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Tenía el estómago algo revuelto, y supo que obedecía a la decepción mezclada con una rabia desenfrenada.

Ricky, tiempo atrás un hombre introspectivo, comprobó que su arma estuviera bien cargada mientras pensaba que el único plan posible era el enfrentamiento, que es un enfoque que se define a sí mismo, y comprendió que se estaba acercando con rapidez a uno de esos momentos en que el pensamiento y la acción se funden. Corrió a través de la oscuridad y sus zapatillas resonaban en el asfalto para incorporarse a los sonidos de aquel paisaje nocturno: una zarigüeya que escarbaba en la maleza, el zumbido de los insectos en un campo cercano… Deseó formar parte del aire.

«¿Vas a matar a alguien esta noche?», se preguntó mientras corría.

No conocía la respuesta.

Entonces se preguntó: «¿Estás dispuesto a matar a alguien esta noche?».

Esta pregunta parecía más fácil de contestar. Supo que una gran parte de él estaba preparada para hacerlo. Era la parte que había construido durante meses a partir de trocitos de identidad después de que le hubieran arruinado la vida. La parte que había estudiado en la biblioteca local todos los métodos asesinos y violentos y que había adquirido experiencia en el local de tiro. La parte inventada.

Se detuvo en seco al llegar al camino de entrada a la casa. En su interior estaba el teléfono con el número que había reconocido.

Recordó por un momento haber ido ahí casi un año antes, expectante y casi aterrado, con la esperanza de alguna clase de ayuda, desesperado por conseguir cualquier tipo de respuestas. «Estaban aquí, esperándome -pensó-, ocultas bajo mentiras. Pero no logré verlas. Jamás se me ocurrió que el hombre que consideraba mi mejor ayuda resultara ser el hombre que quería matarme.»

Desde el camino vio, como esperaba, una luz solitaria en el estudio.

«Sabe que vengo a verle -pensó-. Virgil y Merlin, que podrían ayudarle, siguen en Nueva York.» Aunque hubieran conducido sin parar a toda velocidad desde la ciudad, todavía estarían a una hora larga de distancia. Avanzó y oyó el ruido de sus pies en la grava del camino. Quizás él sabía que Ricky estaba ahí fuera, así que miró alrededor buscando un modo de entrar a escondidas. Pero no estaba seguro de que el elemento sorpresa fuera necesario.

Así que, en lugar de eso, empuñó la pistola y la amartilló. Quitó el seguro y caminó con tranquilidad hacia la puerta principal, como haría un vecino simpático en medio de una tarde de verano.

No llamó a la puerta, sino que giró el picaporte sin más. Como imaginaba, estaba abierta.

Tras entrar, oyó una voz en el estudio, a su derecha.

– Aquí, Ricky.

Levantó la pistola, preparado para disparar, y avanzó hacia la luz que salía por la puerta.

– Hola, Ricky. Tienes suerte de estar vivo.

– Hola, doctor Lewis. -El anciano estaba de pie detrás de la mesa con las manos apoyadas sobre su superficie, inclinado y expectante-. ¿Lo mato ahora o quizá de aquí a unos minutos? -preguntó Ricky con voz inexpresiva, tratando de contener la rabia.

– Supongo que tendrías motivos para disparar en ciertos ámbitos -sonrió el viejo psicoanalista-. Pero quieres respuestas para ciertas preguntas y he esperado esta larga noche para contestar a lo que pueda. Eso es, al fin y al cabo, lo que hacemos, ¿no es así, Ricky? Contestar preguntas.

– Quizá lo hice antes -dijo Ricky-. Pero ya no.

Apuntó al hombre que había sido su mentor. Al hombre que le había formado. El doctor Lewis pareció un poco sorprendido.

– ¿De veras has venido hasta aquí sólo para matarme? -preguntó.

– Si -mintió Ricky.

– Adelante, pues.

El anciano le miraba fijamente.

– Rumplestiltskin siempre ha sido usted -dijo Ricky.

– No, te equivocas -repuso Lewis a la vez que sacudía la cabeza-. Pero yo soy quien lo creó. Por lo menos en parte.

