– ¿Hola? -dijo, aunque era evidente que no había nadie que pudiera oírlo.
Arrugó la frente sorprendido y se ajustó las gafas de montura metálica sobre la nariz.
– Curioso -afirmó en voz alta.
Y entonces vio el sobre que alguien había dejado en el asiento de la única silla que había para los pacientes que esperaban. Soltó el aire despacio, sacudió la cabeza y pensó que eso era algo demasiado melodramático, incluso para sus actuales pacientes.
Se acercó y recogió el sobre. Tenía su nombre mecanografiado.
– Qué extraño -musitó.
Dudó antes de abrir la carta, que levantó a la altura de la frente como haría alguien que quisiera demostrar sus poderes mentales en un número de variedades, intentando adivinar cuál de sus pacientes la habría dejado. Pero era un acto inusual. A todos les gustaba expresar quejas sobre sus supuestas deficiencias e incompetencia de forma directa y con frecuencia, lo que, aunque molesto a veces, formaba parte del proceso.
Abrió el sobre y extrajo dos hojas mecanografiadas. Leyó sólo la primera línea:
Feliz 530 cumpleaños, doctor. Bienvenido al primer día de su muerte.
Inspiró hondo. El aire cargado del piso parecía marearlo, y apoyó la mano contra la pared para no perder el equilibrio.
El doctor Frederick Starks, un hombre dedicado profesionalmente a la introspección, vivía solo, perseguido por los recuerdos de otras personas.
Se dirigió a su pequeño escritorio de arce, una antigüedad que su esposa le había regalado quince años atrás. Ella había muerto hacía tres años, y cuando se sentó tras la mesa le pareció que todavía podía oír su voz. Extendió las dos hojas de la carta delante de él, en el cartapacio. Pensó que había pasado una década desde la última vez que había sentido miedo, y en aquella ocasión se había tratado del diagnóstico que el oncólogo hizo a su mujer. Ahora, el renovado sabor seco y ácido en su boca era tan desagradable como la aceleración de su corazón, que sentía desbocado en el pecho.
Dedicó unos segundos a intentar sosegar sus rápidos latidos y esperó con paciencia hasta notar que recuperaba su ritmo habitual. Era muy consciente de su soledad en ese momento, y detestó la vulnerabilidad que esa soledad le provocaba.
Ricky Starks -no solía dejar que nadie supiera cuánto prefería el sonido afable y amistoso de la abreviación informal al más sonoro Frederick- era un hombre rutinario y ordenado. Su minuciosidad y formalidad rozaban sin duda la obsesión; creía que imponer tanta disciplina a su vida cotidiana era la única forma segura de intentar interpretar el desconcierto y el caos que sus pacientes le acercaban a diario. No era espectacular físicamente: no llegaba al metro ochenta, con un cuerpo delgado y ascético al que contribuía una caminata diaria a la hora del almuerzo y una negativa férrea a darse el gusto de tomar los dulces y los helados que en secreto le encantaban.
Llevaba gafas, algo habitual en un hombre de su edad, aunque se enorgullecía de que su graduación siguiera siendo mínima.
También se sentía orgulloso de que el cabello, aunque menos abundante, todavía le cubriese la cabeza como trigo en una pradera. Ya no fumaba, y tomaba sólo un ocasional vaso de vino alguna que otra noche para conciliar mejor el sueño. Era un hombre acostumbrado a su soledad, y no lo desanimaba comer solo en un restaurante ni ir a un espectáculo de Broadway o al cine sin compañía. Consideraba que tanto su cuerpo como su mente estaban en excelentes condiciones. La mayor parte de los días se sentía mucho más joven de lo que era. Pero no se le escapaba que el año que acababa de empezar era el mismo que su padre no había logrado superar, y a pesar de la falta de lógica de esta observación pensaba que él tampoco sobreviviría a los cincuenta y tres, como si tal cosa fuera injusta o, de algún modo, inadecuada. Sin embargo, en contradicción consigo mismo, mientras contemplaba de nuevo las primeras palabras de la carta, pensó que todavía no estaba preparado para morir. Entonces siguió leyendo, despacio, deteniéndose en cada frase, dejando que el terror y la inquietud arraigaran en él.
