– Soy Marco d'Oggiono, para serviros, señor…, pintor y antiguo discípulo de messere Leonardo. Y anoche fui vuestro compañero de mesa en el Cordero…, ¿os acordáis ahora de mí?
– Por supuesto, señor, por supuesto -dijo Behaim con un bostezo que trató en vano de reprimir-. Tengo que pediros disculpas pues, a decir verdad, os había tomado por mi casero, un individuo de muy pocas luces aunque indiscreto y charlatán… a esos individuos conviene mantenerlos alejados, y lo que opinará de que le manchéis el suelo con pintura azul, es algo que ignoro. De modo que sois el señor D'Oggiono. ¿Y qué buen motivo os conduce tan de mañana hasta mí?
– ¡Señor! -protestó ahora D'Oggiono con cierta impaciencia-. Por lo visto, aún no estáis del todo despierto. Meted vuestra cabeza en agua fría, a ver si os despejáis, allí en el rincón está la palangana. Estáis en mi casa, en mi cuarto y el suelo que mancho es el mío.
– Así que por eso estaba tan desorientado al despertar -explicó Joachim Behaim meneando la cabeza y todavía un poco confuso.
– Ayer -prosiguió el pintor- nos fue del todo imposible averiguar de vos en qué posada os alojabais. Así que os traje a casa y habéis dormido sobre el saco de paja que utiliza en otras ocasiones el reverendo hermano Luca cuando, debido a la hora avanzada o al mal tiempo, pasa aquí la noche. No sé dónde habrá pasado esta noche. Pero ya estuvo aquí esta mañana para pedirme prestados dos carlini, Pues el buen hermano está mal provisto de bienes terrenales. No los obtuvo, pero en cambio tomó uno de mis carboncillos y se marchó satisfecho, pues al ser matemático también es filósofo y, como tal, más apto que nosotros para aceptar las decepciones.
Behaim había seguido entre tanto el consejo del pintor y se había echado una jarra de agua fría por la cabeza. Y mientras se lavaba las manos y la cara dijo:
– Así que, señor D'Oggiono, anoche habéis realizado conmigo, al menos una de las siete sagradas obras de misericordia, claro que fue a costa de la comodidad del reverendo hermano, de manera que os estoy agradecido a vos y a él, a partes iguales. Además, también habéis encendido la estufa, y ésa es ya la segunda de las sagradas obras.
– En cuanto a la tercera, o sea el desayuno -explicó D'Oggiono-, es, por desgracia, bastante insustancial. Sol puedo ofreceros pan y cebollas tiernas y después, media sandía.
– ¡Pan y cebollas tiernas! -exclamó Behaim-. ¿Pensáis acaso que normalmente desayuno truchas con trufas? ¡Vengan esos panes y esas cebollas, voy a atracarme como un mozo de mulas!
Mientras Behaim tomaba el desayuno, el pintor D'Oggiono reanudó su trabajo. Tenía que adornar con representaciones del Evangelio el arca de madera que formaba parte del ajuar de la hija de unos ricos burgueses. En el lado frontal del arca se distinguían ya un Cristo, una Virgen y gentes del pueblo.
– Siempre es la misma canción -se quejó D'Oggiono-. Todos piden el milagro y los episodios de las bodas de Cana sobre sus arcas. He pintado esa dichosa boda no menos de ocho veces y me han encargado una novena; ya estoy cansado de ese maestro de banquete y de sus jarras de vino. Esta vez dije al padre de la muchacha y al novio que, para variar, y en vista del carácter de los matrimonios actuales, podía pintar sobre el arca nupcial el encuentro de Cristo con la mujer adúltera, pero no querían ni oír hablar de ello e insistían erre que erre en su milagro de Caná. ¡En fin, qué le vamos hacer! ¿Qué opináis vos, señor, de ese Cristo?
– ¿De ese Cristo? Bueno, no imagino que alguien pueda pintar con más dignidad al Salvador -dijo Joachim Behaim que no estaba muy acostumbrado a vestir con palabras su opinión acerca de cuadros y otras obras de arte.
A D'Oggiono pareció bastarle esa alabanza.
– Supongo que messere Leonardo que, como vos sabéis, fue mi maestro de pintura, tampoco estará del todo descontento con ese Cristo -explicó-. Pero si os dijese lo que me pagan por esa obra, os haríais cruces por lo poco que gano, sobre todo teniendo en cuenta lo que cuesta hoy una onza de laca. Sí, esos burgueses saben defender su interés, negocian y regatean conmigo como si se tratase de la venta de una carretada de leña.
