Cuando salió de entre los árboles, vio lo que esperaba: los restos de su casa calcinada. Incluso a pesar de la vegetación que crecía en el terreno, la tierra seguía ennegrecida varios metros alrededor del esqueleto descarnado de la vieja casa.
Ricky se acercó hacia donde había estado la puerta principal a través de los hierbajos de lo que tiempo atrás había sido su jardín. Entró y recorrió despacio las ruinas de la casa. Incluso pasado un año, le pareció oler la gasolina y la madera quemada, pero enseguida comprendió que su imaginación estaba jugándole una mala pasada. Se oyó retumbar un trueno a lo lejos, pero no prestó atención y se movió lo mejor que pudo por los espacios dejando que su memoria añadiera paredes, muebles, obras de arte y alfombras. Y, cuando todos estos recuerdos habían reconstruido su hogar a su alrededor, dejó que su memoria dibujara en él momentos con su mujer, mucho antes de que enfermara y de que el cáncer le arrebatara las fuerzas, la vitalidad y, por último, la vida.
A Ricky le resultó agradable y estremecedor a la vez deambular por los escombros. Era, de modo extraño, tanto un regreso como una partida, y se sentía un poco como si fuera a emprender algo que lo llevaría a un lugar muy distinto y que, por fin, podría despedirse de todo lo que el doctor Frederick Starks había sido y prepararse para recibir a la persona que surgiera de la noche que se cerraba deprisa a su alrededor.
El sitio que esperaba encontrar lo estaba aguardando justo a un lado de la chimenea central del salón. Un bloque de techo y unas cuantas vigas gruesas de madera habían caído al lado formando una especie de cobertizo decrépito, casi una cueva. Ricky se puso el capote, se encasquetó el sombrero con la mosquitera y sacó la linterna y la pistola de la mochila. Después retrocedió hacia la oscuridad de los escombros, se escondió y esperó a que llegaran la noche, la tormenta que se acercaba y un asesino.
Le resultó un poco cómico: ¿qué había hecho? Había actuado como un psicoanalista. Había provocado emociones eléctricas y arrolladoras en la persona que quería descubrir. «Hasta los psicópatas son vulnerables a sus deseos», pensó. Y ahora, como había hecho durante años en su consulta, esperaba a que este último paciente llegase trayendo consigo toda su cólera, odio y furia dirigidos contra Ricky, el terapeuta.
Tocó el arma y quitó el seguro. Esta sesión, sin embargo, no iba a ser tan plácida.
Se recostó, midió cada sonido y memorizó todas las sombras a medida que se alargaban en la penumbra. Esa noche la visión iba a ser un problema. Las nubes taparían la luna. La luz de otras casas y de la lejana Provincetown se desvanecería bajo la lluvia.
Ricky esperaba contar tanto con la certeza como con la incertidumbre: el terreno donde había decidido aguardar era la zona que mejor conocía. Eso sería una ventaja. Y, aún más importante, la incertidumbre de Rumplestiltskin jugaba a su favor. No sabría con exactitud dónde estaba Ricky. Era un hombre acostumbrado a controlar el escenario en que operaba y Ricky esperaba que ése fuera el terreno menos controlado en que pudiera encontrarse. Un mundo desconocido para el asesino. Un buen lugar para esperarlo esa noche.
Ricky confiaba en que el asesino llegaría, y bastante pronto, para buscarlo. Mientras se dirigía hacia allí, se habría percatado de que Ricky sólo podía estar en dos lugares: la playa donde fingió ahogarse o la casa que había incendiado. Iría a esos dos sitios, a la caza, porque, a pesar de lo que pudiera haberle contado el empleado del Village Voice, no creía que ese viaje a Cape Cod tuviera ningún otro motivo que la muerte. Sabría que todo lo demás era pura invención y que el juego real consistía en un conjunto de recuerdos enfrentado a otro.
