– ¿No le parece que nosotros estamos tan aislados de él como usted? ¿No le parece que un hombre con sus capacidades habrá interpuesto suficientes barreras entre él y la gente que ejecuta sus órdenes?
Ricky pensó que probablemente fuera cierto.
El tren reducía la velocidad y se metió de repente en un túnel dejando atrás la luz del mediodía mientras avanzaba hacia la estación. Las luces del vagón se encendieron y confirieron a todo y a todos un aspecto pálido, amarillento. Al otro lado de la ventanilla se veía pasar la forma oscura de vías, trenes y columnas de hormigón. A Ricky le produjo una sensación parecida a la de ser enterrado.
Merlin se levantó cuando el tren se detuvo.
– ¿Lee alguna vez el New York Daily News, Ricky? No, supongo que no le va la prensa sensacionalista. El mundo de la refinada clase alta del Times es más su estilo. Mis orígenes son mucho más humildes. Me gustan el Post y el Daily News. A veces cuentan historias que el Times no publicaría. Ya sabe, el Times cubre cosas sobre el Kurdistán y el News y el Post sobre el Bronx. Pero me parece que hoy a su mundo le iría bien leer esos periódicos en lugar del Times. ¿He hablado suficientemente claro, Ricky? Lea el Post y el News hoy porque incluyen una noticia que puede importarle.
Yo diría que le resultará fundamental.
Merlin hizo un ligero movimiento con la mano.
– Ha sido un viaje muy interesante, ¿no le parece, doctor?
– prosiguió-. Los kilómetros han pasado volando. -Señaló la bolsa de viaje-. Es para usted, doctor. Un regalo. Para animarlo, como dije.
Acto seguido Merlin se alejó, dejando a Ricky solo en el vagón.
– ¡Espere! -gritó Ricky-. ¡Alto!
Merlin siguió andando. Unas cuantas cabezas se volvieron hacia Ricky. Otro grito iba a salir de sus labios, pero lo contuvo. No quería que se fijaran en él. No quería llamar la atención de nadie.
Quería sumergirse en la penumbra de la estación y unirse al anonimato general. La bolsa de viaje con sus iniciales le bloqueaba la salida al pasillo, como un iceberg inmenso en su camino.
No podía dejar la bolsa, y tampoco llevársela.
El ánimo y las manos de Ricky temblaban. Se inclinó y la levantó del suelo. Algo cambió de posición en su interior y Ricky sintió náuseas. Levantó los ojos en busca de algo en el mundo a lo que aferrarse, algo normal, rutinario, corriente, que le recordara alguna clase de realidad y lo anclara a ella.
No lo encontró.
Así que sujetó la cremallera de la bolsa, vaciló, inspiró hondo y la abrió despacio. Contempló el interior.
La bolsa contenía un melón. Del tamaño de una cabeza y redondo.
Ricky soltó una risotada. El alivio lo invadió en un estallido de carcajadas y risitas. El sudor y el nerviosismo se disiparon. El mundo que había girado fuera de control a su alrededor se detuvo y pareció volver a ordenarse.
Cerró la cremallera y se puso de pie. El vagón estaba vacío, lo mismo que el andén, salvo por un par de mozos y dos revisores de chaqueta azul.
Ricky se echó la bolsa al hombro y recorrió el andén. Empezó a planear su siguiente paso. Estaba seguro de que Rumplestiltskin iba a ofrecerle datos sobre el tratamiento de su madre. Se permitió la ferviente esperanza de que la clínica hubiera conservado los historiales de los pacientes de hacia dos décadas. El nombre que su memoria había encontrado tan escurridizo podría figurar en una lista en el hospital.
