Unos treinta minutos después de que los últimos faros de automóvil hubiesen pasado a lo lejos, vio que otro coche se acercaba por la carretera. Éste circulaba más despacio, casi vacilante. Con un mínimo matiz de indecisión en la velocidad a que avanzaba.
El brillo se detuvo cerca del camino de entrada a su finca, y luego aceleró y desapareció en una curva a cierta distancia.
Ricky retrocedió más en su escondite.
«Alguien ha encontrado lo que buscaba pero no quiere demostrarlo», pensó.
Siguió esperando. Pasaron veinte minutos de oscuridad total, pero Ricky estaba enroscado como una serpiente, aguardando. Su reloj de pulsera le servía para valorar lo que estaba ocurriendo más allá. Cinco minutos, tiempo suficiente para dejar escondido el coche. Diez minutos para regresar a pie hasta el camino de entrada. Otros cinco para deslizarse en silencio entre los árboles. «Ahora está en la última línea de árboles -pensó-. Observando las ruinas de la casa a distancia prudencial.» Se hundió más en su guarida y se tapó los pies con el capote.
Se armó de paciencia. Notaba cómo la adrenalina le subía a la cabeza y el pulso se le aceleraba como el de un deportista, pero se calmó recitando en silencio pasajes literarios. Dickens: «Era el mejor y el peor de los tiempos». Camus: «Hoy mamá ha muerto.
O tal vez fue ayer, no lo sé». Este recuerdo le hizo sonreír a pesar del miedo que sentía. Le pareció una cita adecuada. Sus ojos se movieron con rapidez para escrutar la oscuridad. Era un poco como abrirlos bajo el agua. Había formas en movimiento pero no eran reconocibles. Aun así, aguardó, porque sabía que su única oportunidad consistía en ver antes de ser visto.
La llovizna había parado por fin, dejando el mundo reluciente y resbaladizo. El frío que había acompañado las tormentas desapareció, y Ricky notaba que un calor húmedo y denso se apoderaba del lugar. Respiraba despacio, temeroso de que la aspereza asmática de cada inspiración pudiera oírse a kilómetros. Observó el cielo y vio el contorno de una nube gris recortada contra el negro mientras surcaba el aire, casi como si la propulsaran unos remeros invisibles. Un poco de luz de luna se coló entre las nubes que pasaban y cayó como una saeta a través de la noche. Ricky miró a derecha e izquierda y vio una forma que se apartaba de los árboles.
Mantuvo los ojos fijos en la figura, cuya silueta distinguió un instante bajo la tenue luz: una forma oscura de un negro más intenso que la noche. En aquel momento, la persona se llevó algo a los ojos y giró despacio, como un vigía en lo alto del mástil de un barco que busca icebergs en las aguas de proa.
Ricky retrocedió aún más y se apretujó contra las ruinas. Se mordió el labio con fuerza, porque supo de inmediato a lo que se enfrentaba: un hombre con prismáticos de visión nocturna.
Se mantuvo inmóvil, sabiendo que el estrafalario conjunto del capote y el sombrero con mosquitera era su mayor defensa.
Eso le permitía confundirse con las tablas carbonizadas y los montones de escombros quemados. Como el camaleón, que cambia de color según la tonalidad de la hoja que ocupa, permaneció en su sitio con la esperanza de no ofrecer el menor indicio de humanidad.
La silueta se movió con sigilo.
Ricky contuvo el aliento. ¿Lo había detectado?
Le costó hasta el último ápice de energía mental no moverse de su sitio. El pánico acuciaba su mente y le gritaba que huyera mientras todavía podía. Pero se contestó que su única posibilidad consistía en hacer lo que estaba haciendo. Después de todo lo que había pasado, tenía que llevar al hombre que se movía entre los árboles hacia él hasta tenerlo al alcance de la mano. La silueta cruzó el campo visual de Ricky en diagonal. Se movía con cautela, despacio pero sin miedo, algo agazapado para ofrecer poco contorno: un depredador experimentado.
Ricky exhaló despacio: aun no lo había visto.
La silueta llegó al antiguo jardín, y Ricky lo vio vacilar. Llevaba algo que le cubría la cabeza, a juego con sus ropas oscuras.
