Mancino enmudeció. La muchacha que había sido objeto de la negociación, acababa de entrar en la posada. Sonrió y saludó con un gesto familiar a Mancino. Luego se acercó. Behaim se había puesto de pie y la miraba fijamente. Entonces ella dijo:
– Al pasar os vi sentado aquí, señor, y pensé que era un buen momento para daros las gracias por haber recogido el pañuelo que había perdido y habérmelo devuelto.
La muchacha guardó silencio y respiró profundamente.
– ¡Oh, Niccola! -dijo Mancino con voz llena de rabia y tristeza.
Joachim Behaim seguía sin articular palabra.
6
En la iglesia de San Eusorgio tuvieron a la mañana siguiente un encuentro breve pero sustancial. En la penumbra, ocultos detrás de una columna, se dijeron, ella susurrando, él a media voz, lo esencial y lo superfluo, y todo con la misma pasión a la manera de los enamorados. Él quiso saber por qué no se había vuelto ni una sola vez en su primer encuentro, por qué había desaparecido como el viento. Ella adujo varias razones. Estaba desconcertada. No sabía cómo reaccionaría él. Además era asunto suyo no perderla de vista. Por qué la llamaba su Anita si se llamaba Niccola. Y que hablase bajo, la mujer que estaba arrodillada delante del san Juan se había vuelto ya dos veces.
– Pero no te diste cuenta de que me enamoré de ti en cuanto te vi, que casi perdí el juicio -dijo él-. ¡Tuviste que darte cuenta!
Como él se había esforzado en bajar la voz, ella no atendió ni una sola palabra. Le miró sonriendo con gesto lnterrogativo. Él pensó que tenía que explicarle exactamente lo que había experimentado en aquel momento y trató de encontrar las palabras adecuadas.
– Aquello me hirió -le contó con voz susurrante- como una flecha. Fue tan de repente, tan doloroso, tan inesperado. Aquí me hirió, y dolió, sí, aquí en lo más profundo. Pero tú te fuiste dejándome solo y eso no estuvo bien.
Él esperó un gesto de asentimiento. Pero ella tampoco le pudo entender esta vez, pues sus palabras se habían perdido entre las antífonas de dos monjes. Sin embargo, como él había acompañado sus palabras con un ademán expresivo, señalando con dos dedos hacia la zona de su corazón, Niccola adivinó que había hablado de su amor. Y le preguntó si realmente sentía algo por ella.
– ¡Por supuesto! -dijo Behaim tan alto que la mujer que rezaba delante del san Juan se volvió a mirarle por tercera vez-. He recorrido las calles a diario tratando de encontrarte. Sí, estoy loco por ti y como un loco me he comportado.
Qué veía en ella, quiso saber Niccola. Después de todo, en Milán había muchachas mucho más bonitas y más complacientes. Y al decir esas palabras se apretó un instante contra él para atenuar el efecto de sus palabras.
De sus susurros Behaim sólo había entendido la palabra Milán.
– Sí. Sólo por ti, sólo en la esperanza de volver a verte me he quedado en Milán -le explicó y eso era cierto aunque hasta ese instante no lo había querido reconocer-. Eres de esas que hacen perder la cabeza a los hombres. Debería haber partido hace tiempo, aquí ya no tengo ningún asunto pendiente. O quizás sí…, uno.
El rostro se le demudó. Al pensar en Boccetta sintió nervir la cólera en su interior. Apretó los dientes.
– ¡Ojalá pudiese llevarle a la horca! -masculló-. Tal vez encuentre a alguien que le dé una buena paliza, eso tampoco estaría mal. Pero eso no me devolverá mis ducados, al contrario, me costará dinero.
La muchacha vio su rostro enojado y el gesto obstinado alrededor de su boca. Intuyó que las palabras que estaba pronunciando no eran palabras de amor. Estaba furioso y ella pensó que había llegado el momento de apaciguarle.
– Quizás fue realmente mi culpa -admitió ella-, podría haber caminado un poco más despacio. Pero, al fin y al cabo, había dejado caer mi pañuelo; hacer algo más habría sido inconveniente y al final eso nos ha juntado, ¿verdad? Y si lo deseáis, podréis verme en adelante todos los días.
