«El anonimato es atractivo», penso.
Pero escurridizo. Cada segundo que se obligaba a sentirse cómodo siendo Richard Lively, el personaje vengativo de Frederick Lazarus gritaba órdenes contradictorias. Reanudó los ejercicios físicos y pasó las horas libres perfeccionando su puntería en el local de tiro. A medida que el tiempo seguía mejorando, con el consiguiente calor y estallido de colores, decidió que necesitaba añadir técnicas de prácticas al aire libre a su repertorio, así que se ¡inscribió con el nombre de Frederick Lazarus a un curso de orientación que daba una compañía de excursionismo y cámping.
En cierto sentido se había triangulado a si mismo, del mismo modo en que uno conoce su situación cuando se pierde en el bosque. Tres columnas: la persona que era antes, la persona en que se había convertido y la persona que necesitaba ser.
Por la noche, sentado solo en la penumbra de su habitación alquilada mientras una única lámpara de mesa apenas recortaba las sombras, se preguntó si podría dejar todo atrás. Abandonar cualquier conexión emocional con el pasado y lo que le había ocurrido, y convertirse en un hombre de sencillez absoluta. Vivir de sueldo en sueldo. Obtener placer de la rutina básica. Redefinirse. Dedicarse a pescar o cazar, incluso sólo a leer. Relacionarse con la menor gente posible. Vivir de modo monacal y en una soledad de ermitaño.
Dejar atrás cincuenta y tres años de vida y convencerse de que todo se había reiniciado de cero el día en que había prendido fuego a su casa de Cape Cod. Era algo parecido al zen, y tentador. Podía evaporarse del mundo como un charco de agua un día soleado y caluroso, y elevarse hacia la atmósfera.
Esta posibilidad era casi tan aterradora como su alternativa.
Le pareció que había llegado el momento en que tenía que tomar una decisión. Como para Ulises, su nombre informático, su camino estaba entre Escila y Caribdis. Cada opción tenía costes y riesgos.
Por la noche, en su modesta habitación alquilada de New Hampshire, extendió sobre la cama todas las notas que tenía sobre el hombre que le había obligado a abandonar su vida. Retazos de información, pistas y direcciones que podía seguir. O no.
O bien iba a perseguir al hombre que le había hecho eso, con lo que se arriesgaba a ponerse al descubierto, o bien iba a olvidarse de todo y a llevar la vida que pudiera con lo que ya había establecido. Se sintió un poco como un explorador español del siglo XV contemplando vacilante en la cubierta de una carabela la enorme extensión del océano y acaso un nuevo e incierto mundo más allá del horizonte.
Entre el material diseminado estaban los documentos que se había llevado del lecho de muerte del viejo Tyson en el hospital.
En ellos figuraban los nombres de los padres adoptivos que habían acogido a los tres niños hacia veinte años. Sabía que ése era el paso siguiente.
La decisión era darlo, o no.
Una parte de él insistía en que podía ser feliz como Richard Lively, encargado de mantenimiento. Durham era una ciudad agradable. Sus caseras eran amables.
Pero otra parte de él veía las cosas de otro modo.
El doctor Frederick Starks no se merecía morir. No por lo que había hecho, aunque estuviera mal, en un momento de indecisión y de dudas. Era innegable que podría haberlo hecho mejor con Claire Tyson. Podría haberle tendido la mano y tal vez ayudarla a encontrar una vida que valiera la pena vivir. Desde luego Ricky había tenido esa oportunidad y no la había aprovechado. Rumplestiltskin no se equivocaba en eso. Pero su castigo excedía con creces su culpabilidad.
Y esa idea enfurecía a Ricky.
– Yo no la maté -susurro.
Creía que aquella habitación era tanto un ataúd como un bote salvavidas.
Se preguntó si podría inspirar aire que no supiera a duda.
¿Qué clase de seguridad le ofrecía esconderse para siempre? ¿Sospechar siempre que cualquier persona al otro lado de una ventana era el hombre que lo había llevado al anonimato? Era una idea terrible. El juego de Rumplestiltskin no terminaría nunca para él.
Ricky nunca sabría, nunca estaría seguro, nunca tendría un momento de paz, sin preguntas.
Tenía que encontrar una respuesta.
Tomó los papeles de la cama. Quitó la goma elástica de los documentos de adopción con tanta rapidez que emitió un chasquido.
– Muy bien -se dijo en voz baja a sí mismo y a todos los fantasmas que pudieran estar escuchándolo-. El juego vuelve a empezar.
