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– Tenga -dijo Ricky-. No lo necesito.

– Gracias, señor, gracias -contestó el menesteroso-. Que Dios le bendiga.

Ricky lo observó un momento y vio llagas en sus manos y lesiones que le marcaban la cara medio ocultas por una barba raquítica. Suciedad, mugre, harapos. Con estragos debidos a las calles y a la enfermedad mental, el hombre podría tener cualquier edad entre cuarenta y sesenta años.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Ricky.

– Si, señor. Si, señor. Gracias. Que Dios le bendiga por su generosidad. Que Dios le bendiga. ¿Tiene calderilla? -El indigente había girado la cabeza hacia otra persona que salía de la estación-. ¿Tiene calderilla?

Repetía el estribillo sin prestar atención a Ricky, que seguía de pie frente a él.

– ¿De dónde es? -le preguntó Ricky.

El vagabundo lo observó con repentina desconfianza.

– De aquí -afirmó con cautela señalando su lado de la acera-.

De allá -añadió, señalando el otro lado de la calle-. De todas partes -concluyó haciendo un círculo con los brazos alrededor de la cabeza.

– ¿Dónde está su hogar?

El hombre se señaló la frente. Eso tenía sentido para Ricky.

– Bueno, pues, que le vaya bien -dijo Ricky.

– Sí, señor. Sí, señor. Que Dios le bendiga. -Y retomó su letanía el hombre-: ¿Tiene calderilla?

Ricky se alejó y, de repente, se preguntó si habría condenado a ese indigente por el mero hecho de hablar con él. Se dirigió hacia la parada de taxis. ¿Acaso todas las personas con las que se relacionase se convertirían en un blanco? Le había sucedido a la detective, podía haberle ocurrido a Lewis. Y Zimmerman. Un herido, un desaparecido, un muerto.

«Si tuviera un amigo, no podría llamarlo -pensó-. Si tuviera una amante, no podría ir a verla. Si tuviera un abogado, no podría pedirle hora. Si tuviera dolor de muelas, ni siquiera podría ir a que me pusieran un empaste sin poner en peligro al dentista. Las personas a quienes toco se convierten en vulnerables.»

Ricky se detuvo en la acera y se observó las manos.

«Veneno -pensó-. Me he convertido en veneno.»

Abatido por esa idea, pasó de largo la fila de taxis que esperaban. Siguió por la ciudad en dirección a Park Avenue. Los ruidos y el ajetreo de la ciudad, un movimiento y un sonido incesantes, no lo alcanzaban, de modo que avanzaba en lo que le parecía un silencio absoluto, ajeno al mundo que lo rodeaba, mientras era como sí su propio mundo se redujera con cada paso que daba. Estaba a unas sesenta manzanas de su casa y las recorrió todas apenas consciente de haber respirado siquiera durante el trayecto.

Se encerró en su casa y se desplomó en la butaca de su consulta.

Ahí pasó el resto del día y toda la noche, temeroso de salir, temeroso de estarse quieto, temeroso de recordar, temeroso de dejar la mente en blanco, temeroso de estar despierto, temeroso de dormir.

Debió de haber echado una cabezada en algún momento hacia la madrugada porque, cuando se despertó, el día ya brillaba en las ventanas. Tenía el cuello rígido y todas las articulaciones le crujieron irritadas por haber pasado la noche sentado. Se levantó con cuidado y fue al cuarto de baño, donde se cepilló los dientes y se mojó la cara. Se miró un momento en el espejo y observó que la tensión parecía haber dejado huella en todas sus líneas y ángulos. Pensó que desde los últimos días de su mujer no había tenido un aspecto tan cercano a la desesperación, sentimiento que, según admitió compungido, era el más parecido emocionalmente a la muerte.

El calendario con la equis en la mesa ya tenía más de dos terceras partes llenas.

