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– ¿No me lo quieres decir? -gritó Boccetta lívido de rabia tratando en vano de soltar sus manos-. Ve pues al infierno y que mil demonios se diviertan allí contigo, ojalá te pudiese yo…

– ¡Libradle de esa plaga, por Dios! -gritó D'Oggiono a los dos alguaciles-. ¿Para qué habéis traído aquí a ese andrajoso, tendría que estar en manos del verdugo!

– Durante todo el camino -dijo uno de los alguaciles-, no ha dejado de darnos la tabarra insistiendo en que le trajésemos aquí para que este pobre hombre pudiese obtener su perdón.

– ¿Cómo me habéis llamado, joven? -se dirigió Boccetta a D'Oggiono-. ¿Andrajoso? ¿Y que debería estar en manos del verdugo? ¿Eso habéis dicho? Pues me da igual, soy un hombre al que no impresionan los insultos, pero a vos os costará un buen dinero, joven, pues tendréis que pagar por ello cuando vuelva a estar libre y sea dueño de mis actos. ¡Messere Leonardo, vos lo habéis oído y me serviréis de testigo!

– Lleváosle -ordenó Leonardo a los alguaciles-, pues la justicia que él ofende y escarnece a diario, por fin le ha sentado la mano.

– Notre Seigneur se taist tout quoy, se oyó murmurar a Mancino, y ésas fueron sus últimas palabras en este mundo. Ya no contestó a ninguna pregunta. Sólo se percibió su leve gemido y luego su estertor, que duró hasta que murió cuando empezaba a anochecer.

13

Mientras se esperaba a Joachim Behaim en la habitación de D'Oggiono, Leonardo examinaba el arca de madera cuyos lados estaban adornados con la representación de las bodas de Cana y se mostró satisfecho de esa obra que el joven artista había terminado el día anterior.

– Veo -dijo- que en este trabajo penoso y agotador también has tenido presente lo que es guía y gobierno de toda pintura: la perspectiva. El dibujo también es bueno y acertada tu manera de aplicar los colores. Es igualmente digno de elogio que hayas concebido las figuras de tal modo que de su actitud se pueda fácilmente deducir su estado de ánimo. Aquí este mercenario quiere beber y nada más, sólo ha venido a la boda a llenarse de vino. Y este padre de la novia es un hombre honrado, cualquiera puede ver que de su boca sólo saldrán palabras sinceras y que cumplirá lo que ha prometido al novio. Y en cuanto al maestro del banquete, se ve en su cara cuánto le importa que todos los invitados estén bien atendidos.

– ¿Y ese Cristo? -preguntó D'Oggiono que no se cansaba de oír elogios.

– Le has dado rasgos nobles, y la Virgen también posee mucha gracia y dulzura. Pero ese camino que asciende por la colina con esos chopos que no son capaces de dar sombra, no termina de gustarme. Si te sientes inseguro en la representación del paisaje, consulta a la naturaleza y la viveza de la vida.

– ¡Qué desastre! -exclamó D'Oggiono-. Lo sé, y me avergüenzo de haber malogrado por completo esas miserables bodas. He hecho una chapuza y de buena gana convertiría el arca en astillas y alimentaría con ellas mi fogón si no fuese Aporque el hombre ya viene a recogerla mañana.

– Te ha salido perfectamente. Es un trabajo magistral -le tranquilizó Leonardo-. Y sobre tu manera de manejar la luz y la sombra sólo se pueden decir cosas positivas.

Mientras tanto, el escultor Simoni contaba por tercera vez a su amigo, el organista Martegli, el giro tan sorprendente que habían tomado para él los acontecimientos el día anterior.