Behaim le dio a entender con un gesto que no había comprendido nada y ella decidió repetir sus últimas palabras alzando un poco más la voz.
– Digo que si lo deseáis podréis verme en adelante todos los días. Sólo si os agrada, naturalmente.
Behaim cogió su mano.
– Por lo que acabas de decir -le declaró-, quisiera darte aquí mismo cien besos, si no estuviésemos en la iglesia. ¡Pero el diablo quiere que tenga que esperar a que estelos fuera!
Ella le miró asustada.
– Ahí fuera, en la calle -le dijo-, tenemos que hacer como si no supiéramos nada el uno del otro, como si fuésemos extraños. No deben vernos juntos, pues sería fatal que se murmurase de mí.
– ¿Hablas en serio? -preguntó él-. ¿Cómo te imaginas que continuará lo nuestro? ¿Vamos a escuchar todos los días las letanías en esta iglesia?
Ella sacudió la cabeza y sonrió. Entonces le describió una posada campestre que se hallaba fuera de la ciudad, junto a un estanque, en la carretera de Monza que conducía luego a un pequeño pinar. En ese bosquecillo o, si hacía mal tiempo en la posada, pues había que pensar en todo, debía esperarla al día siguiente hacia las cuatro de la tarde. No había más de media hora de camino.
– Eso no es nada -le aseguró Behaim-. Por el amor que siento por ti caminaría tres o cuatro horas todos los días. Por verte escalaría muros, atravesaría fosos y me pelearía con perros mordedores.
Ella le sonrió y, separándose de él, fue hacia un crucifijo que colgaba en una hornacina del crucero. Inclinó la cabeza, se santiguó y se arrodilló. Cuando regresó al cabo de algunos minutos dijo:
– He rezado a nuestro señor Jesucristo para que nuestra aventura tenga un final feliz. Así que mañana, hacia las cuatro, el camino no tiene pérdida. También he rezado por Mancino. Él me ama, debéis saber que me ama mucho, más de lo que vos me amaréis jamás. Ahora, sin embargo, está enojado conmigo por vuestra culpa y me llama desleal, pero yo nunca le he dado el derecho de considerarme suya. He rezado para que recupere su memoria y vuelva a encontrar su tierra natal. Según dicen, fue en otros tiempos un gran señor con palacios, servidumbre, pueblos, bosques y prados. Pero él no sabe dónde.
Ya en la calle, mientras se alejaba rápidamente se volvió a mirarle. Sonrió y alzó la mano mostrándole cuatro dedos para recordarle la cuarta hora de la tarde.
En Milán había dos comerciantes de origen alemán, los hermanos Anselm y Heinrich Simpach, que habían alcanzado bienestar y prestigio mercadeando con los productos de Levante; todo el mundo les conocía. A ellos, que llevaban viviendo ya veinte años en la ciudad, acudió Behaim, se dejó invitar a vino, almendras saladas y pan de especias y les expuso su caso. Quería que le dijesen de qué procedimientos debía servirse bajo el régimen del duque para conseguir que Boccetta pagase su deuda.
De los dos hermanos, Anselm, el mayor, era un hombre obeso, de mirada adormilada, un poco torpe, que se levantó con cierta dificultad de su sillón para saludar a Behaim; el menor, en cambio, era inquieto y vivaz, y ya estuviese sentado, de pie o paseando por la habitación, no paraba de juguetear con cualquier objeto que le caía entre las manos, con una copa de vino, una vela, un medallón, un manojo de llaves, una pluma y a veces, incluso, con la clepsidra que estaba encima de la mesa, lo cual le atraía, ipso facto una airada reprobatoria por parte de su hermano. Y mientras Behaim se limitó a exponerles los hechos y la situación jurídica, cosa que hizo con gran prolijidad para luego manifestar su decisión de recuperar los diecisiete ducados, puesto que, evidentemente, su derecho era incuestionable, los dos hermanos le escucharon con rostro amable e indiferente, aunque el mayor luchase por reprimir los bostezos. Pero cuando sonó por primera vez el nombre de Boccetta, su interés despertó, se animaron y empezaron a preguntar con tal viveza a Behaim que parecía que cada uno se había propuesto no dejar hablar al otro.