Más parecía parte de la noche que una persona. Volvió a llevarse algo a los ojos, y de nuevo a Ricky lo consumió la tensión cuando los prismáticos de visión nocturna recorrieron las ruinas de la casa donde tiempo atrás había sido feliz. Pero otra vez el capote le convirtió en un escombro más, y el hombre vaciló, como frustrado. Bajó los binoculares de visión nocturna a un costado, como si descartara los alrededores.
Avanzó con más agresividad y se situó en la entrada para escrutar las ruinas. Dio un paso adelante con un ligero tropezón, y Ricky oyó una maldición apagada.
«Sabe que yo debería estar aquí -pensó Ricky-. Pero empieza a tener dudas.«
Apretó los dientes. Sintió un impulso frío, asesino, en su interior. «No estás seguro, ¿verdad? No es lo que esperabas. Y ahora dudas. Sientes duda, frustración y toda esa cólera acumulada por no haberme matado antes, cuando te lo puse tan fácil.
Es una combinación peligrosa, porque te obliga a hacer cosas que normalmente no harías. Estás dejando de tomar precauciones a cada paso y tu incertidumbre se refleja en tus movimientos.
Y ahora, de repente, estás jugando en mi terreno. Porque ahora el doctor Starks te conoce y sabe todo lo que hay en tu cabeza, porque todo lo que sientes, toda esa indecisión y confusión, es habitual en su vida, no en la tuya. Eres un asesino cuyo blanco de pronto no está claro, y todo por culpa del escenario que he organizado.»
Observó la sombra. «Acércate más», dijo en silencio.
El hombre avanzó y tropezó con un pedazo de viga mientras intentaba cruzar una habitación que no conocía.
Se detuvo y dio un puntapié a la viga.
– Doctor Starks -susurró como un actor que pronuncia en escena un secreto que hay que compartir-. Sé que está aquí.
La voz pareció rasgar el aire de la noche.
– Vamos, doctor. Salga. Ha llegado el momento de terminar con esto.
Ricky no se movió. No contestó. Todos sus músculos se tensaron, pero no había pasado años detrás del diván escuchando las afirmaciones más provocadoras y exigentes para caer ahora en la trampa de ese psicópata.
– ¿Dónde está, doctor? -prosiguió el hombre, moviéndose de un lado a otro-. No estaba en la playa. De modo que debe estar aquí, porque es un hombre de palabra. Y aquí es donde dijo que iba a estar.
Avanzó de una sombra a otra. Volvió a tropezar y se golpeó la rodilla con lo que había sido la contrahuella de una escalera.
Maldijo por segunda vez y se enderezó. Ricky pudo ver confusión e irritación mezcladas con frustración en el modo en que se encogía de hombros.
El hombre se volvió a izquierda y derecha una vez más. Luego suspiró.
Cuando habló, lo hizo con resignación:
– Si no está aquí, doctor, ¿dónde coño está?
Se encogió de hombros de nuevo y, por fin, dio la espalda a Ricky. Y en cuanto lo hizo, Ricky sacó la mano con que empuñaba la pistola y, tal como le habían enseñado en la armería de New Hampshire, sujetándola con ambas manos, situó el punto de mira en el centro de la espalda de Rumplestiltskin.
– Estoy detrás de ti -contestó en voz baja.
El tiempo pareció entonces perder control sobre el mundo circundante. Los segundos, que normalmente se habrían agrupado en minutos en una progresión ordenada parecieron esparcirse como pétalos arrastrados por el viento. Se mantuvo inmóvil, apuntando a la espalda del asesino y respirando con dificultad. Sentía impulsos eléctricos que le recorrían las venas y le costó mucha energía conservar la calma.
El hombre permaneció inmóvil.
– Tengo un arma -espetó Ricky con voz ronca debido a la tensión-. Estoy apuntándote a la espalda. Es una pistola semiautomática del calibre 3 8o cargada con balas de punta hueca, y si haces el menor movimiento dispararé. Lograré hacer dos disparos, quizá tres, antes de que te vuelvas y puedas apuntarme a tu vez. Por lo menos uno dará en la diana, y seguramente te matará. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad? Porque conoces el arma y la munición. De modo que ya has hecho estos cálculos mentalmente, ¿no?