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– ¿Está casado?

– Ni siquiera eso – contestó sir Lawrence.

– Pero hay hombres que jamás comienzan a ser humanos. – Eso no es tan terrible. En casos así, uno sabe con quién ha de tratar y, si es menester, puede acudir a medidas extremas. No, los que causan molestias son los necios a quienes se les han subido los humos a la cabeza. Por cierto, le he dicho a un joven amigo que posarías para una miniatura.

– ¡Oh, tío! No podría hacerlo, con este asunto de Hubert en la mente.

– No, no, naturalmente que no. Pero algo ha de salir de todo eso. – Le lanzó una mirada astuta, y añadió: – A propósito, ¿y Jean?

Dinny le miró con ojos abiertos e ingenuos. – ¿Qué pasa con ella?

– No me parece mujer que se resigne fácilmente. – No, pero, ¿qué puede hacer la pobrecilla?

– ¡Quién sabe! – repuso sir Lawrence, levantando una ceja -. ¡Quién sabe! «Son amables criaturas inocentes, son ángeles sin alas.» Esto es el Punch de antes de tus tiempos,

Dinny. Y continuará siendo el Punch después de tus tiempos, salvo que hoy en día parece que las alas vayan saliendo con singular rapidez.

Dinny siguió mirándole con expresión de inocencia, pero dentro de sí pensaba: «¡Es bastante peligroso, tío Lawrence!» Un poco más tarde fue a acostarse.

¡Acostarse con el alma en tal estado de trastorno! Sin embargo, ¡cuántas otras personas con las almas trastornadas estarían yaciendo con el rostro contra la almohada, sin poder dormir! La habitación parecía estar llena de la irrazonable miseria del mundo. Alguien que hubiese tenido algo de genialidad habría podido levantarse y desahogar su propia melancolía componiendo un poema sobre Azzael, o sobre otra cosa ¡Ay! No era tan fácil. Ella yacía en la cama y estaba triste, triste e irritada.

Recordaba cuánto había sufrido a los trece años, cuando Hubert, que aún no tenía dieciocho, se fue a la guerra. Entonces fue algo sumamente doloroso, pero ahora era mucho peor.

Y ella se preguntaba el porqué. Entonces habría podido morir en cualquier momento; ahora estaba más seguro que cualquier otro que estuviera fuera de la cárcel. Su vida sería escrupulosamente protegida, incluso cuando le enviaran al otro lado del mundo, o le entregaran al Tribunal de un país que no era el suyo, para ser juzgado por un juez de sangre extranjera. Por algunos meses, estaba bastante seguro. ¿Por qué, pues, la condición parecía más peligrosa que todos los riesgos que había corrido siendo soldado, peor incluso que aquel largo y horrible período de la expedición de Hallorsen? ¿Por qué? A menos que no fuera porque aquellos antiguos peligros y penalidades habían sido soportados por libre voluntad, mientras que el actual sufrimiento érale impuesto por los demás. Le mantenían con la espalda en tierra, privado de los dos grandes privilegios de la existencia humana: la independencia y la vida individual. Para asegurarse estos privilegios, los seres humanos habían concentrado todos sus esfuerzos durante miles de años hasta que… ¡hasta que se habían vuelto bolcheviques! Privilegios para cada ser humano, pero sobre todo para unas personas como ellos, educadas sin temor a otro azote salvo al de su propia conciencia. Yacía en el lecho como si se encontrara en la celda de su hermano, mirando al futuro, deseando ardientemente a Jean, sufriendo por sentirse encerrado, sujeto, miserable y amargado. ¿Qué había hecho él que no hubiese hecho cualquier otro hombre sensible?

El rumor del tráfico, que llegaba desde Park Une, formaba una especie de base a su rebelde infelicidad. Sintióse tan intranquila, que no pudo permanecer en cama y, habiéndose puesto la bata, comenzó a dar vueltas por la habitación sin hacer ruido, hasta que estuvo tiritando a causa del aire de fines de octubre que entraba por la ventana abierta.

