Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Pero ¿qué…?

– Y las recuerdas a todas. Con precisión y detalle. Y ése es el fallo, ¿no crees? Porque la mujer que buscas en tu memoria es alguien que no sobresale. Alguien a quien has bloqueado de tu capacidad de recuerdo.

Ricky empezó a tartamudear una respuesta, pero se detuvo porque la veracidad de esta afirmación le resultaba evidente.

– ¿No recuerdas ningún fracaso, Ricky? Porque ahí es donde encontrarás tu relación con Rumplestiltskin. No en los éxitos.

– Creo que ayudé a esas mujeres a solucionar los problemas a que se enfrentaban. No consigo recordar a ninguna que se marchara aún trastornada.

– No seas orgulloso, hombre. Inténtalo otra vez. ¿Qué te dijo el señor R en su pista?

Ricky se sorprendió un poco cuando el viejo analista usó la misma abreviatura que a Virgil le gustaba emplear. Intentó recordar con rapidez si había dicho «señor R» durante la tarde, y le pareció que no. Pero de repente ya no estuvo seguro. Pensó que podría haberlo dicho. La indecisión, la incapacidad de estar seguro, la pérdida de convicción eran como vientos encontrados en su interior. Se sintió zarandeado y mareado, a la vez que se preguntaba cómo su capacidad de recordar un simple detalle había desaparecido de modo tan vertiginoso. Se movió en el asiento, con la esperanza de que la alarma que sentía no se reflejara en su cara o su postura.

– Me dijo que la mujer que buscaba estaba muerta -comentó-.

Y que yo le prometí algo que luego no cumplí.

– Bueno, concéntrate en esa segunda parte. ¿Hubo alguna mujer a la que negaras tratamiento que se sitúe en este margen de tiempo? ¿Quizá brevemente, unas cuantas sesiones, y que después se marchara? Sigues queriendo pensar en las mujeres con las que empezaste tu consulta privada. ¿Tal vez fuera alguien en la clínica donde trabajabas?

– Podría ser, pero ¿cómo podría…?

– De algún modo, este otro grupo de pacientes era menos importante para ti, ¿verdad? ¿Acaso no eran tan prósperas? ¿Tenían menos talento? ¿Menos educación? Y tal vez no aparecieron con tanta nitidez en la pantalla del radar del joven doctor Starks.

Ricky se abstuvo de responder, porque vio tanto la verdad como el prejuicio en lo que decía el viejo médico.

– ¿No constituye una especie de promesa que un paciente cruce la puerta y empiece a hablar? La de desahogarse. Tú, como analista, ¿no estás a la vez afirmando algo? ¿Y, por lo tanto, prometiendo? Tú ofreces la esperanza de una mejora, de una readaptación, de un alivio para el tormento, como cualquier otro médico.

– Por supuesto, pero…

– ¿Quién vino y después dejó de hacerlo?

– No lo sé…

– ¿A quién atendiste durante quince sesiones, Ricky?

La voz del viejo analista era de repente exigente e insistente.

– ¿Quince? ¿Por qué quince?

– ¿Cuántos días te dio Rumplestiltskin para que averiguases su identidad?

– Quince.

– Dos semanas más un día. Una cifra que se suele mencionar pero no significar. Deberías haber prestado más atención a ese número, porque ahí está la conexión. ¿Y qué quiere que hagas?

– Que me suicide.

– Así pues, Ricky, ¿con quién tuviste quince sesiones y después se suicidó?

Ricky cambió de postura. De repente le dolía la cabeza.

«Debería haberlo visto -pensó-. Es muy obvio.»

– No lo sé -balbució.

– No lo sabes -dijo el viejo analista, con cierto enfado-. Lo que sucede es que no quieres saberlo. Hay una gran diferencia. -Lewis se levantó-. Es tarde y estoy decepcionado. He pedido que te prepararan la habitación de huéspedes. Está en el primer piso, a la derecha. Tengo algunas cosas que resolver esta noche. Quizá por la mañana, después de que hayas reflexionado un poco más, podamos hacer verdaderos progresos.

– Creo que necesito más ayuda -indicó Ricky con voz débil.

– Has recibido ayuda -contestó Lewis, y señaló el hueco de la escalera.