– Hice una escapada, como suelo hacer varias veces al día, desde mi taller a la iglesia de San Eusorgio y entonces la vi de rodillas, como una desesperada, delante de ese Cristo, que es un trabajo bastante mediocre, el chico que me sostiene el escoplo lo haría mejor. Dios sabe cuánto tiempo llevaba arrodillada allí, sollozando, el rostro afligido, las mejillas inundadas de lágrimas, y al verla así encontré, ni yo mismo sé cómo, el valor de hablarle. No me creerás, pero la llevé a casa, le dije que tenía un padre anciano que estaba enfermo en cama, necesitado de cuidados, y que ella haría una obra cristiana ocupándose de él por la noche, y ella me miró, no sé si me había reconocido, yo la he saludado a menudo, en resumen, podrás creerlo o no, se fue conmigo, parecía que le daba igual lo que pudiese suceder con ella, y por la noche la oí llorar, pero esta mañana cuando traje la leche y el pan para ella y mi padre, me dedicó una sonrisa. Quizás, después de lo que le ha tocado vivir, cuando pase el tiempo y se acostumbre a mí…, ¡Tommaso! Si pudiese retenerla a mi lado, si se quedase… me consideraría el hombre más feliz de la cristiandad. Sí, mírame, no tengo aspecto de galán con mis piernas cortas y mi corpulencia, mi calva y las manos llenas de callos de trabajar con el escoplo y la gubia. Quizás abrigo esperanzas y proyectos vanos, y sin duda tienes toda la razón, Tommaso, en colocarme entre los que intentan convertir el cobre en oro. Pues ese extranjero sigue acaparando sus pensamientos.

– Me acuerdo de él -dijo el organista-. Y comprendo que tuviese que amarle. Es joven y apuesto, tiene rasgos orgullosos…

La puerta se abrió y el hombre de quien hablaban, Joachim Behaim, entró saludando en la habitación. Iba vestido de viaje, llevaba botas de montar y tenía el aspecto de alguien que está dispuesto a subir sobre un caballo para abandonar la ciudad.

Al ver a Leonardo se dirigió hacia él y le presentó sus respetos.

– Hacía tiempo que deseaba conoceros y disfrutar de vuestra compañía -dijo respetuosamente-. Me crucé no hace mucho con vos; fue en el viejo patio del castillo ducal el día en que vendí a su alteza dos caballos, un bereber y un siciliano. Quizás os acordáis de mí, señor.

– Sí, os recuerdo perfectamente -dijo Leonardo aunque sólo tenía ante sus ojos la imagen del bereber.

– Y desde entonces -continuó Behaim-, he oído citar vuestro nombre a menudo y con mucho elogio, y también he sabido cosas de vos que se salen de lo corriente.

Se inclinó de nuevo y luego saludó a D'Oggiono y a los otros dos.

– También yo -dijo Leonardo- estaba deseoso de veros sobre todo porque he de pediros un favor.

– Para mí sería una dicha poderos servir en algo -dijo Behaim con gran cortesía-, sólo tenéis que comunicarme vuestro deseo.

– Sois muy amable -dijo Leonardo-. Lo que os pido es que nos contéis cómo habéis conseguido recuperar vuestro dinero, los diecisiete ducados, de ese Boccetta a quien todo Milán conoce como ladrón y estafador.

– Con lo cual he perdido vilmente mi apuesta y me toca pagar por mucho que me duela -apuntó D'Oggiono.

– Siempre es mejor acudir a la fuente que al vaso de agua -declaró el escultor.

– Es un asunto de poca importancia, apenas digno de ser comentado -opinó Behaim y, atrayendo hacia sí una silla se sentó como los demás-, y yo ya le había advertido el primer día a ese Boccetta que yo no era de los que se dejan quitar el dinero y que, hasta ahora, quien ha intentado jugármela lo ha lamentado siempre, porque al final ha salido perdiendo.

– Estamos deseosos de escuchar vuestra historia -dijo Leonardo.

– Para ser breve, comenzaré diciendo -contó Behaim- que aquí en Milán encontré a una muchacha que me gustó sobremanera. No es que quiera alabarme, pero tengo la costumbre y el don de conseguir sin mucho esfuerzo lo que deseo de las mujeres, y al poco tiempo la hice mía. Yo creía, señores, haber encontrado en ella a la mujer que había buscado toda mi vida. Era bella, llena de encanto y esbelta, la reconocía de lejos por su orgulloso y gracioso caminar y además, era obediente y modesta, no le gustaba la ostentación, me amaba devotamente y no tenía miradas para otros hombres.

Interrumpió su relato y se quedó mirando ante sí pensativo; luego se pasó la mano por la frente con gesto decidido como queriendo apartar de su mente la imagen que habían evocado sus palabras. Y luego prosiguió:

– Ella era la mujer que yo buscaba y, aquí en Milán, la había encontrado. Pero una noche, hace sólo unos días, fui a la taberna del Cordero a beber un poco de vino y hablar con uno de los clientes asiduos y allí averigüé -señaló a D'Oggiono y al escultor-, de esos dos averigüé, que aquella a quien amaba era la hija de Boccetta.

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