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– Entonces, eso quiere decir que encontró huellas.

Me miró con cara de no comprender nada y no respondió.

– Le digo que si se han encontrado huellas del asesino en el pabellón.

– No. Nada de huellas. No es de eso de lo que se trata. Mire usted, estoy casi seguro de que el asesino no puso sus pies en casa de los Bischoff. Eugen permaneció solo durante todo el tiempo.

– Pero ayer dijo que…

– Fue un error. Nadie estuvo con él en el momento del suicidio. Al realizar los disparos se encontraba bajo el dictado de otra persona, como sometido a una voluntad extraña. Así es como yo lo veo. El asesino no estuvo con él, ni antes ni en el instante de la muerte, porque sé que desde hace años no sale para nada de su casa.

– ¿Quién? -exclamé sorprendido por sus extrañas palabras.

– El asesino.

– ¿Lo conoce usted?

– No, no lo conozco. Pero tengo mis razones para suponer que se trata de un italiano que apenas habla una palabra de alemán, y que, como le acabo de decir, hace años que no sale de su casa.

– ¿Y cómo sabe usted todas esas cosas?

– Un monstruo -prosiguió el ingeniero haciendo caso omiso de mi pregunta-. Una especie de bestia, un ser de aspecto brutal, sin duda enfermizamente obeso y de resultas de ello condenado a la inmovilidad. Ese es el aspecto que debe de tener el asesino. Y por la razón que sea, este ser criminal y repulsivo ejerce un extraordinario poder de atracción precisamente en los artistas. Esto es lo más curioso. El uno era pintor, el otro actor… ¿No había caído en ello?

– ¿Pero de dónde ha sacado usted que el ase sino tiene esa apariencia monstruosa?

– Sí, un monstruo. Una degeneración de la especie humana -repitió el ingeniero-. ¿Qué de dónde lo he sacado? ¡Usted me tiene por sabe Dios qué genio del pensamiento deductivo! Pero la verdad es que he tenido un poco de suerte en mis pesquisas.

Calló de pronto y se quedó contemplando con extraña atención el relieve que adornaba el respaldo del sillón que había ante mi escritorio.

– Estilo biedermeier, si no me equivoco. Los muebles hechos en ese estilo resultan algo frágiles, ¿no es cierto? Pero estos otros ya no son bie dermeier. ¿Chippendale? Pues eso. Siguiendo con lo que le contaba, resulta que el señor Löwenfeld tuvo ocasión de escuchar desde las oficinas de la dirección del teatro una conversación telefónica que Bischoff mantuvo con cierta dama, quizá la misma que ayer llamó a su casa. Por cierto, ¿co noce usted al señor Löwenfeld?

– Es el secretario de la dirección del Hoftheater, ¿no?

– Dramaturgo, secretario, director de escena. A decir verdad no sé muy bien cuál es su puesto en la casa. Me lo encontré esta mañana y me contó… ¡Un momento!

El ingeniero sacó del bolsillo de la americana un billete de tranvía en cuyo reverso había anotado algo.

– Löwenfeld podía recordar las palabras exactas de la conversación. Escuche usted qué fue lo que dijo Eugen Bischoff: «¿Que debo traerlo conmigo? ¡Imposible, querida! Su mobiliario estilo biedermeier no está concebido para soportar su peso. Y además, piense que su casa no tiene ascensor. ¿Cómo voy a subirlo por las escaleras?». Eso fue todo. Luego vinieron las frases convencionales con las que la gente se despide por teléfono y nada más.

Volvió a doblar el billete con el mayor cuidado y luego se quedó observándome con mirada inquisitiva.

– ¿Y bien? ¿Qué dice usted a esto?

– Me parece algo atrevido extraer conclusiones demasiado ambiciosas de tan pocas palabras. ¿Cómo sabe usted que estaba realmente hablando del asesino?

– Entonces, ¿de quién, si no de él? No. El hombre que no puede abandonar su domicilio porque no hay ascensor en el edificio es el asesino, de esto estoy completamente seguro. Y sé también cómo imaginármelo: como un ser monstruoso, obeso hasta la enfermedad, quizás inválido… ¿Cree que será difícil dar con él?