El dormitorio, pulcro y ordenado, tenía el toque impersonal de una habitación de hotel. Estaba claro que no solía usarse. A mitad del pasillo había un baño con un aspecto parecido. Ninguno de los dos espacios proporcionaba demasiada información sobre el doctor Lewis o su vida. No había frascos de medicamentos en el armario del baño ni revistas junto a la cama o libros en algún estante, ni fotografías familiares en las paredes. Ricky se metió en la cama tras comprobar en el reloj que ya pasaba mucho de la medianoche. Estaba agotado y necesitaba dormir, pero no se sentía seguro y la cabeza le daba vueltas, de modo que al principio el sueño le fue esquivo. El canto de los grillos y alguna que otra luciérnaga que chocaba contra la ventana armaban el doble de jaleo que la ciudad.

Echado en la cama en medio de la penumbra, fue filtrando ruidos hasta que pudo distinguir la voz distante del doctor Lewis. Aguzó el oído y, pasado un momento, decidió que el viejo analista estaba enfadado por algo, que su tono, tan regular y modulado durante las horas que pasó con Ricky, tenía ahora un mayor apremio y tenor. Intentó distinguir las palabras, pero no lo consiguió. Luego oyó el sonido inconfundible de un teléfono al ser colgado de golpe. Unos segundos más tarde, oyó los pasos del viejo médico en las escaleras y una puerta que se abría y cerraba con rapidez.

Luchó por mantener los ojos abiertos en la oscuridad.

«Quince sesiones y después murió -pensó-. ¿Quién fue?»

16

No supo cuándo se durmió, pero despertó cuando unos haces de luz brillante entraron por la ventana y le dieron en la cara. La mañana de verano podría haber parecido perfecta, pero Ricky arrastraba el peso del recuerdo y la decepción. Había esperado que el viejo médico le condujese directo a un nombre, pero en lugar de eso seguía tan a la deriva como antes en el mar embravecido de la memoria. Esta sensación de fracaso era como una resaca que le martilleaba las sienes. Se puso los pantalones, los zapatos y la camisa, cogió la chaqueta y, después de mojarse la cara y peinarse para procurar tener un aspecto algo presentable, bajó las escaleras. Caminaba con determinación, pensando que lo único en que se concentraría sería en el escurridizo nombre de la madre de Rumplestiltskin. Iba con la sensación de que la observación del doctor Lewis sobre relacionar días y sesiones era acertada. Aún seguía oculto el contexto de la mujer. Tal vez había descartado con demasiada rapidez y arrogancia a las modestas mujeres que había atendido en la clínica psiquiátrica para concentrarse en las que habían sido sus primeros psicoanálisis particulares. Pensó que había atendido a esa mujer en un momento en que él mismo estaba haciendo elecciones: sobre su rumbo profesional, sobre convertirse en analista, sobre enamorarse y casarse. Era una época en que miraba directamente al frente, y su fracaso se había producido en un mundo que había querido descartar.

Pensó que por eso estaba tan bloqueado. Su paso escaleras abajo cobró vigor con la idea de que podría atacar estos recuerdos como un bombardero de la Segunda Guerra Mundial: bastaría con lanzar una bomba lo bastante potente al tejado de la historia reprimida para hacerla saltar por completo. Confiaba en que, con la ayuda del doctor Lewis, podría llevar a cabo ese ataque.

La luz solar y el calor del campo que entraban en la casa parecían disipar todas las dudas y preguntas que hubiera podido tener sobre el viejo analista. Los aspectos inquietantes de su anterior conversación se desvanecieron con la claridad de la mañana. Asomó la cabeza en el estudio en busca de su anfitrión, pero la habitación estaba vacía. Cruzó el pasillo central de la casa hacia la cocina, donde podía oler aroma de café.

El doctor Lewis tampoco estaba ahí.

Ricky probó con un «hola» en voz alta, pero no obtuvo respuesta. Miró la cafetera y vio que el recipiente se calentaba sobre la placa térmica y que había preparada una taza para él. Había un papel apoyado contra ella, con su nombre escrito a lápiz en la parte exterior. Se sirvió café y abrió la nota mientras sorbía la infusión amarga y caliente. Leyó:

44
{"b":"109965","o":1}