Marcó otra vez el número del doctor Lewis en Rhinebeck, en vano. Llamó a información de esa zona, pensando que tal vez tuviera un nuevo teléfono, pero no logró nada. Pensó en llamar al hospital o al depósito de cadáveres para averiguar qué era cierto y qué era falso, pero se abstuvo. No estaba seguro de querer saber la respuesta.

Lo único a lo que podía aferrarse era un comentario que había hecho Lewis durante su conversación. Todo lo que Rumplestiltskin estaba haciendo era, al parecer, para acercar más a Ricky hacia él.

Pero Ricky no podía imaginar con qué fin, aparte de la muerte.

El Times estaba frente a su puerta, lo recogió y vio su pregunta en la parte inferior de la portada, junto a un anuncio que pedía hombres para un experimento sobre la impotencia. El rellano de su casa estaba silencioso y vacío. Era un espacio poco iluminado, polvoriento. El único ascensor pasó de largo con un crujido. Las demás puertas, pintadas todas de negro con un número dorado en el centro, estaban cerradas. Supuso que la mayoría de los inquilinos estaría de vacaciones.

Repasó con rapidez las páginas del periódico, con cierta esperanza de que la respuesta estuviera en su interior porque, después de todo, Merlin había oído la pregunta y seguramente la habría transmitido a su jefe. Pero no encontró ningún indicio de Rumplestiltskin en el periódico. No le sorprendió. No le parecía probable que usara la misma técnica dos veces, porque eso lo haría más vulnerable, tal vez más reconocible.

La idea de tener que esperar la respuesta veinticuatro horas le resultaba agobiante. Sabía que tenía que avanzar incluso sin ayuda. Lo único que le pareció viable fue intentar encontrar los historiales de las personas que atendió en la clínica donde había trabajado tan poco tiempo veinte años atrás. Era una posibilidad muy remota pero, por lo menos, le daría la impresión de que estaba haciendo algo más que esperar que venciera el plazo. Se vistió deprisa y se dirigió a la puerta de su piso. Pero una vez estuvo con la mano en el pomo, a punto de salir, se detuvo. Una oleada repentina de ansiedad le recorrió el cuerpo; el corazón se le aceleró y las sienes empezaron a palpitarle. Era como si un calor insoportable le hubiese traspasado hasta el centro de su cuerpo. Una parte de él le gritaba advirtiéndole que no saliera, que fuera de su casa no estaba seguro. Por un instante, le hizo caso y retrocedió.

Inspiró hondo para intentar controlar este pánico desmedido.

Reconoció lo que le estaba pasando. Había tratado a muchos pacientes con ataques de ansiedad parecidos. En el mercado había Xanax, Prozac y antidepresivos de toda clase, y a pesar de su renuencia a recetar, se había visto obligado a hacerlo en más de una ocasión.

Se mordió el labio inferior al comprender que una cosa es tratar algo y otra vivirlo. Se alejó otro paso de la puerta con la mirada puesta en la hoja mientras imaginaba lo que había al otro lado, tal vez en el rellano, sin duda en la calle, donde le esperaban todo tipo de terrores. Había demonios aguardándole en la acera, como una muchedumbre enfurecida. Un oscuro viento parecía envolverlo y pensó que, si salía, seguramente moriría.

En ese instante fue como si todos los músculos le gritaran que retrocediera, que se refugiara en la consulta y se escondiera.

Clínicamente, conocía la naturaleza de su pánico.

La realidad, sin embargo, era mucho más dura.

Combatió el impulso de retroceder y notó cómo sus músculos se tensaban y se quejaban, igual que cuando uno tiene que levantar algo muy pesado del suelo y se produce esa medición instantánea de la fuerza frente al peso, términos de una ecuación que da como resultado levantarlo y transportarlo o dejarlo en el suelo.

Éste era uno de esos momentos para Ricky, y necesitó hasta el último ápice de voluntad para superar la sensación de miedo total y absoluto.

Como un paracaidista que se lanza a la oscuridad sobre territorio enemigo, logró obligarse a abrir la puerta y salir. Dar ese paso le resultó casi doloroso.

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