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– ¿Qué policía?

– La comisaría de la Noventa y seis con Broadway. Hable con ellos. Yo no tengo detalles.

Ricky retrocedió con un nudo en el estómago. La cabeza le daba vueltas y sentía náuseas. Necesitaba aire y ahí dentro no lo había. Un tren inundaba la estación con un chirrido insoportable, como si reducir la velocidad para parar fuera una tortura. El sonido lo taladró y lo sacudió como si le dieran puñetazos.

– ¿Se encuentra bien? -gritó la mujer de la taquilla por encima del estrépito-. Parece enfermo.

Él asintió y susurró una respuesta que la mujer no pudo oír.

Y, como un borracho que intenta conducir un coche por una carretera sinuosa, zigzagueó hacia la salida.

5

A Ricky le resultaba desconocido todo lo referente al mundo en que se sumió esa noche.

Las imágenes, los sonidos y los olores de la comisaria de la Noventa y seis con Broadway constituían una ventana a la ciudad a la que él nunca se había asomado y de cuya existencia sólo era vagamente consciente. Nada más entrar se notaba un ligero hedor a orina y vómito que pugnaba con otro más potente a desinfectante, como si alguien hubiese devuelto copiosamente y la posterior limpieza se hubiera hecho sin cuidado y con prisas. La acritud le hizo vacilar, lo suficiente para verse asaltado por una algarabía insólita, mezcla de lo rutinario y lo surrealista. Un hombre gritaba palabras ininteligibles desde alguna área de detención fuera de la vista, palabras que parecían reverberar incongruentemente en el vestíbulo, donde una mujer hecha un basilisco sostenía a un niño lloroso frente al ancho mostrador de madera del sargento de guardia a la vez que le soltaba imprecaciones en un español graneado.

A su lado pasaban policías con la camisa azul empapada de sudor, y sus pistoleras de cuero hacían un extraño contrapunto al crujido de sus relucientes zapatos negros. Un teléfono sonó en alguna parte, pero nadie contestó. Había idas y venidas, risas y lágrimas, todo ello salpicado de juramentos de agentes bruscos o de los visitantes esporádicos, algunos de ellos esposados, que eran conducidos bajo los fluorescentes implacables de la recepción.

Ricky cruzó la puerta, confundido por todo lo que veía y oía, nada seguro de lo que debía hacer. Un policía le rozó al pasar veloz a su lado mientras decía «Quita de en medio», lo que le hizo apartarse de golpe, como si hubieran tirado de él con una cuerda.

La mujer del mostrador levantó un puño y lo blandió ante el sargento de guardia con un torrente final de palabras que fluyeron como una sólida muralla de improperios y, tras dar al niño una sacudida para que se volviera, se giró con el entrecejo fruncido y, al salir, empujó a Ricky como si fuera tan insignificante como una cucaracha. Ricky se recompuso y se acercó al sargento. Alguien había grabado a escondidas JODT en la madera del mostrador, una opinión que, al parecer, nadie se había molestado en borrar.

– Disculpe -empezó Ricky, pero fue interrumpido.

– Nadie pide disculpas realmente. Lo dicen, pero nunca es de verdad. Pero qué caray, yo escucho a todo el mundo. Así que, ¿por qué pide disculpas?

– No me ha entendido bien. Lo que quería decir es…

– Nadie dice lo que quiere decir. Eso es algo importante que te enseña la vida. Todo iría mejor si más gente lo aprendiera.

El sargento debía de tener cuarenta y pocos años y exhibía una sonrisa indiferente que parecía indicar que, llegado a este punto de su vida, ya había visto todo lo que valla la pena ver. Era un hombre fornido, de cuello ancho, de culturista, y un cabello negro y lacio que llevaba peinado hacia atrás. El mostrador estaba lleno de formularios e informes de incidentes, dispuestos, al parecer, sin orden ni concierto. De vez en cuando agarraba un par y los grapaba con un puñetazo que propinaba a la anticuada grapadora antes de lanzarlos a una bandeja metálica de rejilla.

– Si me lo permite, volveré a empezar -dijo finalmente Ricky con brusquedad.

El sargento sonrió de nuevo sacudiendo la cabeza.

– Nadie puede volver a empezar, por lo menos que yo sepa.

Todos decimos que queremos encontrar una manera de empezar la vida de nuevo, pero las cosas no son así. Pero qué caray, pruebe. Quizá sea el primero. A ver, ¿en qué puedo ayudarle?

– Hoy ha habido un incidente en la parada de metro de la calle Noventa y dos. Un hombre se ha caído…

– Saltó, he oído. ¿Es usted un testigo?

