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Ricky quería replicar, pero contuvo el enojo que sentía.

– ¿Podría darme su tarjeta, detective? Por si necesitara ponerme en contacto con usted -pidió con frialdad.

– Por supuesto. Llámeme cuando quiera -contestó con un tono despectivo que daba a entender justo lo contrario.

Le entregó una tarjeta con una leve floritura.

Ricky se la guardó en el bolsillo sin mirarla y se levantó para marcharse. Cruzó deprisa la oficina y no miró atrás hasta cruzar la puerta. Entonces vio a la detective Riggins encorvada sobre una máquina de escribir anticuada, empezando su informe sobre la muerte al parecer intrascendente de Roger Zimmerman.

6

Ricky Starks cerró de un golpe la puerta de su casa al entrar. El ruido retumbó en sus oídos y resonó en el rellano vacío y poco iluminado de la escalera. Giró la llave en el doble cerrojo de la puerta principal que tan pocas veces usaba. Movió el picaporte para asegurarse. Después, inseguro de que bastara con los cerrojos, atrancó una silla contra la puerta a modo de anticuado refuerzo.

Le costó refrenarse para no amontonar también el escritorio, cajas, estanterías, todo lo que tuviera a mano, contra la puerta para atrincherarse dentro. El sudor le escocía los ojos y, aunque el aire acondicionado zumbaba afanoso fuera de la ventana de la consulta, sentía oleadas repentinas de calor. Un soldado, un policía, un piloto, un montañista, cualquiera versado en las diversas vertientes del peligro, las habría reconocido como lo que eran: ataques de pánico. Pero Ricky se había pasado tantos años apartado de todos esos extremos que desconocía hasta los signos más evidentes.

Se alejó de la puerta y contempló su casa. Una tenue luz sobre la puerta proyectaba unas extrañas sombras en los rincones de la sala de espera. Oyó el aire acondicionado y, más allá, los ruidos apagados de la calle, pero aparte de eso, sólo un silencio agobiante.

La puerta de la consulta estaba abierta. De pronto tuvo la sensación de que, cuando había dejado el refugio de su hogar esa tarde minutos después de la visita de Virgil, había cerrado esa puerta tras él, como era su costumbre. La aprensión le carcomió y lo llenó de dudas. Contempló la puerta abierta mientras trataba de recordar con desesperación sus pasos exactos al irse.

Se vio poniéndose la corbata y la chaqueta, inclinándose para anudarse los cordones de los zapatos, dándose unas palmaditas en los bolsillos para comprobar que llevaba la cartera y las llaves. Se vio cruzando el piso y saliendo por la puerta principal, esperando a que bajara el ascensor del tercer piso, saliendo a la calle, donde el bochorno seguía. Todo esto estaba de lo más claro. No había sido una salida distinta a millares de otras en millares de días. Fue a la vuelta cuando todo parecía torcido o algo deforme, como ver su imagen reflejada en un espejo de feria, distorsionada por mucho que uno se contorneara y girara.

«¿Cerraste esta puerta?», gritó para sus adentros. Se mordió el labio, frustrado, y procuró recordar el tacto del pomo en la mano, el ruido de la puerta al cerrarse a su espalda. El recuerdo le eludió, y permaneció inmóvil, incapaz de recordar ese simple acto cotidiano. Y entonces se hizo una pregunta aún peor, aunque todavía no se percató demasiado de ello: «¿Por qué no puedes recordarlo?».

Inspiró hondo y se tranquilizó pensando que debió de dejarla abierta por descuido.

Pero siguió sin moverse. De repente se sintió desfallecer. Casi como si se hubiese estado peleando, o al menos, lo que imaginaba que seria pelear con alguien, porque de golpe cayó en la cuenta de que nunca se había peleado con nadie, aparte de las esporádicas peleas de adolescentes que parecían increíblemente distantes en el tiempo.

La oscuridad parecía burlarse de él. Aguzó el oído hacia la habitación oscura. «Ahí dentro no hay nadie», se aseguró. Pero como si quisiera subrayar la mentira, dijo en voz alta:

– ¿Hola?

