El caso más interesante de una premonición se encuentra en la conversación entre Behaim y el pintor D'Oggiono que en el capítulo cuarto aparece pintando unas bodas de Cana. Behaim piensa en un reencuentro con su «Anita» y reflexiona sobre lo que le dirá cuando llegue esa ocasión. En ese momento, D'Oggiono, que está terminando la imagen del Salvador, cita las palabras de Jesús, «¡Mujer, qué tengo yo que ver contigo!» (Jun.2, 4). «Behaim miró atónito a D'Oggiono que había pronunciado esas palabras en voz alta, parecía como si por obra de magia D'Oggiono hubiese leído la pregunta en su frente y la hubiese contestado siguiendo una intuición» -se siente aliviado cuando el pintor aclara la situación. En el capítulo decimotercero Behaim explica al maestro Leonardo y a sus discípulos cómo ha conseguido cobrar la deuda de Boccetta valiéndose de una artimaña. Cuenta cómo tomó de Niccola el dinero de su padre, cómo la despidió y cómo ella le llamó una «mala persona»: «Pero yo pensé en las palabras que vos -se dirigió a D'Oggiono y señaló el arca con la representación de las Bodas de Cana- dejáis pronunciar al Salvador en esa boda: "¡Mujer, qué tengo yo que ver contigo!". Y le mostré la puerta».
En la primera utilización, la cita del evangelio de San Juan no contiene ninguna premonición -Behaim comete un error de asociación al interpretarla como respuesta a una pregunta que ni siquiera ha formulado en voz alta. Sólo cuando recuerda más tarde la cita y la repite ante Niccola, convierte la primera utilización en la premonición del final de un amor que todavía no ha comenzado.
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Oh vana gloria delle urnane posse!
DANTE, Purgatorio, 11 canto, v. 91
En el capítulo duodécimo del Judas de Leonardo se le concede al chambelán Antonio Benincasa el honor de «poder recitar al sufriente duque los versos de Dante», y lee aquellos versos del canto undécimo del Purgatorio donde el iluminador de libros Oderisi da Gubio, refiriéndose a su arte, lamenta con palabras elocuentes la vanidad de la fama terrenal. En este pasaje de la novela se aborda abiertamente el tema que en la acción cambiante en torno al dinero, el amor y el arte permanece más bien en un segundo plano, y que, sin embargo, constituye un tema principal permanente: la vanidad de las cosas. En una escena burlesca de la novela, el cerero formula el tema con la expresividad propia de su ámbito vital: «Después de la muerte, el mayor destructor es el tiempo, y al vinagre no se le nota que también fue vino un día», y antes de morir Mancino insta así a sus amigos: «Os pido que lloréis mis días perdidos, han pasado tan veloces como la lanzadera del tejedor».
El tema de la vanidad de las cosas se acentúa eficazmente por medio de la estructura cronológica de la novela que arranca en el año 1498 con los sombríos presentimientos del duque Ludovico Sforza y cuya acción principal tiene lugar ese año; su último capítulo se desarrolla, sin embargo en 1506, cuando las visiones angustiosas del duque ya se han hecho realidad. Al final de la novela, cuando Behaim regresa a Milán, es como si llegase a otra ciudad y otra época; aparte de Niccola y su marido, el escultor Simoni, Behaim no encuentra a ninguno de los antiguos personajes de la novela, y a aquellos dos, no los reconoce. Con este final los acontecimientos lejanos acaecidos en la suntuosa corte de Ludovico Moro adquieren el carácter de pérdida irrecuperable. Pero ya durante esa etapa brillante hay indicios inconfundibles del carácter efímero de la buena vida de Milán, como pone de manifiesto la visión del exilio de Leonardo: «[…] y se vio en un país extranjero, muy remoto, sin amigos ni compañeros, sin hogar, solo y en la mayor indigencia dedicado a las artes y las ciencias». Pero el problema de la falta de patria afecta también a otras figuras de la novela. Sin duda el prototipo del apatrida es Mancino, el poeta sin memoria que una veces fantasea «que es el hijo de un duque o de algún otro noble», que otras se queja «de no haber sido nunca más que un pobre vagabundo, de haber soportado mucha hambre, frío y otras calamidades y de haber pasado rozando la horca en varias ocasiones». Incluso el avaro Boccetta es un hombre, «que perteneció antaño a la nobleza de la ciudad de Florencia». El poderoso duque Ludovico Moro, cuya corte es el escenario de los capítulos primero y duodécimo, termina, lejos de la patria, en una prisión francesa; el mentor del príncipe ducal es «un griego que se había convertido en apatrida tras la caída de Constantinopla», y hasta Behaim reconoce en la única etapa simpática de su vida, es decir, cuando está enamorado, el carácter apatrida de su inquieta existencia: «¡Dios mío, qué vida que he llevado todos estos años! De un lado para otro, a caballo, en barco, a tierras griegas, turcas, moscovitas, luego otra vez a Venecia, a los almacenes. Y de nuevo a los mercados, a las cortes, siempre detrás del maldito dinero».
Leo Perutz no escribió en su vida ningún texto autobiográfico, y su insistencia estricta en la autonomía del arte no le permitió nunca incluir elementos autobiográficos en sus textos literarios. No obstante, cabe suponer que los temas de la transitorie-dad y de la falta de patria guardan una cierta relación con la época y las condiciones en que fue creada la novela. Ya en la Viena de la segunda mitad de 1937, había comenzado Perutz a documentarse de manera intensiva antes de ponerse a escribir El Judas de Leonardo; tras la entrada de las tropas alemanas en Austria y durante el exilio en Palestina suspendió temporalmente sus trabajos sobre la novela. En Tel Aviv se ocupó intensamente de problemas matemáticos y se dedicó a otros propósitos literarios antes de abordar de nuevo El Judas de Leonardo en 1941. Entre 1941 y 1947 escribió paralelamente en las novelas Nachts unter der steinernen Brücke y el Judas que volvió a abandonar entre 1947 y 1951 para terminar primero la novela de Praga. Desde 1951 hasta siete semanas antes de su muerte, el 25 de agosto de 1957, Perutz se dedicó exclusivamente al Judas de Leonardo. Tal vez la «calma artística» que se había instalado en su trabajo literario en la última fase de su vida estaba motivada por el exilio de Perutz. En 1942 escribía a un amigo:
Trabajo, ciertamente, ¿pero para quién y para cuándo? El mundo escuchará y leerá después de la guerra cosas muy distintas de las que elaboro aquí tan arduamente detrás de un alambre de espino intelectual y que sin ninguna vivencia y sin ningún acontecimiento notable invento y redacto en un alemán pulcro. Con nadie puedo hablar una palabra sobre problemas de trabajo o sobre ideas.
El Judas de Leonardo es una novela histórica que presenta a través del ejemplo del Milán de Ludovico Sforza la grandeza y fransitoriedad de aquella cultura europea a la que estuvo ligado Perutz toda su vida y de la que nunca se vio separado tan dolorosamente como durante su exilio en Palestina.