– No sé a qué vienen esas risas -se encrespó Behaim-. Me debe diecisiete ducados. Diecisiete ducados, auténticos y de buena ley.
– Se ve, señor, que sois nuevo en Milán -le explicó D'Oggiono-. No conocéis a ese Boccetta, de lo contrario emplearíais vuestro tiempo en negocios más rentables.
– ¿Qué queréis decir? -preguntó Behaim
– Que vuestro dinero está tan perdido como si lo hubieseis arrojado al mar.
Esas palabras le atravesaron el corazón a Behaim como puñaladas. Reflexionó unos instantes.
– ¡No digáis estupideces! -dijo entonces-. Poseo un documento que respalda mi reclamación.
– ¡Pues guardadlo bien! -le aconsejó D'Oggiono.
– Eso pienso hacer -dijo Behaim con la lengua pesada, pues el vino empezaba a runrunear en su cabeza-. Vale por diecisiete ducados.
– Diecisiete pimientos, eso es lo que vale -se rió D'Oggiono.
El escultor puso su mano sobre el hombro de Behaim.
– Y aunque lleguéis a tener más años que una corneja -le aseguró- no recibiréis de Boccetta ni un pimiento.
– ¡Dejadme en paz con vuestros pimientos! -gritó Behaim-. ¡No me gustan crudos ni asados!
– Voy a deciros cómo se las gasta ese Boccetta -continuó el escultor-. Hasta ahora ha estafado a todos los que han tratado con él. Dos veces hizo quiebra y las dos, había una estafa detrás. Estuvo en la cárcel, pero logró salir sin asumir responsabilidad alguna. Todos saben que es un estafador, pero no hay manera de agarrarle. Cuando exijáis vuestro dinero, os dará palabras, nada más que palabras y en cuanto os deis la vuelta, se reirá de vos y ése será vuestro único beneficio.
Joachim Behaim descargó el puño sobre la mesa.
– Soy capaz de despachar a cien como él -balbució-. Haré valer mis derechos. Apuesto dos ducados contra uno.
– ¿Dos ducados contra uno? -exclamó D'Oggiono-. Acepto la apuesta. ¿Trato hecho?
– Trato hecho -dijo Behaim tendiendo la mano a D'Oggiono por encima de la mesa.
– Podéis llevarle a los tribunales -tomó ahora la palada el organista Martegli-. Sí, podéis hacerlo, pero en ese caso se quedarán los abogados y los procuradores con vuestro dinero y no ganaréis nada. Pensad bien lo que digo. El oprobio y la vergüenza no le afectan.
– ¿Quién sois vos? -preguntó Behaim en su borrachera-. No os conozco. ¿Por qué os metéis en mis asuntos?
– ¡Disculpad! -murmuró turbado el maestro organista que era un hombre callado y humilde.
– Ese Boccetta -refirió el escultor- es un tipo raro. Vive como el más pobre de los mendigos, lleva él mismo su cesta cuando va al mercado a comprar col, pan duro y raíces, pues otra cosa no llega a su mesa. Y eso que podría permitirse todas las comodidades y vivir como un prelado. Dinero tiene de sobra, pero lo ha enterrado o escondido, quizás debajo de un montón de clavos herrumbrosos o Dios sabe dónde. Malvive por temor a malvivir algún día.
– Como una sanguijuela -dijo Behaim bostezando.
– Sí, es una verdadera sanguijuela -le dio la razón el escultor.
– Yo -dijo Behaim señalando su pecho-. Yo sí que soy una sanguijuela cuando me cuelgo de alguien. No tendrá una hora de respiro. Ni una sola hora. Y no pienso…
Sus pensamientos se volvieron confusos. Trató de incorporarse pero no pudo. Se dijo a sí mismo que tenía que volver a casa, arrastrándose a cuatro patas, para ser exacto, pues no le estaba permitido caminar derecho como las demás personas. Durante un rato se quedó sentado con la mirada perdida, luego recordó lo que pensaba decir:
– … irme de Milán hasta que no tenga mi dinero.
– En ese caso -opinó uno de los dos maestros canteros arrimándose un poco- haríais bien en encargar vuestra lápida en mi taller. Pues es aquí, y no en otro lugar, donde seréis enterrado. No lo toméis a mal, señor, pero ése es mi oficio.
