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A la mañana siguiente los conspiradores se levantaron temprano. Hubert con el aspecto de alguien «que va a cazar pinzones», como lo definió Jean; Dinny, resueltamente caprichosa. Alan tenía el aire de desenfado propio de un testigo en embrión; solamente Jean aparecía impasible. Partieron en el coche color avellana de los Tasburgh; dejaron a Hubert en la estación y luego siguieron hacia Lippinghall. Jean conducía. Los otros dos iban sentados atrás.

– Dinny – dijo el joven Tasburgh, ¿no podríamos lograr que nos concedieran también a «nosotros» un permiso especial?

– En cantidad se hacen reducciones. Sea razonable. Volverá usted a embarcar y al cabo de un mes me habrá olvidado. – ¿Le parezco de esos?

Dinny miró su faz bronceada. – Bueno, según y como. -¡Pórtese como una persona seria!

– No puedo. Veo continuamente a Jean cortando un mechón y diciendo: «Ahora, papá, dame tu bendición, o te tonsuraré», y al rector contestando: «Yo… ejem…, jamás», y Jean, dando otro tijeretazo: «Perfectamente. Aparte de eso, necesito un centenar de libras al año, o te corto las cejas». – Jean es tremenda. De todos modos, Dinny, prométame que no se casará con otro.

– Pero suponga que encuentre a alguien que me guste terriblemente. En un caso así, ¿querría usted que yo dejara marchitar mi joven vida?

No es así como contestan en las películas. – Usted haría blasfemar a un santo.

– ~ Pero no a un oficial de Marina. Lo cual me hace recordar los pasajes de la Escritura que encabezan la cuarta columna del Times. Esta mañana se me ha ocurrido que podría atraerse un espléndido código secreto del «Cantar de los Cantales» o bien de ese salino sobre el Leviatán. «Mi amado es semejante al gamo», podría significar «Ocho buques de guerra alemanes en el puerto de Dover. Acudan rápidamente». Y «He aquí al Leviatán que se divierte», podría ser «Tirpitz al mando», etc. Nadie lograría descifrarlo sin tener una copia del código.

– Voy a aumentar la velocidad – anunció Jean, mirando atrás. El indicador subió rápidamente: setenta y cinco… ochenta… noventa… cien… La mano del marino pasó debajo del brazo de Dinny.

– Esto no puede durar. El motor estallará. Pero es un trozo de carretera realmente tentador.

Dinny estaba sentada con una sonrisa firme; detestaba sentirse transportar con tanta rapidez. Cuando Jean disminuyó hasta llegar a los acostumbrados sesenta kilómetros, dijo con voz plañidera: '

– Jean, tengo un estómago que todavía pertenece al siglo diecinueve.

En Folwell se inclinó de nuevo hacia adelante

– No quiero que me vean en Lippinghall. Por favor, dirígete directamente a la rectoría y escóndeme en un lugar cualquiera mientras tú tratas con tu padre.

Refugiada en el comedor, frente al retrato del que Jean le hablara, Dinny lo estudiaba con curiosidad. Debajo se leían las palabras: 1553. Catharine Tasburgh, née Fitzherbert, State 35, esposa de sir Walter Tasburgh.

Encima de la lechuguilla que se veía alrededor del largo cuello, aquel rostro que el tiempo hiciera amarillento podía ser, en realidad, el de Jean de quince años más tarde: la misma forma alargada desde los pómulos a la barbilla, los mismos atractivos ojos de largas pestañas oscuras; incluso las manos, cruzadas sobre el pecho, eran exactamente idénticas a las de lean. ¿Cuál había sido la historia de aquel extraño prototipo? ¿La conocían? ¿Se repetiría en su descendiente?