Y mientras iba de un lado para otro de la habitación comenzó a exponerme sus planes.

– En primer lugar está la Sociedad Médica, donde se podría ir a preguntar. Esta sería una posibilidad. Un «caso» así no puede haber pasado desapercibido a los médicos. Después no hay que olvidar que este tipo de personas casi siempre sufren dolencias cardíacas. Es posible que acudiendo a un especialista se pueda conseguir información sobre él. Además es italiano, y no habla alemán, lo que hace que los casos a tener en cuenta se reduzcan aún más. Pero espero poder ahorrarme todos estos caminos, porque sospecho que será mucho más fácil que todo esto descubrir dónde se esconde el asesino. Sólo hay una cosa que no entiendo: ¿Cómo llegó Eugen Bischoff a conocerlo? ¿Acaso ahora descubriremos que sentía una predilección por los seres monstruosos, engendros y demás caprichos de la naturaleza?

– ¿Y cómo sabe que el asesino es un italiano?

– Decir que lo sé sería mucho decir. Se trata de una deducción, y es posible que a usted le resulte igual de atrevida. No importa. Le explicaré la razón de mi convencimiento. Luego diga lo que quiera.

Se dejó caer en la butaca, cerró los ojos y hundió el mentón entre los puños.

– Para ello, debo retroceder hasta la prehis toria del caso que nos ocupa -comenzó-. ¿Re cuerda aquel oficial de la Marina que investigó el suicidio de su hermano? Sabemos cómo suce dió todo: un buen día llegó más tarde que de costumbre para el almuerzo, y una hora después se quitaba la vida. Aquel día había descubierto al asesino de su hermano y había hablado con él.

Esto está claro.

– Parece evidente.

– Pues fíjese en lo siguiente: los últimos días Eugen Bischoff también llegó tarde a la hora de comer. Por primera vez el miércoles, la segunda el viernes. Había tenido que coger un taxi las dos veces, y luego en la mesa habló de una serie de contratiempos que tenía que resolver: concretamente una citación policial, pues su chófer había colisionado en la Burggasse contra un tranvía. El sábado volvió a retrasarse al mediodía. Y cuando llegó parecía cansado, distraído, limitándose a responder con monosílabos. Dina supuso que los ensayos le habían tomado más tiempo del previsto, pero se abstuvo de hacerle ninguna pregunta. Hoy he sabido que los ensayos acabaron cada día a la hora prevista. Ya ve usted, pues, que las circunstancias que precedieron a ambas muertes son en ambos casos muy parecidas. Sólo hay una diferencia, y de importancia capital. ¿Sabe a qué me refiero?

– Pues no, la verdad.

– Es extraño que no caiga en ello. Bien, no importa. El asesino ejercía una fuerte influencia en sus víctimas. Según todos los indicios, el oficial de la Marina sucumbió a este influjo el primer día; en el caso de Eugen Bischoff el asesino necesitó tres días para doblegar su voluntad. ¿Por qué razón? ¿Puede usted decírmelo? Los actores son gente, por regla general, que se deja influir fácilmente, y en cambio parece que de un oficial cabría esperar mayor resistencia. He estado reflexionando sobre ello y sólo he podido encontrar una explicación que me satisfaga: el asesino habla en un idioma que el oficial conocía ya a la perfección, mientras que Eugen Bischoff sólo lo entendía haciendo grandes esfuerzos. Tiene que ser un italiano, pues esta es la única lengua extranjera que Eugen Bischoff conocía un poco… Quizá tenga usted razón, barón; se trata sólo una hipótesis, y encima muy atrevida. Yo mismo lo reconozco.

– Puede ser que después de todo no ande usted tan desencaminado -dije, pues recordé que Eugen Bischoff tenía realmente una predilección por Italia y por todo lo italiano-. Su razonamiento me parece completamente lógico, tanto que casi me ha convencido.

El ingeniero sonrió. En su rostro apareció una expresión de satisfacción y de modesto rechazo. Era evidente que mi reconocimiento lo complacía.

– Debo confesar que a mí nunca se me habría ocurrido nada parecido -proseguí-. Le felicito por su olfato. Y no dudo que usted llegará a descubrir antes que yo quién es la mujer con la que ayer hablé por teléfono.

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