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– ¿Sabe quién compró la tumba? -preguntó Ricky tras pensar un momento-. ¿Y quién paga el mantenimiento?

– Recibimos los cheques, pero no lo sé.

El hombre se encogió de hombros.

Ricky encontró la tumba sin dificultad. Permaneció un segundo en medio del silencio del sol del mediodía preguntándose un momento si alguien habría pensado en ponerle una lápida después de su suicidio. Lo dudaba. Él había vivido tan aislado como los Jackson. También se preguntó por qué no había puesto algún monumento conmemorativo para su mujer. Había ayudado a establecer un fondo para libros en su facultad de derecho y cada año hacia una contribución a la organización Nature Conservancy en su nombre, y se había dicho que esos actos eran mejores que un frío pedazo de piedra que montara guardia sobre una angosta franja de tierra. Pero al estar ahí de pie, no estuvo tan seguro. Se encontró absorto en la muerte, pensando en sus consecuencias permanentes para los que quedan. «Cuando alguien muere aprendemos más sobre la vida de lo que sabemos sobre el fallecido», pensó.

Estuvo largo rato ahí, frente a las tumbas, antes de examinarlas. Tenían una lápida común, que se limitaba a dar sus nombres y las fechas de su nacimiento y su muerte. Algo no encajaba, y observó esta breve información para intentar averiguar qué era. Le llevó unos segundos establecer una relación.

El mes de la fecha del asesinato-suicidio coincidía con el de la firma de los documentos de adopción.

Ricky dio un paso atrás. Y entonces comprendió algo más.

Los Jackson habían nacido en la década de los veinte. Ambos tenían más de sesenta años al morir.

Sintió calor de nuevo y se aflojó la corbata. La barriga postiza parecía tirar de él hacia abajo, y el moratón y la cicatriz pintados en la cara empezaron a picarle. «Nadie puede adoptar a un niño, y mucho menos a tres, a esa edad -pensó-. Las normas de las agencias de adopción descartarían a una pareja sin hijos de esa edad en favor de una pareja más joven y vigorosa.»

Permaneció junto a las tumbas pensando que estaba contemplando una mentira. No sobre su muerte, eso era cierto, sino sobre algo de su vida.

«Todo está mal -pensó-. Todo es distinto de como debería ser.»

La sensación de caminar por el borde de algo más terrible de lo que había previsto le produjo un estremecimiento. Una venganza sin limites.

Se dijo que lo que tenía que hacer era regresar a la seguridad de New Hampshire y examinar lo que había averiguado para dar a continuación un paso racional e inteligente. Detuvo el coche frente a la recepción del motel Econo y entró. Otro empleado, James, que llevaba una corbata de nudo fijo que aun así seguía torcida, había sustituido a Omar.

– Me marcho -dijo Ricky-. Lazarus. Habitación 232…

El recepcionista obtuvo una factura en la pantalla del ordenador.

– Está todo listo. Pero tiene dos mensajes telefónicos.

– ¿Mensajes telefónicos? -repitió Ricky tras vacilar un instante.

– Llamó un hombre de un criadero de perros y preguntó si todavía se alojaba aquí -contestó James-. Quería dejarle un mensaje en el teléfono de su habitación. Después hubo otro mensaje.

– ¿Del mismo hombre?

– No lo sé. No hablé con la persona. Me aparece un número en el registro de llamadas. Habitación 232… Dos mensajes. Si quiere, descuelgue y teclee el número de su habitación. Así podrá oír los mensajes.

Ricky lo hizo. El primer mensaje era del propietario de Brutus.

«Pensé que se alojaría en algún lugar barato y cercano. No fue demasiado difícil averiguar en cuál. He estado pensando en sus preguntas. Llámeme. Me parece que tengo información que podría serle útil. Pero vaya preparando el talonario. Le va a costar una pasta.»

Ricky marcó el tres para borrar el mensaje. El siguiente se reprodujo automáticamente. La voz sonó abrupta, fría e incongruente, casi como encontrar un trozo de hielo en una acera caliente.