Ricky se desplazó a un lado, adentrándose más en el estudio sin dejar de dar la espalda a la pared. Las mismas estanterías. Las mismas obras de arte. Por un instante, casi pudo creer que el año transcurrido entre las dos visitas no había existido. Era un lugar frío, que parecía reflejar neutralidad y una personalidad opaca; nada en las paredes ni en la mesa que revelara algo sobre el hombre que ocupaba el estudio, lo que, como Ricky pensó de modo sombrío, seguramente lo decía todo. No se precisa un diploma en la pared para acreditar que se es perverso. Se preguntó cómo no se había dado cuenta antes. Hizo un gesto con el arma para indicarle que se sentara en la silla giratoria de piel.

El doctor Lewis se dejó caer en ella con un suspiro.

– Me estoy haciendo viejo y ya no tengo la energía de antes -dijo con aspereza.

– Ponga las manos donde pueda verlas -exigió Ricky.

El anciano levantó las manos y se dio unos golpecitos en la frente con el dedo índice.

– Las manos no son lo verdaderamente peligroso, Ricky. Ya deberías saberlo. Lo verdaderamente peligroso es lo que tenemos en la cabeza.

– Tiempo atrás podría haber coincidido con usted, doctor, pero ahora tengo mis dudas. Y una confianza absoluta en este chisme, que, por si no lo sabe, es una Ruger semiautomática. Dispara a gran velocidad balas de punta hueca. El cargador contiene quince balas, cada una de las cuales le arrancará una parte del cráneo, incluso la que acaba de señalarse, y le matará con rapidez.

¿Y sabe qué es lo realmente enigmático de esta arma, doctor?

– ¿Qué?

– Que está en manos de un hombre que ya murió una vez. Que ya no existe en este mundo. Debería considerar las implicaciones de esa circunstancia existencial, ¿no cree?

El doctor Lewis observó el arma por un instante.

– Lo que dices es interesante, Ricky, pero te conozco. Sé cómo eres por dentro. Estuviste en mi diván cuatro veces a la semana durante casi cuatro años. Conozco cada temor. Cada duda. Cada esperanza. Cada sueño. Cada aspiración. Cada ansiedad. Te conozco tan bien como te conoces tú mismo, y puede que mejor, y sé que no eres un asesino. Sólo eres un hombre muy trastornado que tomó algunas decisiones muy malas en su vida. Dudo que un homicidio demuestre lo contrario.

Ricky sacudió la cabeza.

– En su diván estuvo un hombre al que usted conocía como doctor Frederick Starks. Pero él está muerto y a mí no me conoce.

No al nuevo yo. En absoluto.

Dicho esto, disparó.

El tiro retumbó en la pequeña habitación y le ensordeció un momento. La bala pasó por encima de la cabeza de Lewis y dio en una estantería situada detrás. El lomo de un grueso volumen de medicina se partió al recibir el impacto. Era una obra sobre psicología patológica, detalle que casi arrancó una carcajada a Ricky.

Lewis palideció, se tambaleó por un instante y soltó un grito ahogado.

– Dios mío -gimió tras recobrar el equilibrio. Ricky vio algo en sus ojos que no era del todo miedo, sino más bien una sensación de asombro, como si hubiese sucedido algo completamente inesperado-. No creí… -empezó.

Ricky le interrumpió con un ligero movimiento de la pistola.

– Un perro me enseñó a hacer eso.

El doctor Lewis giró un poco la silla y examinó el lugar donde se había incrustado la bala. Soltó un sonido que era a la vez carcajada y grito ahogado, y sacudió la cabeza.

– Menudo disparo, Ricky -comentó despacio-. Muy adecuado. Más cerca de la verdad que de mi cabeza. Quizá quieras tenerlo en cuenta durante los siguientes minutos.

– Deje de ser tan obtuso -dijo Ricky-. Vamos a hablar sobre respuestas. Es extraordinario cómo un arma permite centrarse en las cuestiones importantes. Piense en todas esas horas con todos esos pacientes, incluido yo mismo, doctor. Todas esas mentiras, distracciones, salidas tangenciales y métodos complicados de engaños y rodeos. Todo ese laborioso tiempo dedicado a separar las verdades. ¿Quién habría podido imaginar que las cosas podían volverse sencillas tan deprisa con un objeto como éste? Un poco como el nudo gordiano de Alejandro, ¿no le parece, doctor?

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