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– En cuanto oí su voz, doctor -contestó Rumplestiltskin con tono sereno e inexpresivo. Si se había sorprendido, no lo reflejaba.

De pronto, soltó una carcajada y añadió:

– Y pensar que me puse tan campante en su línea de tiro. Ah, supongo que era inevitable.

Ha jugado bien, mucho mejor de lo que yo esperaba, y ha hecho gala de recursos que no creía que poseyera. Pero ahora nuestro jueguecito ha llegado a sus últimos movimientos, ¿verdad? -Hizo una pausa-. Creo, doctor Starks, que haría bien en dispararme ahora.

Por la espalda. En este momento tiene ventaja. Pero a cada segundo que pasa, su posición se debilita. Como profesional que se ha encontrado antes en esta clase de situaciones, le aconsejaría que no desperdiciara la oportunidad que ha creado. Dispáreme ahora, doctor. Mientras todavía puede hacerlo.

Ricky no contestó.

– Venga, doctor -insistió el hombre-. Canalice toda esa cólera.

Concentre toda su rabia. Tiene que reunir esas cosas en su cabeza, convertirlas en algo único y centrado. Así podrá apretar ese gatillo sin sentir la menor culpa. Hágalo ahora, doctor, porque cada segundo que me deje vivir es un segundo que puede estar arrebatándole a su propia vida.

Ricky siguió apuntándole.

– Levanta las manos donde pueda verlas -ordeno.

Rumplestiltskin soltó una carcajada de desdén.

– ¿Qué? ¿Lo vio en algún programa de televisión? ¿O en el cine? No funciona así en la vida real.

– Suelta el arma -insistió Ricky.

– No. -El hombre meneó la cabeza-. Tampoco voy a hacer eso. De todos modos es un cliché. Verá, si dejo caer el arma al suelo, renuncio a cualquier opción que pueda tener. Examine la situación, doctor: según mi criterio profesional, ya ha desperdiciado su oportunidad. Sé lo que pasa por su cabeza. Sé que, si quisiera disparar, ya lo habría hecho. Pero asesinar a un hombre, incluso a alguien que te ha dado muchos motivos para ello, es más difícil de lo que había imaginado. Usted vive en un mundo de muerte imaginaria, doctor. Todos esos impulsos asesinos que ha escuchado durante años y contribuido a sofocar. Para usted sólo existen en el reino de la fantasía. Pero esta noche, aquí, no hay nada salvo la realidad. Y en este momento está buscando la fuerza para matar. Y apuesto a que no la está encontrando con facilidad. Yo, por otra parte, no necesito recorrer tanto camino.

A mi no me habría preocupado nada la ambigüedad moral de disparar a alguien por la espalda. O por delante, en realidad. Como se dice, las cosas sólo se aprenden con la práctica. Siempre y cuando el blanco esté muerto, ¿qué más da? Así que no dejaré caer mi arma, ni ahora ni nunca. Permanecerá en mi mano derecha, amartillada y a punto. ¿Me volveré ahora? ¿Probaré suerte en este momento? ¿O esperaré un poco?

Ricky guardó silencio. La cabeza le daba vueltas.

– Debería saber algo, doctor: si quiere ser un buen asesino, no debería preocuparse por su penosa vida.

Ricky escuchó aquellas palabras a través de la oscuridad y sintió una terrible inquietud.

– Yo te conozco -dijo-. Conozco esa voz.

– Sí, es verdad -contestó Rumplestiltskin con tono algo burlón-. La ha oído bastante a menudo.

Ricky se sintió de repente como si estuviera de pie sobre hielo resbaladizo.

– Date la vuelta -ordenó, y la inseguridad se reflejó en su voz.

Rumplestiltskin negó con la cabeza.

– Es mejor que no me pida eso. Porque si lo hago, casi toda la ventaja que tiene habrá desaparecido. Veré su posición exacta y le aseguro, doctor, que una vez le tenga localizado, pasará muy poco tiempo antes de que lo mate.

– Te conozco -repitió Ricky en un susurro.

– ¿Tanto le cuesta? La voz es la misma. La postura. Todas las inflexiones y los tonos, los matices y las peculiaridades. Debería reconocerlos todos -dijo Rumplestiltskin-. Después de todo, hemos estado viéndonos cinco veces a la semana durante casi un año. Y tampoco me habría vuelto entonces. Y el proceso psicoanalítico, ¿no es más o menos lo mismo que esto? El médico con los conocimientos, el poder y, me atrevería a decir, las armas justo a la espalda del pobre paciente, que no puede ver qué pasa y sólo cuenta con sus recuerdos míseros y patéticos. ¿Tanto han cambiado las cosas para nosotros, doctor?