«Señor Lazarus, acabo de enterarme de su interés por los difuntos señores Jackson y creo que dispongo de información que facilitaría su investigación. Llámeme al 212 555 1717 cuando le vaya bien y podemos quedar para vernos.»

La persona no dejó nombre. No era necesario. Ricky reconoció la voz.

Era Virgil.

TERCERA PARTE. HASTA LOS MALOS POETAS AMAN LA MUERTE

28

Ricky huyó.

Hizo los petates a toda prisa y aceleró con un chirrido de neumáticos para alejarse de aquel motel de Nueva Jersey y de aquella voz odiosa. Apenas se detuvo a lavarse la cicatriz postiza de la mejilla. En el lapso de una mañana, al hacer unas preguntas en los lugares equivocados, había logrado convertir el tiempo de aliado en enemigo. Había pensado que iría arañando la identidad de Rumplestiltskin y, cuando lograse descubrir todo lo que necesitaba, se sentaría a planificar con calma su venganza. Se aseguraría de que todo estuviese a punto, con las trampas a punto, y aparecería en igualdad de condiciones. Ahora ya no podría darse ese lujo.

No tenía idea de cuál era la relación entre el hombre del criadero de perros y Rumplestiltskin, pero seguro que la había, porque mientras él permanecía ante la tumba de aquel matrimonio, el hombre había estado haciendo llamadas telefónicas. La facilidad con que había averiguado el motel donde se alojaba era desalentadora. Se dijo que tenía que preocuparse de borrar sus huellas.

Condujo mucho y deprisa, de vuelta a New Hampshire, mientras intentaba valorar lo comprometido de su situación. En su interior retumbaban temores difusos y pensamientos pesimistas.

Pero una idea era primordial: no podía volver a la pasividad del psicoanalista. Ese era un mundo en el que uno esperaba a que algo ocurriera, para luego procurar interpretar y comprender todos los elementos en juego. Era un mundo de reacción lenta. De calma y sensatez.

Si caía en esa trampa, le costaría la vida. Sabía que tenía que actuar.

Por lo menos, se había creado la ilusión de que era tan peligroso como Rumplestiltskin.

Acababa de pasar el cartel de la carretera que rezaba BIENVENIDOS A MASSACHUSETTS cuando tuvo una idea. Vio una salida y, más adelante, el indicador habitual del paisaje estadounidense: un centro comercial. Salió de la autopista para dirigirse al aparcamiento. En unos minutos se incorporó a la demás gente que se dirigía a la serie de tiendas que vendían más o menos lo mismo por más o menos los mismos precios pero envasado de modo distinto, lo que daba a los compradores la sensación de haber encontrado algo único en medio de la semejanza. Ricky, que lo veía con una pizca de humor, consideró que era un lugar adecuado para lo que iba a hacer.

No tardó en encontrar unas cabinas telefónicas, cerca de la hamburguesería. Recordó el primer número con facilidad. A sus espaldas se oía el murmullo de las personas sentadas comiendo y charlando, y tapó un poco el auricular con la mano mientras marcaba el número.

– Anuncios clasificados del New York Times, buenos días.

– Si -dijo Ricky en tono agradable-. Quisiera poner uno de esos anuncios pequeños que salen en la portada.

Leyó con rapidez el número de una tarjeta de crédito.

– ¿Cuál es el mensaje, señor Lazarus? -preguntó el empleado después de anotar los datos.

Ricky vaciló un instante y dijo:

– «Señor R, empieza el juego. Una nueva Voz».

– ¿Es correcto? -preguntó el empleado tras leérselo.

– Correcto. No olvide poner «Voz» en mayúscula, ¿de acuerdo?

El empleado confirmó la petición y Ricky colgó. Se dirigió a un local de comida rápida, pidió una taza de café y cogió un puñado de servilletas. Encontró una mesa un poco apartada y se instaló con un bolígrafo en la mano mientras bebía la infusión.

Se aisló del ruido y de la actividad y se concentró en lo que iba a escribir, dándose de vez en cuando golpecitos con el bolígrafo en los dientes, tomando después un sorbo de café, sin dejar de planificar. Usó las servilletas a modo de papel improvisado y, por fin, tras unos cuantos arranques e inicios, escribió lo siguiente:

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