– ¡Adelante! -le animó el cerero-. Pero sed breve, no vaya a ser que os quiten las lampreas delante de las narices. Esta vez habéis acertado conmigo, pues conozco a todas las muchachas de este barrio, las conozco aún de la época en que pensaba casarme. Lo creáis o no, pero entonces revoloteaban a mi alrededor como los tordos cuando maduran las uvas.
– ¿Hace mucho tiempo que pensabais casaros? -preguntó Joachim Behaim.
– Hace ya bastantes años -admitió el cerero con un suspiro-. Dejadme pensar. Sí, hará unos doce o quince años. Tenéis razón: después de la muerte, el mayor destructor es el tiempo, y al vinagre no se le nota que también fue vino algún día.
– Era una criatura joven y hermosa con la que me crucé en ese callejón -le informó Behaim-. Alta pero de miembros finos. Y tenía una naricilla…
Se interrumpió y reflexionó porque no sabía muy bien qué decir de esa naricilla.
– … que se adaptaba perfectamente a su cara -prosiguió entonces-. Y tampoco era engreída. Sonrió al verme y dejó caer su pañuelo, este pañuelo que veis aquí de buen boccaccino, para que se lo devolviese.
– ¡Vaya! -exclamó el cerero-. ¡Qué mujer más vulgar! ¡Hacer señas a los hombres! De ésa obtendréis poco honor.
– ¡Mucho cuidado! -se enfadó el alemán-. ¡Cómo osáis hablar así! Y además, ¿quién está hablando aquí de honor? Quiero divertirme con ella y eso es todo. Honor… ¡Vamos hombre! Mal rayo me parta, ¡si la sopa es buena, qué me importa la sopera?
– ¡Está bien! ¡Está bien! -trató de aplacarle el cerero, que no quería quedarse sin lampreas-. Eso es asunto vuestro, no mío. Haced con ella lo que os plazca.
– Todavía no he llegado a ese punto -se lamentó Behaim-. Habéis de saber que sólo la he visto una vez.
– La veréis, la veréis todas las veces que queráis -le prometió el cerero-. Sólo tenéis que pasar por delante de su casa, ella estará asomada a la ventana, ansiosa de veros aparecer. O cuando sepa que vais a venir, se sentará delante de la casa en el pequeño banco del muro, acicalada como la santa Virgen que se prepara para ascender al cielo.
– Ése es el problema…, no conozco su casa ni sé dónde buscarla.
– ¡Dónde buscarla? -se exasperó el cerero-. Pues allí, allá, en esa calle, en aquella, en las iglesias, en los mercados, junto a las barracas de feria… sobran sitios donde buscarla, Milán es una ciudad grande.
– Ahora que lo pienso -dijo Behaim-; tal vez existe un camino que conduce hasta ella.
– Cien caminos -objetó el cerero, como si semejante abundancia de caminos fuese del mayor provecho para Behaim.
– Parece ser -prosiguió Behaim- que ella conoce un hombre al que os puedo describir bastante bien pues le observé detenidamente. Se trata de un individuo alto, delgado, demacrado, de nariz aguileña, entrado en años; lleva calzones grises de piel de carnero, un abrigo viejo de mala calidad guarnecido de escaso terciopelo y a veces se le ve allí enfrente, cantando en el mercado.
– ¿Cantando en el mercado? -exclamó el cerero-. ¿Y cuando está bebido baila la gallarda? En ese caso sé quién decís. Sí, conozco a ese hombre. Es una especie de poeta, recita versos de su propia invención y al hacerlo, sabe lanzar sus palabras tan hábilmente como el tejedor su bobina. No es de los nuestros, se dice que viene de la zona de Aosta o incluso de más lejos, pero baila la gallarda como sólo saben hacerlo los que han nacido en Lombardía. Ignoro cómo se llama o se hace llamar, pero se le puede encontrar todas las noches junto al mostrador de la taberna del Cordero, allí se reúne con los pintores, músicos, autores de pasquines y maestros canteros de la catedral; todo el vecindario les oye alborotar.
– Os estoy muy agradecido -dijo Behaim-. Busco compañía alegre para esta noche.