Los servicios sociales de Nueva York habían colocado a los tres niños en sucesivos hogares de acogida los primeros seis meses tras la muerte de su madre, hasta que los adoptó una pareja que vivía en Nueva Jersey. Un informe de un asistente social afirmaba que había sido difícil colocar a los niños; que salvo en su último y no identificado hogar de acogida, se mostraban indisciplinados, ariscos y groseros en cada lugar. El asistente recomendaba terapia, en especial para el mayor. El informe estaba redactado en un lenguaje sencillo y burocrático con intención de cubrirse las espaldas, sin la clase de detalles que podría haber indicado a Ricky algo sobre el niño que se había convertido en el hombre que había destruido su vida. Averiguó que la Diócesis Episcopal de Nueva York se había encargado de la adopción a través de su ala benéfica. No había constancia de ningún intercambio de dinero, pero Ricky supuso que lo había habido. Había copias de documentos legales de renuncia a todo derecho sobre los niños firmados por el viejo Tyson, y un documento firmado por Daniel Collins durante su estancia en la cárcel, en Texas. Ricky observó la simetría de ese elemento: Daniel Collins había rechazado a sus tres hijos cuando estaba en prisión. Años después, había vuelto a ella bajo la escabrosa batuta de Rumplestiltskin. Ricky pensó que, fuera como fuese que el hombre que había sido rechazado de niño lo hubiera conseguido, debía de haberle proporcionado una satisfacción increíble.
La pareja que había adoptado a los tres niños abandonados eran Howard y Martha Jackson, que vivían en West Windsor, una urbanización de clase media a unos kilómetros de Princeton, pero no se ofrecía más información sobre ellos. Habían adoptado a los tres niños, lo que interesó a Ricky. Cómo habían logrado permanecer juntos suscitaba interrogantes tan poderosos como por qué no los habían separado. Los niños eran Luke, de doce años; Matthew, de once, y Joanna, de nueve. Ricky reparó en que eran nombres bíblicos. Dudaba que esos nombres hubieran seguido relacionados con los niños.
Hizo algunas búsquedas informáticas, pero no obtuvo resultados. Eso lo sorprendió. Le parecía que debería haber alguna información disponible en Internet. Comprobó las páginas blancas electrónicas y encontró muchos Jackson en Nueva Jersey, pero ninguno que encajara con los nombres que aparecían en los documentos.
Sólo tenía la dirección que figuraba en ellos. Y eso significaba que había una puerta a la que podía llamar. Era su única opción.
Se planteó usar el traje de sacerdote y aquella carta falsa sobre el cáncer, pero decidió que ya habían cumplido su misión una vez y que era mejor reservarlos para otra ocasión. En lugar de eso, se dejó crecer una barba irregular. Compró en Internet una identificación falsa de una agencia inexistente de detectives privados.
Otra visita nocturna al departamento de teatro le proporcionó una barriga postiza, una especie de cojín que podía sujetarse bajo la camiseta y que le daba el aspecto de pesar unos veinte kilos más de lo que su esbelta figura pesaba en realidad. Para su alivio, también encontró un traje marrón que se ajustaba a su nueva silueta.
En las cajas de maquillaje consiguió un poco de ayuda adicional.
Metió todos los objetos en una bolsa de plástico y se los llevó a casa. Cuando llegó a su habitación, añadió a la bolsa la pistola semiautomática y dos cargadores.
Alquiló un coche de cuatro años en la agencia Rent-A-Wreck local, que solía trabajar con estudiantes; sin hacer preguntas, el empleado anotó los datos del carné de conducir falso que Ricky le mostró. El siguiente viernes por la noche, cuando terminó su turno en el departamento de mantenimiento, Ricky condujo hacia el sur, hacia Nueva Jersey. Dejó que la noche lo envolviera, mientras los kilómetros zumbaban bajo las ruedas del coche con rapidez y regularidad, siempre a diez kilómetros por hora por encima del limite de velocidad. Cuando bajó la ventanilla, sintió un soplo de aire cálido y pensó que el verano volvía a acercarse con rapidez. Si hubiese estado en la ciudad, habría empezado a conducir a sus pacientes hacia alguna certeza a la que pudieran aferrarse cuando llegaran las vacaciones de agosto. Unas veces lo conseguía, otras no. Recordó sus paseos por la ciudad a finales de la primavera y principios del verano y cómo el estallido de vegetación y flores parecía derrotar las torres de ladrillo y hormigón que constituían Manhattan. En su opinión, era la mejor época de la ciudad, pero efímera, ya que enseguida era sustituida por un calor y una humedad agobiantes. Duraba sólo lo suficiente para ser fascinante.