Ricky tenía la garganta reseca, pero aun así se le atragantó el nombre.

– ¿ Zimmerman?

– Zimmerman está muerto.

Rumplestiltskin rió de nuevo.

– Pero tú eres…

– Soy el hombre que conoció como Roger Zimmerman. Con una madre inválida y un hermano indiferente, y un trabajo que no iba a ninguna parte, y toda esa cólera que jamás parecía aplacarse a pesar de toda la cháchara que soltaba en su consulta. Ese es el Zimmerman que usted conoció, doctor Starks. Y ése es el Zimmerman que murió.

Ricky estaba mareado. Estaba comprendiendo más mentiras.

– Pero el metro…

– Ahí es donde Zimmerman, el verdadero Zimmerman, que tenía tendencias suicidas, murió. Empujado a la muerte. Una muerte oportuna.

– Pero yo no…

Rumplestiltskin se encogió de hombros.

– Doctor, un hombre va a su consulta y le dice que es Roger Zimmerman y que sufre de esto y aquello, se presenta como un paciente adecuado para el análisis y tiene los medios económicos para pagar sus honorarios. ¿Comprobó alguna vez que ese hombre fuese en realidad quien decía ser? -Ricky guardó silencio-. No creo. Si lo hubiera hecho, habría averiguado que el auténtico Zimmerman era más o menos como yo se lo presenté. La única diferencia consistía en que no era la persona que iba a su consulta. Ese era yo. Y, cuando llegó la hora de que muriese, ya me había proporcionado lo que necesitaba. Me limité a tomar prestada su vida y su muerte. Porque yo tenía que conocerlo a usted, doctor. Tenía que verlo y estudiarlo. Y tenía que hacerlo del mejor modo. Me costó algo de tiempo, pero averigüé lo que necesitaba. Despacio, sí, pero usted sabe que tengo mucha paciencia.

– ¿Quién eres? -preguntó Ricky.

– No lo sabrá nunca. Y sin embargo, ya lo sabe. Conoce mi pasado. Sabe cómo crecí. Sabe lo de mis hermanos. Sabe mucho sobre mí, doctor. Pero nunca sabrá quién soy en realidad.

– ¿Por qué me has hecho esto?

Rumplestiltskin sacudió la cabeza, como si le asombrara la sencilla audacia de la pregunta.

– Ya conoce las respuestas. ¿Tan difícil es pensar que un niño que ha visto cómo infligían sufrimiento a su madre, cómo le pegaban y la sumían en una desesperación tan profunda que tuvo que suicidarse para lograr la salvación, se dedique a vengarse de todas las personas que no la ayudaron, incluido usted, cuando alcanza una posición en la que puede hacerlo?

– La venganza no resuelve nada -aseguró Ricky.

– Ha hablado como un hombre que nunca se ha dado el gusto -gruñó Rumplestiltskin-. Está equivocado, por supuesto. Como tantas otras veces. La venganza sirve para limpiar el corazón y el alma. Ha existido desde que el primer cavernícola bajó de un árbol y golpeó a su hermano en la cabeza por alguna cuestión de honor. Pero sabiendo todo lo que sabe sobre lo que le ocurrió a mi madre y a sus tres hijos, ¿aún cree que las personas que nos descuidaron no nos deben nada? Niños que no habían hecho nada malo, pero que fueron abandonados a su suerte por muchas personas que deberían haber actuado de otro modo si hubieran tenido un mínimo de compasión o empatía, o sólo una pizca de humanidad. ¿No nos deben, después de haber superado esos tormentos, nada a cambio? Es una pregunta muy sugerente.

Se detuvo y, al oír el silencio de Ricky como respuesta, habló con frialdad:

– Verá, doctor, la verdadera pregunta que se plantea esta noche no es por qué busco su muerte, sino por qué no debería hacerlo.

De nuevo, Ricky no contesto.

– ¿Le sorprende que me haya convertido en un asesino?

No le sorprendía, pero no lo mencionó.

El silencio envolvió a los dos hombres un momento y, luego, igual que pasaría en la inviolabilidad de su consulta, con un diván y la tranquilidad, uno de los hombres interrumpió el fantasmagórico silencio con otra pregunta.

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