– La tendréis -declaró el cerero-. La mejor que podríais encontrar. Marchad ahora y comprad las lampreas. Mientras tanto encenderé el fogón, vos os ocupáis del vino, además tengo todavía un poco de cordero. No me conocéis. Cuando estoy inspirado soy capaz de haceros reír toda la noche con mis bromas. ¿Queréis oír cómo en una ocasión le birlé a una prostituta el dinero de sus servicios?
El alemán se frotó el brazo izquierdo con la mano derecha, como solía hacer cuando algo no le agradaba demasiado.
– En otra ocasión -decidió entonces-. Hoy debéis disculparme. En verdad os estoy muy agradecido. ¿Pero dónde encuentro ahora esa taberna del Cordero?
– Eso no me lo preguntéis a mí -dijo el cerero chasqueado-. Yo no soy de los que llevan su dinero a las tabernas. Si preferís la compañía de esa gente a la mía, bendito sea Dios, no se hable más, id a la plaza de la catedral, deambulad un poco por allí y cuando oigáis procedente de algún lugar un ruido infernal seguidlo. Ya sabéis que como sois forastero en esta ciudad, estoy dispuesto a serviros con cualquier clase de información, pero en lo que se refiere a las tabernas preguntad a otro.
3
De la lluvia que caía sin cesar, Joachim Behaim pasó a través de una puerta baja a la taberna del Cordero. Sus ojos buscaron en seguida el fuego de la chimenea y cuando vio los haces de leña apilados alrededor del hogar, cerró la puerta tras de sí satisfecho y aliviado, pues un buen fuego de leña era para él imprescindible en una noche tan húmeda y fría. Al parecer el tabernero no escatimaba la calefacción, pero sí, en cambio, el aceite, pues de las dos lámparas que colgaban del techo con cadenas de hierro, sólo ardía una y su luz iluminaba escasamente la amplia sala con sus rincones y nichos. No obstante, en cuanto dirigió una mirada en torno suyo, el alemán se dio en seguida cuenta de que el hombre por el que había venido no se encontraba entre los presentes. Éstos eran unos diez y bebían y hablaban todos a la vez en unas mesas redondas. Entre ellos había algunos vestidos con cierta elegancia según la moda española o francesa, otros, en cambio, tenían un aspecto pobre y andrajoso como si no hubiesen recibido una soldada en mucho tiempo; varios habían venido con mandiles y almadreñas y uno, sentado aparte, que dibujaba sobre el tablero de la mesa figuras geométricas con tiza, llevaba hábito de monje. A todos ellos saludó Behaim inclinándose a derecha e izquierda con la barreta en la mano.
El patrón del Cordero, un hombre corpulento de gesto grave, salió de su rincón y retiró el abrigo empapado de los hombros de Behaim. Luego le preguntó por sus deseos. En ese instante, uno de los parroquianos se levantó, se puso detrás del alemán y, sin que éste le viese, se santiguó tres veces, como hace a veces la gente cuando se cruza en la calle con un ladrón y un bellaco consumado. Algunos parroquianos, entre los canteros, pintores, escultores y músicos, habían acordado gastarle una broma al posadero con la intención de que recibiese una tunda o al menos algunos puntapiés. Como quien no quiere la cosa, habían sacado la conversación de que las posadas y los figones de la ciudad eran visitados, uno tras otro, por un hombre que se dejaba servir los platos más exquisitos, capones, empanadas, bollería fina y vinos selectos, y luego desaparecía sin pagar. Y ante la insistencia del patrón del Cordero, habían acordado que si aparecía ese hombre por la taberna se lo harían saber por medio de una señal, y ahora que el alemán había entrado en el comedor, le habían hecho al tabernero la señal convenida.
– Podéis traerme -dijo Behaim al tabernero que le miraba fijamente a la cara- un trago de vino, pero que sea del mejor.
– ¡Del mejor, por supuesto! Justo lo que yo esperaba – exclamó el ventero enojado por lo que consideraba una desvergüenza de ese hombre-. ¿Y quizás un lomo de cordero bien mechado o un capón con setas finas? Señor voy a decirle una cosa: yo sé lo que sé y tengo mis ojos en todas partes. A mí no se me escapa ni un solo paso que pueda dar alguien. Sé estar alerta. Si yo hubiese tenido que guardar el sepulcro de Cristo… podéis estar seguro de que no habría resucitado.