– No. Pero conocía a ese hombre, creo. Era su médico. Necesito información…

– Médico, ¿eh? ¿Qué clase de médico?

– Seguía un tratamiento psicoanalítico conmigo.

– ¿Es psiquiatra?

Ricky asintió.

– Un trabajo interesante -comentó el policía-. ¿Usa un diván de esos?

– Exacto.

– ¿De veras? ¿Y la gente todavía tiene cosas que contar? En mi caso, me parece que me echaría una siesta en cuanto recostara la cabeza. Un bostezo y me quedaría frito. Pero la gente habla mucho, ¿verdad?

– A veces.

– Genial. Bueno, hay uno que ya no hablará más. Será mejor que hable con quien lleva el caso. Cruce la puerta doble, siga el pasillo, la oficina queda a la izquierda. Se lo han dado al detective Riggins. O lo que quedaba de él después de que el expreso de la Octava Avenida pasara por la estación de la calle Noventa y dos a casi cien kilómetros por hora. Si quiere detalles, ahí se los darán.

Hable con Riggins.

El policía señaló un par de puertas que daban a las entrañas de la comisaría. En ese momento, Ricky oyó cómo un sonido creciente surgía de algún lugar que parecía situado debajo y encima de ellos alternativamente. El sargento sonrió.

– Ese tío me va a destrozar los nervios antes de que acabe mi turno -comentó, y se volvió para recoger un fajo de papeles y lo grapó, produciendo un ruido parecido a un disparo-. Si no se calla, lo más probable es que yo mismo precise un psiquiatra al final de la noche. Lo que usted necesita, doctor, es un diván portátil.

Se rió e hizo un movimiento con la mano para alejar a Ricky en la dirección correcta, y la brisa que levantó hizo vibrar los papeles.

A la izquierda había una puerta con el rótulo DETECTIVES.

Ricky Starks la empujó para entrar en un despacho pequeño con mesas deprimentes de metal gris y la misma iluminación hiriente.

Parpadeó un instante, como si el resplandor le escociera los ojos como agua salada. Un detective con camisa blanca y corbata roja sentado a la mesa más cercana lo miró.

– ¿Qué quiere?

– ¿Detective Riggins?

– No, no soy yo. -Sacudió la cabeza-. Está allí, hablando con el último testigo del hombre que se ha suicidado hoy.

Ricky miró al otro lado de la habitación y vio a una mujer de mediana edad con una camisa de hombre azul celeste y una corbata de seda a rayas con el nudo muy suelto, más como una soga alrededor del cuello que otra cosa, unos pantalones grises que parecían fundirse con la decoración y unas incongruentes zapatillas de deporte blancas con una banda naranja iridiscente. Llevaba el cabello rubio oscuro recogido con severidad en una coleta, lo que la hacía parecer un poco mayor de los treinta y cinco años que Ricky podría haberle dado. Tenía unas diminutas patas de gallo. La mujer estaba hablando con dos muchachos negros que vestían vaqueros exageradamente holgados y gorras colocadas en un ángulo extraño, como si se las hubieran pegado torcidas a la cabeza. Si Ricky hubiese estado un poco más al corriente de las cuestiones mundanas, habría reconocido la moda del momento, pero sólo pensó que su aspecto era extraño y un poco inquietante. Si se hubiese encontrado a ese par en la calle, sin duda se habría asustado.

El detective que estaba sentado frente a él le preguntó de golpe:

– ¿Ha venido por el hombre que se ha suicidado hoy en el metro?

Ricky asintió. El hombre descolgó el teléfono y señaló unas sillas junto a una pared de la oficina. En una de ellas había una mujer desaliñada y sucia de edad indefinida, cuyo cabello plateado e hirsuto parecía explotarle en múltiples direcciones y que al parecer hablaba sola. La mujer llevaba un abrigo raído que no dejaba de ceñirse cada vez con más fuerza, y se balanceaba levemente en el asiento, como siguiendo el compás de la electricidad que le invadía el cuerpo. El diagnóstico de Ricky fue inmediato: indigente y esquizofrénica. No había atendido profesionalmente a nadie con su afección desde sus días de universidad, aunque a lo largo de los años se había cruzado con muchas personas parecidas que caminaban por las calles como casi cualquier otro neoyorquino. En los últimos años, el número de indigentes en la calle parecía haber disminuido, pero Ricky suponía que simplemente los habían enviado a otras ubicaciones en una maniobra política destinada a lograr que los turistas entusiastas y las personas acomodadas y adineradas que transitaban el centro de la ciudad no tuvieran que verlos con tanta frecuencia.

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