El sonido de esa única palabra pronunciada en aquel reducido espacio tensó a Ricky. Lo invadió la sensación de estar haciendo el ridículo. Se dijo que un niño se asustaba de las sombras, no un adulto. En particular, uno como él, que había pasado toda su vida adulta tratando con secretos y terrores ocultos.

Avanzó intentando recobrar la compostura. Se recordó que estaba en casa. Estaba a salvo.

Aun así, quiso encender la luz deprisa mientras vacilaba en el penumbroso umbral y palpó la pared con la mano hasta encontrar el interruptor, que accionó al instante.

No pasó nada. La negrura de la habitación permaneció intacta.

Soltó un grito ahogado. Pulsó el interruptor varias veces, como sí se negara a admitir que no había luz en la habitación.

– ¡Por todos los demonios! -maldijo en voz alta, pero no entró.

En lugar de eso, esperó a que los ojos se le acostumbraran a la penumbra, sin dejar de escuchar atentamente para intentar captar cualquier ruido revelador de que no estaba solo. Se tranquilizó pensando que, cuando se tenía una experiencia inquietante como le había pasado a él esa tarde, la mente jugaba toda clase de malas pasadas. Aun así, esperó unos segundos hasta que pudo distinguir la habitación oscura y la recorrió con los ojos varias veces.

Luego cruzó el reducido espacio en dirección a la mesa y la lámpara que había en un rincón. No se sentía distinto a un ciego, con las manos extendidas delante para intentar detectar obstáculos en un lugar donde no había ninguno. Al calcular mal la distancia se dio un buen golpe en la rodilla contra la mesa, lo que desató un torrente de improperios: varios «mierda» y «coño» y un solo «joder», nada propios de Ricky, quien antes de los acontecimientos de aquel día rara vez soltaba un juramento.

Rodeó con cuidado la mesa, encontró por fin la lámpara con la mano y, con un suspiro de alivio, accionó el interruptor.

Tampoco funcionaba.

Ricky se agarró a la mesa para tranquilizarse. Se dijo que probablemente se trataba de algún tipo de apagón, debido al calor y la demanda de electricidad de la ciudad, pero por la ventana podía ver que las farolas de la calle brillaban, y el aire acondicionado seguía zumbando alegremente. Se dijo entonces que no era imposible que dos bombillas se fundiesen a la vez. Poco probable, pero posible.

Con una mano en la mesa, se volvió hacia la tercera lámpara que tenía en la consulta. Era una lámpara de pie negra, de hierro fundido, que su mujer había comprado varios años atrás para llevar a su casa de veraneo en Wellfleet, pero de la que él se había adueñado para el rincón de su consulta, tras su butaca, a la cabeza del diván. La utilizaba para leer y, los días oscuros y lluviosos, para aligerar la habitación de la penumbra de la ciudad, de modo que la climatología no influyese demasiado en los pacientes. Se encontraba a unos cuatro metros de la lámpara, una distancia que ahora le pareció mucho mayor. Visualizó la consulta, sabiendo que lo separaban sólo unos cuantos pasos y no había nada entre él y su butaca, y que, una vez ahí, encontraría la lámpara. Deseó que entrara más luz de la calle por las ventanas, pero la poca que había parecía detenerse en el cristal, como si no fuera capaz de penetrar en la habitación. «Cuatro pasos -se dijo-. Y no te golpees la rodilla con la butaca.»

Avanzó con cuidado, palpando el vacío con los brazos extendidos. Doblaba la cintura un poco y alargaba las manos en busca Á del tacto tranquilizador de su vieja butaca de piel. Pareció tardar más de lo que había imaginado, pero la butaca estaba donde siempre, y encontró el brazo, el respaldo, y ocupó el asiento de piel con un crujido acogedor que agradeció. Localizó con las manos la mesita donde tenía el dietario y el reloj, y alargó la mano hacia la lámpara situada detrás. El conmutador estaba justo debajo de la bombilla y lo buscó a tientas hasta encontrarlo. La encendió con un tirón decidido.

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