Siguió adelante y sus zapatos resonaron en el andén en penumbras. El vestíbulo central de la estación de Pennsylvania estaba más adelante y avanzó a un ritmo constante y rápido hacia el brillo de las luces. Mientras caminaba con determinación militar hacia el iluminado vestíbulo, divisó a uno de los mozos, sentado en una carretilla y enfrascado en la lectura del Daily News mientras esperaba la llegada del siguiente tren. En ese mismo instante, el hombre abrió el periódico de modo que Ricky pudo ver el gran titular de portada, impreso en esas mayúsculas inconfundibles que buscan llamar la atención:
UNA AGENTE DE POLICÍA EN COMA TRAS UN ATROPELLO CON FUGA
Y debajo el subtítulo:
SE SOSPECHA DEL VIOLENTO MARIDO
17
Ricky se sentó en un banco de madera en medio de la estación con un ejemplar del News y otro del Post en el regazo, ajeno al flujo de gente que lo rodeaba, encorvado como un árbol solitario que se inclina bajo la fuerza de un vendaval. Cada palabra que leía parecía acelerarse, deslizándose por su imaginación como un coche fuera de control, con los frenos bloqueados y un chirrido de impotencia, incapaz de detenerse en su trayectoria hacia un choque inevitable.
Las dos historias contenían los mismos detalles: Joanne Riggins, una detective de treinta y cuatro años de la policía de Nueva York, había sido víctima de un atropello con fuga la noche anterior a menos de media manzana de su casa cuando cruzaba la calle. La mujer estaba en coma, conectada a sistemas de mantenimiento de vida, en el Brooklyn Medical Center después de una operación de urgencia. Pronóstico reservado. Los testigos contaron a ambos periódicos que habían visto huir del lugar del accidente un Pontiac Firebird rojo, un vehículo como el que poseía el ex marido de la detective. Aunque todavía no se había encontrado el automóvil, la policía estaba interrogando al ex marido. El Post informaba que el hombre afirmaba que le habían robado el coche la noche anterior al atropello. El News revelaba que la víctima había obtenido una orden de restricción contra él durante el divorcio y que otra mujer policía había obtenido una segunda, precisamente la misma mujer que había acudido en ayuda de la detective Riggins segundos después de ser embestida por el coche. El periódico informaba también que el ex marido había amenazado en público a su esposa durante el último año de su matrimonio.
Era una historia ideal para un periódico sensacionalista, llena de indicios de un sórdido triángulo sexual, de una infidelidad tempestuosa y de pasiones desatadas que al final habían desembocado en violencia.
Ricky sabía también que era básicamente falsa.
No la mayoría de la historia, por supuesto; sólo un pequeño aspecto: el conductor del coche no era el ex marido, aunque éste fuese el sospechoso más obvio. Ricky sabía que tardarían mucho tiempo en llegar a creer las declaraciones de inocencia del ex marido y todavía más en examinar cualquier coartada que arguyera.
Probablemente al hombre se lo podría acusar de pensar y desear que se produjera un hecho así, y sin duda quien había preparado el accidente también lo sabía.
Estrujó el News, furioso, casi como si retorciera el cuello de un animalito, y lo arrojó a un lado, esparciendo las hojas sobre el banco de madera. Pensó en llamar a los policías que investigaran el caso, incluso al jefe de Riggins en la comisaría. Intentó imaginar a uno de los compañeros de trabajo de Riggins escuchando su relato. Sacudió la cabeza con creciente desesperación. No había ninguna posibilidad de que alguien prestara atención a su historia.
Ni una palabra.
Levantó la cabeza despacio, una vez más con la sensación de que lo estaban observando. Inspeccionando. Sus reacciones eran medidas como si fuera objeto de algún siniestro estudio clínico. La sensación le dejó la piel fría y sudorosa. Se le puso carne de gallina en los brazos. Miró alrededor del amplio vestíbulo. En pocos segundos, decenas, centenares, quizás hasta millares de personas pasaron por su lado. Pero él se sentía completamente solo.
Se levantó y, como un hombre herido, se dirigió hacia el exterior de la estación, en dirección a la parada de taxis. Junto a la entrada había un indigente que pedía limosna, lo que sorprendió a Ricky; la policía solía desalojarlos de los lugares destacados. Se detuvo y echó toda la calderilla que tenía en el vaso de plástico vacío del hombre.