A lo mejor había algo de bueno en el matrimonio. Al fin y al cabo una mujer casada tenía un pecho contra el que podía apretarse, unos oídos en los que podía verter sus lamentos y unos labios que probablemente emitían sonidos de simpatía. Pero, peor que la soledad, era la inactividad forzada. Envidiaba a los que, como su padre y sir Lawrence, podían cuando menos coger un taxi e ir de un lado para otro. En particular envidiaba enormemente a Jean y a Alan. Cualquier cosa que estuvieran pensando, era mejor que no tener ninguna idea, como le sucedía a ella. Sacó el broche de esmeraldas y lo contempló. Esto, al fin y al cabo, representaba algo que hacer durante el día siguiente. Ya se veía con la joya en la mano, ocupada en sacar grandes sumas a alguna persona encallecida con tendencias al arte de la usura.

Colocó la joya debajo de la almohada, como si su proximidad pudiese quitarle aquella sensación de impotencia. Finalmente se durmió.

A la mañana siguiente se despertó temprano. Se le había ocurrido la idea de que quizá podría empeñar la joya, lograr el dinero y llevárselo a Jean antes de que se marchara. Decidió consultar a Blox, el mayordomo. Al fin y al cabo, lo conocía desde que tenía cinco años. Era una institución y jamás descubrió ninguna de las iniquidades que ella le confiara en su niñez.

Por lo tanto, se le acercó cuando apareció con la maquinita especial para café.

– ¡Blox!

– Dígame, señorita Dinny.

– ¿Quiere ser tan amable y decirme, in confidence, quién cree usted que es el mejor prestamista de Londres? Sorprendido, pero impasible, porque después de todo cualquiera puede tener necesidad de empeñar algo en las actuales circunstancias, el mayordomo dejó la maquinita sobre la mesa, y se detuvo a reflexionar.

– Bueno, señorita Dinny. Hay un tal Attenborough, pero recuerdo que la gente prefiere dirigirse a un tal Frewer, en South Molton Street. Puedo buscar el número en el listín de teléfonos. Dicen que es de confianza y muy recto.

– Perfectamente, Blox. Se trata de un pequeño negocio.

– Precisamente, señorita.

– ¡Oh!, Blox, ¿tendré… tendré que dar mi nombre?

– No, señorita. Si puedo permitirme ofrecerle una sugerencia, dé usted el nombre de mi esposa y estas señas. Así, en caso de presentarse la necesidad de hacer alguna comunicación, yo podría telefonear y nadie se enteraría de nada.

– Es un gran alivio. Pero, ¿no le sabrá mal a la señora Blox?

– ¡Oh, no, señorita! Estará encantada de poderle hacer un favor. Si usted lo desea, yo podría tratar el asunto en su lugar.

– Gracias, Blox, pero me temo que tenga que hacerlo yo misma.

El mayordomo se acarició la barbilla y la miró. Dinny pensó que su expresión era benévola, pero ligeramente irónica. – Bien, señorita, en ese caso debo decirle que un poco de indiferencia no sobra ni aun con el mejor de esos señores. Si Frewer no hace una buena oferta, hay varios más.

– Gracias de todo corazón, Blox. Si no me ofreciera bastante, se lo haré saber. ¿Sería demasiado temprano ir a las nueve y media?

– Por lo que he oído decir, es la mejor hora. Lo encontrará fresco y cordial.

– ¡Querido Blox!

– Me han dicho que es una persona que comprende y que sabe cuándo se trata de una verdadera señora. No la tomará a usted por lo que no es.

Dínny se llevó un dedo a los labios. – Y mudo como un pez, Blox.

– ¡Oh!, absolutamente, señorita. Después del señorito Michael, usted ha sido siempre mi preferida.

– Lo mismo digo, Blox.

Cuando su padre entró, ella cogió el Times y Blox se retiró.

– ¿Has descansado bien, papaíto? El general asintió.

– ¿Qué tal se encuentra mamá?

– Mejor. Está a punto de bajar. Hemos llegado a la conclusión de que de nada nos sirve preocupamos, Dinny. -No, querido, de nada sirve, desde luego. ¿Crees que podemos empezar a desayunar?

- Em no baja y Lawrence desayuna a las ocho. Prepara el café.

Dinny, que participaba de la pasión de su tía por el café bueno, se dispuso a prepararlo casi reverentemente.

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