Pertenezco a algún momento de su pasado.
Usted arruinó mi vida. Quizá no sepa cómo, por qué o cuándo, pero lo hizo. Llenó todos mis instantes de desastre y tristeza. Arruiné mi vida. Y ahora estoy decidido a arruinar la suya.
Ricky Starks inspiró hondo otra vez. Vivía en un mundo donde las amenazas y las promesas falsas eran corrientes, pero aquellas palabras sonaban muy distintas de las divagaciones atroces que estaba acostumbrado a oír a diario.
Al principio pensé que debería matarlo para ajustarle las cuentas, sencillamente. Pero me di cuenta de que eso era demasiado sencillo. Es un objetivo patéticamente fácil, doctor. De día, no cierra las puertas con llave. Da siempre el mismo paseo por la misma ruta de lunes a viernes. Los fines de semana sigue siendo de lo más predecible, hasta la salida del domingo por la mañana para comprar el Times y tomar un bollo y un café con dos terrones de azúcar y sin leche en el moderno bar situado dos calles más abajo de su casa.
Demasiado fácil. Acecharlo y matarlo no habría supuesto ningún desafío. Y, dada la facilidad de ese asesinato, no estaba seguro de que me proporcionara la satisfacción necesaria. He decidido que prefiero que se suicide.
Ricky Starks se movió incómodo en el asiento. Podía notar el calor que desprendían las palabras, como el fuego de una estufa de leña que le acariciara la frente y las mejillas. Tenía los labios secos y se los humedeció en vano con la lengua.
Suicídese, doctor.
Tírese desde un puente. Vuélese la tapa de los sesos con una pistola. Arrójese bajo un autobús. Láncese a las vías del metro. Abra el gas de la estufa. Encuentre una buena viga y ahórquese. Puede elegir el método que quiera.
Pero es su mejor oportunidad.
Su suicidio será mucho más adecuado, dadas las circunstancias de nuestra relación. Y, sin duda, una manera más satisfactoria de que pague lo que me debe.
Verá, vamos a jugar a lo siguiente: tiene exactamente quince días, a partir de mañana a las seis de la mañana, para descubrir quién soy. Si lo consigue, tendrá que poner uno de esos pequeños anuncios a una columna que salen en la parre inferior de la portada del New York Times y publicar en él mi nombre. Eso es todo: publique mi nombre.
Si no lo hace… Bueno, ahora viene lo divertido. Observará que en la segunda hoja de esta carta aparecen los nombres de cincuenta y dos parientes suyos. Su edad comprende desde un bebé de seis meses, hijo de su sobrino, hasta su primo, el inversor de Wall Street y extraordinario capitalista, que es tan soso y aburrido como usted. Si no logra poner el anuncio según lo descrito, tiene una opción: suicidarse de inmediato o me encargaré de destruir a una de estas personas inocentes.
Destruir.
Una palabra muy interesante. Podría significar la bancarrota financiera. Podría significar la ruina social. Podría significar la violación psicológica.
También podría significar el asesinato. Es algo que deberá preguntarse. Podría ser alguien joven o alguien viejo. Hombre o mujer. Rico o pobre. Lo único que le prometo es que será la clase de hecho que ellos -sus seres queridos- no superarán nunca, por muchos años que hagan psicoanálisis.
Y usted vivirá hasta el último segundo del último minuto que le quede en este mundo sabiendo que fue el único responsable.
Salvo, por supuesto, que adopte la postura más honorable y se suicide para salvar así de su destino al objetivo que he elegido.
Tiene que decidir entre mi nombre o su necrológica. En el mismo periódico, por supuesto.
Como prueba de mi alcance y del extremo de mi planificación, me he puesto en contacto hoy con uno de los nombres de la lista con un mensaje muy modesto. Le insto a pasar el resto de esta tarde averiguando quién ha sido el destinatario y cómo. Así por la mañana podrá empezar, sin demora, la tarea que le espera.