La lluvia cayó a rachas las primeras horas de la noche, con fuerza, con truenos y relámpagos sobre el mar durante el inicio de su espera, antes de reducirse a una irritante llovizna constante. Cuando la tormenta pasó sobre él, la temperatura descendió seis grados o más, lo que aportó a la oscuridad un frío que parecía totalmente fuera de lugar. Algo de viento había acompañado al frente borrascoso; corrientes fuertes que le jalaban de los bordes del capote y hacían que los escombros y los restos chamuscados de alrededor crujieran, como si ellos también tuvieran algún asunto pendiente esa noche. Ricky permaneció oculto, como un cazador en su escondite a la espera de que apareciera la presa. Pensó en todas las horas pasadas en silencio detrás de las cabezas de sus pacientes tendidos en el diván, sentado sin apenas moverse, casi sin hablar, y le pareció divertido que esa experiencia le hubiera preparado bien para la espera de esa noche.
Sólo se movió esporádicamente y sólo para estirar y flexionar los músculos para que no se le agarrotaran y estuvieran listos cuando los necesitara. La mayoría del tiempo estuvo recostado, con la mosquitera sobre la cabeza y el capote extendido sobre el cuerpo, de modo que parecía un bulto más informe que humano.
Desde donde estaba escondido podía ver el otro lado del descampado que había dado la bienvenida a las visitas que iban a su casa, en especial cuando algún rayo cruzaba el cielo. Estaba situado en un sitio que le permitía ver los haces de los faros que penetraban los árboles desde la carretera principal y también oír el motor de los coches a través de la densa penumbra.
Sólo temía una cosa: que Rumplestiltskin tuviera más paciencia que él.
Lo dudaba, pero no estaba seguro. Después de todo, el niño había acumulado mucho odio durante años y esperado tanto tiempo antes de acometer su venganza que tal vez ahora, en esta última fase, vacilara y se limitara a apostarse en la línea de árboles y hacer más o menos lo que él estaba haciendo, es decir, esperar algún movimiento delator antes de acercarse. Ese era el riesgo que Ricky corría esa noche. Pero pensaba que era una apuesta bastante segura. Todo lo que había hecho estaba destinado a provocar al señor R. La cólera, el miedo y las amenazas exigen respuestas. Un asesino a sueldo es un hombre de acción. Un psicoanalista no. Ricky pensaba haber creado una situación en que sus propios puntos fuertes compensaban los de su contrincante. Su formación contrarrestaba la del asesino. «Él dará el primer paso. Todo lo que sé sobre la conducta me dice que será así.» En el juego de recuerdos y muerte en que se encontraban sumidos ambos hombres, Ricky ostentaba el terreno más elevado. Luchaba en un lugar que conocía.
Pensó que era todo lo que podía hacer.
Hacia las diez de la noche el mundo circundante se redujo a un terreno húmedo y oscuro. Tenía los sentidos aguzados, la mente alerta a cualquier matiz de la noche. No había oído ningún coche ni divisado faros durante más de una hora y la lluvia parecía haber alejado los animales nocturnos hacia sus madrigueras, de modo que ni siquiera se oía el ruido de una zarigüeya o una mofeta. Pensó que estaba en ese momento en que el ánimo y la resolución le fallarían, en que la duda se apoderaría de su mente e intentaría convencerle de que estaba esperando tontamente a alguien que no iba a aparecer.
Frustró esta sensación insistiéndose en que lo único que sabía seguro era que Rumplestiltskin estaba cerca, y todavía lo estaría más si perseveraba y esperaba. Deseó haber llevado una botella de agua o un termo de café, pero no lo había hecho. «Es difícil planear un asesinato y recordar a la vez las cosas cotidianas», se dijo.
Movía los dedos de vez en cuando y tamborileaba con el índice sobre la culata del arma sin hacer ruido. En una ocasión lo sobresaltó un murciélago que bajó en picado hacia él; en otra, un par de cervatillos salieron unos segundos del bosque. Sólo distinguió sus siluetas, hasta que se asustaron y, al volverse, le enseñaron las colas blancas mientras se alejaban a saltitos.
Siguió esperando. Supuso que el asesino era un hombre acostumbrado a la noche y que se sentía cómodo en ella. El día comprometía mucho a un asesino. Le permitía ver, pero también ser visto. «Te conozco, señor R -pensó-. Querrás terminar todo esto en la oscuridad. Muy pronto estarás aquí.»