– Se parece a Jean de modo sorprendente, ¿verdad? - preguntó el joven Tasburgh -. Se dice que era tremenda. Parece que hizo preparar su propio funeral y que abandonó el país cuando la reina Isabel desencadenó el ataque contra los católicos, en 156o. ¿Sabe usted qué destino tenían los que celebraban la misa? Ser descuartizado era un mero incidente. Aquella señora se metía en todo, creo yo. Apuesto a que, cuando podía, iba a toda velocidad.

– ¿Ninguna novedad en el frente?

– Jean ha entrado en el estudio con un número atrasado del Times, unas tijeras y una toalla. Después de lo cual, silencio.

– ¿No hay un lugar desde donde les podamos ver cuando salgan?

– Nos podríamos sentar en las escaleras. No se darán cuenta de nuestra presencia, a menos que suban.

Salieron de la habitación y se sentaron en un rincón oscuro de la escalera desde donde, a través de los barrotes de la barandilla, podían ver la puerta del estudio. Con una especie de temblor infantil, Dinny miraba la puerta aguardando a que se abriera. Repentinamente, Jean salió, llevando en una mano una hoja de diario doblada en forma de saquito y en la otra unas tijeras. Le oyeron decir

– Acuérdate, querido, de no salir sin sombrero.

La contestación inarticulada quedó sofocada por el rumor que produjo la puerta al cerrarse. Dinny se asomó por la baranda.

– ¿Bien?

– A las mil maravillas. Está algo malhumorado porque no sabe quién le cortará el pelo y le hará otras cosas por el estilo. Piensa que un permiso especial es casi una indecencia, pero me dará las cien libras al año. Le he dejado llenando la pipa. – Se detuvo y miró el diario -. Había mucho que contar. Almorzaremos dentro de un minuto, Dinny. Luego nos volveremos a marchar.

Durante el almuerzo los modales del rector estaban aún llenos de cortesía. Dinny le observaba con admiración. He aquí a un hombre viudo y avanzado en años que estaba a punto de verse privado de su única hija, que se cuidaba de todos los menesteres de la parroquia y de la casa, e incluso del corte de sus cabellos. No obstante, en apariencia, se mantenía impasible. Ni una queja se escapó de sus labios. ¿Era educación, benevolencia o bien algo de alivio justificable? Dinny no podía saberlo con certeza y su corazón tembló un poco. Pronto Hubert se encontraría en su lugar. Miró a Jean. Poca duda cabía de que también ella sería capaz de dirigir los preparativos de su propio funeral, y puede que hasta del de los demás; sin embargo, no habría nada de chocante o de desagradable en su tiranía, ni ninguna familiaridad vulgar en su modo de meterse en todo. ¡Si ella y Hubert tuviesen bastante sentido del humor!

Después de haber comido, el rector la llevó aparte. -Mi querida Dinny, ¿qué piensa usted de todo esto? ¿Y qué piensa su madre?

– Ambas pensamos que es un poco como la cancioncita «La lechuza y el gato Miz se fueron a navegar».

– «En una hermosa barquita color verde guisante». Sí, desde luego, pero no «con mucho dinero», me temo. No obstante – añadió, soñadoramente -, Jean es una buena chica; muy… ¡ejem!… hábil. Me alegro de que nuestras familias estén a punto de… ¡ ejem!… emparentar. Voy a encontrarla a faltar, pero no se debe ser… ¡ejem!… egoísta.

– Lo que perdemos en largo lo ganamos en ancho – murmuró Dinny.

Los ojos azules_ del rector hicieron un guiño.

– Sí, desde luego. La tempestad aliada con la suavidad. Jean no quiere que yo haga de testigo. Aquí está su certificado de nacimiento por si… ¡ejem!… les hacen preguntas. Es mayor de edad.

Extrajo una larga hoja amarillenta.

– ¡Pobre de mí! – se lamentó con sinceridad -. ¡Pobre de mí!

Dinny no sabía a ciencia cierta si el rector lo sentía de verdad por sí mismo. Inmediatamente después continuaron el viaje:

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