todo esto?

– Sólo negocios. ¿Sabe qué? Si vuelven deles este número -Ricky leyó el del último móvil-. Pero haga que aflojen algo a cambio. Están forrados.

– De acuerdo. ¿Les digo que va a llegar mañana?

– Sí. Más vale que sí. Y dígales que llamé para saber si tenía mensajes. Nada más. ¿Echaron un vistazo a los mensajes?

– No -mintió el hombre-. Son confidenciales. No se los enseñaría a ningún desconocido sin su autorización.

«Seguro -pensó Ricky-. No por menos de cincuenta dólares.»

Se alegraba de que el recepcionista hubiera hecho justo lo que había esperado. Colgó y se recostó en el asiento. «No estarán seguros -pensó-. Ahora no saben quién más está buscando a Frederick Lazarus, ni por qué, ni qué relación tiene con lo que está pasando. Eso les preocupará y su siguiente paso será algo incierto.»

Era lo que quería. Consultó su reloj. Estaba seguro de que el criador de perros se habría liberado por fin y, después de apaciguar a Brutus y de reunir todos los perros que hubiera podido, habría hecho ya su llamada, así que esperaba que en la casa a la que se dirigía habría por lo menos una luz encendida.

Como había hecho antes esa noche, dejó el coche estacionado en el arcén, a un lado de la carretera, fuera de la vista. Faltaban unos dos kilómetros para su destino, pero pensó que el trayecto a pie le iría bien para reflexionar sobre su plan. Sentía cierta agitación interior, como si estuviera cerca por fin de obtener respuestas a algunas preguntas. Pero iba acompañada de una sensación de indignación que se habría convertido en furia si no se hubiera esforzado en dominarla. «La traición puede volverse mucho más fuerte que el amor», pensó.

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