Joachim Behaim oyó esas palabras pero no entendía su significado. El tabernero se había acercado a él y reclamaba su dinero. Tuvo que reclamarlo hasta tres veces y alzar cada vez más la voz, sólo entonces comprendió Behaim que tenía que pagar su vino. Sacó su bolsa, y con mano insegura esparció diversas monedas sobre el tablero de la mesa. El tabernero retiró lo que le correspondía, metió el resto del dinero en la bolsa y depositó ésta en la mano del alemán.
Durante un rato, Behaim permaneció inmóvil, medio dormido, con los ojos cerrados, la cabeza inclinada sobre el pecho. Sus dedos agarraban firmemente la bolsa del dinero. De pronto oyó que hablaban de él.
– Un alemán que viene de Levante. Se ha emborrachado. Nadie le conoce. No sabemos qué hacer con él.
Joachim Behaim bostezó, alzó la cabeza y abrió los ojos. Vio al hombre con el que se había cruzado ese mismo día en el patio del viejo castillo, conversando con el hermano Luca -ese hombre de nariz aguileña, cabellera ondulada, cejas pobladas y poderosa frente, el hombre de aspecto atemorizante-. Quiso levantarse y hacer una reverencia, Pero no fue capaz. La cabeza se abatió sobre su pecho y el sueño le invadió.
Por segunda vez ponía el destino a Joachim Behaim en el camino de messere Leonardo, y de nuevo tenía Behaim Su bolsa del dinero agarrada con mano firme. Pero los pensamientos de Leonardo estaban con la estatua del difunto duque al que había representado montado a caballo.
– Es el tratante que vendió hoy al Moro dos hermosos caballos -dijo-. Ojalá hubiese venido antes a Milán. Si yo hubiese dispuesto de su gran beréber como modelo para el caballo del duque, esta obra habría resultado mejor.
4
Lo primero que notó Joachim Behaim al despertar a la mañana siguiente fue el hecho sorprendente de que un grueso infolio le hubiese servido de almohada durante la noche. Después cayó en la cuenta de que estaba echado sobre un saco de paja y que se hallaba completamente vestido y cubierto con un abrigo que reconoció como suyo; y mientras se preguntaba de qué manera había llegado a casa y por qué estaba echado sobre un saco de paja y no en su cama, le sobrevino una inquietud que sin embargo desapareció en seguida cuando tentó los bolsillos de su abrigo y encontró en uno de ellos su bolsa de dinero. Se frotó los ojos para quitarse la somnolencia y sólo entonces se percató de que no estaba solo en la habitación. Un hombre se hallaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas a la manera turca y, mientras silbaba tranquilamente, trataba de abrir un arca que parecía descansar sobre dos sillas colocadas juntas; sin embargo, el arca, de eso estaba Behaim seguro, no se había encontrado en su habitación el día anterior y no comprendió para qué le podía servir.
– ¡Fuera de aquí! -dijo en un tono sereno pero terminante, pues quería una vez por todas poner en su sitio a su patrón, el cerero, que al parecer había entrado indebidamente en su cuarto y tenía quizás intención de seguir utilizando en el futuro ese aposento-. ¿Qué buscáis aquí y a estas horas de la mañana? ¡Coged vuestra arca y largaos!
– ¡Buenos días! -dijo el hombre sentado en el suelo-I Así que estáis despierto; si consideráis propio de los deberes de la hospitalidad que salga y os deje solo, lo haré de buen grado, sólo os pido que aguardéis unos minutos pues no quisiera interrumpir mi trabajo en este preciso instante.
– ¡Menos cuentos! -gruñó el alemán-. La próxima vez llamad a la puerta y pedid permiso como es debido.
El hombre que estaba sentado delante del arca volvió la cabeza y se apartó los cabellos castaños de la frente y al hacerlo se vio que sostenía un pincel en la mano del que caían gotas de pintura azul.
– ¡Señor! ¿Qué permiso debo pedir? -preguntó-. ¿Por quién me tomáis y a qué puerta debo llamar?
– ¡Por la sangre de los santos mártires! Tenéis razón, es verdad que no sois la persona por la que os tomaba -exclamó Behaim completamente desconcertado-. ¿Pero quién diablos sois y cómo habéis llegado hasta aquí? Tengo la sensación de haber visto vuestra cara en otra ocasión.