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Expuso al duque la esencia del arte y le explicó que los espíritus sublimes crean a veces más cuando menos parecen trabajar, es decir, cuando conciben su obra en la mente y se hacen una idea exacta de la misma, de manera que después las manos sólo han de reproducir y ejecutar lo que ya se encuentra terminado en la idea. Reconoció también, que aún le faltaban dos cabezas; en primer lugar, la del Salvador que no tenía intención de buscar sobre la tierra; […]. Algo parecido le ocurría con la cabeza de Judas, pues por mucho que se esforzase, le parecía imposible imaginar el rostro del apóstol que había sido capaz de traicionar a su señor, el creador del mundo, que tanto bien le había hecho […].

Leo Perutz, que ya en la Viena de 1937 empezó a estudiar numerosas fuentes para su proyecto del Judas de Leonardo, tomó sin duda la leyenda de Vasari como punto de partida para la construcción de la trama de la novela. Es evidente que Perutz también leyó los escritos del propio Leonardo de los que tomó para su novela muchas citas directas e indirectas. El discípulo de Leonardo, Marco d'Oggiono, el matemático Fra Luca Pacioli, los tañedores de lira y poetas de la corte, el novelista Bandello, todos ellos, y muchos clientes asiduos de la taberna del Cordero son figuras históricas y como tales armonizan bien con los personajes de ficción Boccetta, Behaim, Niccola, el cerero y el patrón del Cordero, cuyos modelos deberían buscarse antes en Moliere y Shakespeare que en la historia de Milán.

Pero Perutz no sólo reúne figuras históricas e imaginarias, en el tratamiento de los personajes históricos también maneja con mucha libertad la historia y la ficción, como puede verse en el personaje de Mancino. En su boca pone Perutz una admirable versión de la «Ballade des menus propos» de Villon, la «Balada de las cosas que conozco y de una cosa que no conozco». En verso y prosa, Mancino «cita» a Villon repetidamente, y con estos montajes de citas Perutz alcanza a veces grandes efectos, por ejemplo, cuando deja que el piadoso Mancino pronuncie en su lecho de muerte el verso blasfemo -que en Villon aparece en un contexto completamente distinto-: «Notre Seigneur se taist tout quoy» («Nuestro Señor persiste en su silencio»). El hecho de que François Villon, que nació probablemente en 1431 y cuyo último rastro documentado data de 1463, reaparezca en el Milán de 1498 afectado de amnesia en la figura de Mancino como «un joven enamorado», aunque en opinión de Behaim «más que un galán, parecía la mismísima muerte descarnada», constituye en verdad una construcción audaz que pertenece exclusivamente a Perutz, pues las leyendas habituales dejan morir a Villon en Bélgica o en Inglaterra o le hacen regresar al final de sus días a Francia, como cuenta, por ejemplo, Rabelais. Perutz celebra finalmente un triunfo irónico sobre los hechos históricos al dejar que Villon, cuya vida alcanzó, casi de manera exclusiva, notoriedad pública por sus robos, sufra en su novela a través de la figura de Mancino la herida mortal, cuando Mancino, un cómplice caballeresco, se presta a llevar a Boccetta el dinero que sustrajo Niccola.

La ironía con que maneja Perutz el concepto de la novela histórica se pone especialmente de manifiesto en el «Comentario final del autor» donde reconoce la libertad y audacia de su construcción al dejar que Villon siga viviendo en Mancino. La primera clave de ese comentario final reside en que el autor no argumenta con una sola palabra en favor de la plausibilidad de su construcción. En lugar de ello remite al lector a las conclusiones que puede sacar de esa construcción. Si el lector la acepta, Mancino, alias Villon, pronuncia en la novela los versos del poeta francés con todo el derecho; si no la acepta, deberá considerar que el vilipendiado Mancino es también un plagiario. En la formulación que hace Perutz de esta alternativa, se encuentra la segunda clave del comentario final: el autor, que surge para hacer frente al reproche del plagio, ya no aparece en ese comentario. Delega la responsabilidad de la utilización de los versos de Villon en su figura literaria Mancino a la que dedica como plegaria precisamente un epitafio de Villon…

El lector que esperaba del «Comentario final del autor» alguna aclaración sobre la novela o las intenciones del autor se ve defraudado -pero es compensado con creces por una pieza de enredo magistralmente escenificada donde aparecen el autor, el personaje histórico y el personaje de la novela. Lo único que parece serio en este juego es el amor que siente el autor por su personaje novelesco Mancino-Villon.

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Perutz trata la historia y la ficción con libertad y soberanía según sus propósitos; en cambio, el orden narrativo de su novela está construido hasta el mínimo detalle. Las premoniciones de los personajes de la novela, que por un lado caracterizan a los propios personajes y por otro, establecen nexos entre acontecimientos muy distantes del proceso narrativo, desempeñan para Perutz un papel especial a la hora de crear una riqueza de relaciones en el desarrollo narrativo. Pocos narradores alemanes de este siglo han hecho de este recurso narrativo un uso tan rico y diferenciado.

Ya al principio de la novela, Perutz se sirve de una forma bastante convencional de premonición del final cuando describe las visiones angustiosas del Ludovico Sforza: «La soledad, aunque sólo durase algunos minutos, le inquietaba y agobiaba; se sentía entonces como si ya hubiese sido abandonado por todos, y un presentimiento sombrío hacía que el más amplio recinto se le estrechase hasta convertirse en un calabozo». En el último capitulo de la novela, el lector averigua que el duque ha perdido en efecto «su ducado, sus bienes, a sus amigos y finalmente también su libertad» y que «pasaba sus últimos años en una prisión situada en lo alto de una roca en la ciudad de Loches».

Una forma de la premonición referida al pasado es empleada por Perutz en el primer encuentro entre Behaim y Mancino. Behaim tiene la impresión «de haberse cruzado ya con ese hombre […] alguna vez en uno de sus viajes»; cuando Mancino se acerca a él con una «expresión fría y distante» piensa Behaim de pronto: «Altivo como uno que es conducido a la horca […], y al instante se dio cuenta de lo disparatada que era esa ocurrencia, pues nadie caminaba altivo hacia la horca, más bien digno de lástima, desesperado, reclamando compasión o quizás también indiferente, si se había resignado con su destino». Este «recuerdo vago» sólo se convierte mucho más tarde en una imagen precisa cuando, conversando con Mancino, Behaim recuerda un episodio ocurrido años atrás en el sur de Francia: «entonces vi subir por la carretera un cortejo, dos alabarderos a la derecha y dos a la izquierda, que conducían a la horca a un hombre que caminaba entre ellos y ese hombre erais vos. Pero no teníais aspecto de delincuente, caminabais orgulloso, con la cabeza alta como si estuvieseis invitado a un banquete ducal». Sólo el segundo recuerdo «fructífero» convierte el primer recuerdo «censurado» en una premonición y esa premonición se refiere al pasado de Mancino en el que Behaim quiere poner un orden que para Mancino es inaccesible y carente de importancia.

La premonición más clara y enfática de la novela la tiene el propio Mancino en el cuarto capítulo cuando predice a Behaim que volverá a ver a su «Anita»: «Y recordad lo que os digo: temo que las cosas tendrán un final desastroso para la muchacha. En ese caso también lo tendrá para vos, os lo advierto. Y quizás también para mí».

Esta triple profecía se cumple en la novela: para el futuro «Judas» Behaim, para Niccola que pierde a su amado, y para Mancino que pierde su vida. Que Mancino formule tan ambiguamente el pronóstico que se refiere a sí mismo, guarda sin duda relación con el estribillo de su balada: «Lo conozco todo, menos a mí».

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