Suspiró, dirigió una mirada a sus medias remendadas y sus zapatos desgastados y luego se puso a pintar una aureola de oro y ocre alrededor de la cabeza de su Cristo.
– Yo no acepto baráteos ni regateos -dijo Behaim que ya había terminado su desayuno-. El precio de mi mercancía está perfectamente calculado y de lo que debo pedir no perdono ni un solo céntimo. Vos tenéis vuestra mercancía: Cristo y sus apóstoles y su santa madre y los fariseos, Pilatos, los publicanos, los tullidos, los leprosos y todas las mujeres del Evangelio, además de los santos mártires y los tres Reyes Magos de Oriente; y yo tengo mi mercancía: raso veneciano y alfombras de Alejandría, pasas en tarros, y azafrán y jengibre en sacos de hule. Y del mismo modo que actúo yo con mi mercancía: cuesta tanto, y no hay regateos que valgan, y el que no esté de acuerdo que siga su camino, deberíais vos mantener el precio que habéis fijado para vuestros santos y mártires. Tanto, debéis decir, cuesta un Cristo bien pintado por mí, tanto un publicano o un apóstol. Pues si no mantenéis los precios fijados por vos, no alcanzaréis jamás la prosperidad, a pesar de todo vuestro arte y todo vuestro esfuerzo.
– Es posible que tengáis razón -admitió el pintor que seguía dando pinceladas a la aureola del Salvador-. Nunca había contemplado la cuestión con ojos de comerciante. No obstante hay que tener en cuenta que si no pueden regatear conmigo, se dirigirán a otros pintores que abundan aquí como los moledores de pimienta en Venecia, y yo me quedo sin encargos y caigo, como suele decirse, de la sartén en la brasa.
– Está bien -opinó Behaim un poco contrariado-. Haced lo que os plazca, vos sabréis lo que os conviene. No es fácil aconsejaros, ya lo veo.
– Los milaneses -dijo pensativo D'Oggiono- son recelosos de nacimiento, ninguno se fía de su vecino, cada cual piensa que el otro le quiere cobrar de más y estafarle, y así regatean conmigo como regatean con los campesinos que traen al mercado trigo, miel, garbanzos o lino y que, ciertamente, son unos estafadores redomados, pues con sus caras ingenuas engañan a todo el mundo. De vos los alemanes se dice, sin embargo, que sois gentes honradas, y verdaderamente lo sois. Cuando empeñáis vuestra palabra, no os echáis atrás.
Dejó a un lado el pincel y contempló con ojo crítico su trabajo mientras Behaim se acariciaba la barba.
– Y por eso -prosiguió D'Oggiono al cabo de un breve silencio-, tampoco me preocupan los dos ducados, aunque no tenga un documento vuestro que me los garantice.
Joachim Behaim le miró con ojos de asombro.
– ¿Qué ducados son ésos? -preguntó dejando de acariciarse la barba.
– Hablo de los dos ducados que anoche, cuando estábamos en el Cordero, apostasteis contra uno de los míos -explicó D'Oggiono-. Y no creáis que carezco por completo de medios y que soy incapaz de cumplir una apuesta. Tengo ahorrada una pequeña cantidad.
– En efecto, recuerdo algo de una apuesta y de un apretón de manos -murmuró Behaim pasándose la mano por la frente-. Pero que me lleve el diablo si sé de qué se trataba. ¡Un momento, dejadme pensar! ¿Se trataba de los turcos? ¿De que pudiesen llegar a Venecia el año que viene?
– Se trataba de Boccetta, de quien decíais que os debía dinero -le recordó D'Oggiono-. Se trataba de ese dinero. Os jactabais de ser capaz de hacer frente a cien como él y que conseguiríais el dinero. Y yo dije…
– ¡Pimientos! -exclamó Joachim Behaim regocijado dejando caer pesadamente la mano sobre su muslo-. ¿No decíais que mi pretensión valía diecisiete pimientos? Ya os enseñaré qué clase de pimientos. ¡Maldita sea! Claro, de eso se trataba. Sois un hombre honrado por habérmelo recordado. ¡Había olvidado por completo el asunto!