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– Sí, soy yo -dijo-, y el parecido es realmente extraordinario. ¡Y en qué poco tiempo lo habéis realizado! No exageraban al hablarme de vos. Sí, señor, conocéis vuestro oficio y para más de uno podrías servir de ejemplo.

Pasó una página del cuaderno de apuntes y leyó con asombro lo que había apuntado Leonardo.

«Christofano que es de Bérgamo, recuérdale -estaba escrito allí-. Tiene la cabeza que piensas dar a Felipe. Habla con él de cosas que le preocupan: de epidemias, del peligro de la guerra y del peso creciente de los impuestos. Le hallarás en el callejón de San Arcangelo, donde se encuentra ese bello arco, en la casa de las Dos Palomas, encima de la tienda del cuchillero.»

– Escribís -observó Behaim- a la manera de los turcos, comenzando a la derecha y terminando a la izquierda. ¿Y quién es ese Felipe de cuya cabeza parecéis hablar?

– Felipe, uno de los apóstoles de Cristo -le informó Leonardo-. Sentía un gran amor por el Salvador, por eso le colocaré en un primer plano de mi cuadro, donde mostraré a Cristo entre sus apóstoles durante la Cena.

– ¡Por mi alma -dijo Behaim-, veo que para realizar ün cuadro así os tenéis que preocupar por algo más que de los colores y el pincel!

Y devolvió el cuaderno de apuntes a messere Leonardo. Luego dijo que sentía no poder seguir disfrutando de la compañía de los caballeros, pero el tiempo apremiaba y su caballo ya estaba ensillado. Tomó su abrigo y su barreta, hizo una reverencia a Leonardo mostrándole su respeto, saludó a D'Oggiono y al escultor con la mano y, tras dedicar una leve inclinación de la cabeza al organista Martegli, que se había granjeado su antipatía, salió por la puerta.

– ¡Menudo canalla! -dijo con amargura D'Oggiono agitando los puños-. ¡Y por culpa de ese personaje tuvo que morir Mancino!

– ¡Morir! -dijo Leonardo-. Yo lo llamo de otra manera. Se ha sumado con ánimo orgulloso al Todo, escapando así a la imperfección terrenal.

Guardó su cuaderno de apuntes debajo de su cinturón y las palabras que pronunció expresaban alegría y triunfo.

– Ahora tengo lo que necesito. Y en esta obra se verá que el cielo y la tierra, que Dios incluso, han intervenido y me han asistido poniendo a ese hombre en mi camino. Y ahora quiero mostrar a los que vengan detrás de mí que yo también he vivido sobre esta tierra.

– Y por fin -dijo D'Oggiono-, podréis contentar al duque, a quien servís, y engrandecer la fama de esta ciudad a la que pertenecéis.

– Yo no sirvo -dijo Leonardo- a ningún duque, a ningún príncipe, y no pertenezco a ninguna ciudad, ningún país, ningún reino. Sólo sirvo a mi pasión de ver, de comprender, de ordenar y crear, y pertenezco a mi obra.

14

Ocho años más tarde, en otoño de 1506, Joachim Behaim se dirigía de nuevo a Milán en viaje de negocios procedente de Levante. En Venecia, donde había desembarcado, sólo había permanecido algunas horas pues no tenía que guardar géneros en los almacenes. En dos bolsas forradas de seda llevaba sus mercaderías. Eran piedras preciosas. Una de las bolsas contenía zafiros, esmeraldas y rubíes tallados, una docena en total, todo piezas de excepcional belleza, la otra, piedras de menor valor: amatistas, topacios orientales y jacintos; su intención era ofrecerlas, tanto unas como otras, a los nobles y oficiales franceses que estaban acantonados en Milán. Pues Milán, se encontraba en manos de los franceses.

Cuando en 1501 el rey de Francia descendió de los puertos alpinos con un ejército de suizos y franceses para invadir la Lombardía, habían hecho traición al Moro dos de sus capitanes rindiéndose a los franceses. Y por otro lado, ni el emperador romano ni el rey de Nápoles habían cumplido sus pactos de alianza, pues no habían acudido en auxilio del Moro. De esa manera éste había perdido su ducado, sus bienes, a sus amigos y finalmente, su libertad. Había caído en manos de Luis XII, el rey de Francia, y pasaba sus últimos años en una prisión situada en lo alto de una roca de la ciudad de Loches, en Turena, a orillas del Indre.

Los milaneses se entendieron bastante bien con su nuevo amo. «Ya que estamos obligados a tener a ejércitos extranjeros dentro de nuestras murallas -decían-, preferimos los franceses a los españoles. Pues los españoles son seres refunfuñones y hoscos que se pasan el día arrodillados en las iglesias, mientras que los franceses llevan la diversión y el buen humor a donde van. Y en cuanto a su cristianismo, dicen: "¿Servir a Dios? ¿Por qué no? Pero no vamos a olvidar que a veces también es bueno caminar un poco por las sendas del mundo terrenal".»

Joachim Behaim se dirigía por lo tanto a Milán. Pero cuando hizo un alto en Verona y se puso a buscar alojamiento para él y su caballo, le sorprendió el comportamiento sumamente extraño e incomprensible de los habitantes de la ciudad.

Las personas con las que se cruzaba se quedaban mirándole y luego juntaban las cabezas y cuchicheaban. Había algunos que al verle parecían asustarse. Se paraban en el sitio, meneaban las cabezas y se santiguaban una, dos y hasta tres veces como si tratasen de conjurar una desgracia. Otros actuaban con auténtico descaro, le señalaban con el dedo o intentaban por medio de señas, gestos y ademanes atraer sobre él la atención de sus acompañantes.

– ¡Al diablo con ellos! -murmuró-. ¿Qué le pasa a esta gente? Bonita manera de mirarle a uno. ¿Es que no han visto nunca un comerciante alemán que viene de Levante?

En la primera posada que encontró, el posadero le miró fijamente y luego le cerró la puerta en las narices con un «¡Dios me libre!» y se negó a abrirla de nuevo pese a las insistentes llamadas, voces e imprecaciones de Behaim. En la siguiente posada, el patrón también se mostró asombrado y sorprendido por la aparición de Behaim, pero se mantuvo correcto. Lamentaba, dijo, no poderle acoger en su casa, pues estaba completa; ni con la mejor voluntad del mundo podía proporcionarle una habitación, y con mil excusas le empujó hacia la puerta.

Sólo en la tercera posada consiguió Behaim alojamiento para él, y un lugar y un saco de pienso para su caballo. El posadero, sin embargo, también le miró asombrado y asustado; su perplejidad no le dejó pronunciar palabra, pero Behaim le dijo en tono irritado:

– ¿Qué manera es ésa de mirarme? ¿Y cuánto tiempo me vais a tener aquí esperando? Sabed que no tengo un carácter precisamente paciente.

– Ruego al señor me perdone -dijo el posadero serenándose-. Os parecéis a cierta persona que he visto recientemente. Creí tenerla delante de mí, pues el parecido es asombroso.

Luego, cuando hubo conducido a Behaim a su aposento y confiado el caballo a un criado para que lo cepillase, se volvió hacia el sirviente que estaba tan asombrado y asustado como él y le explicó su comportamiento.

– ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decirle? Ya se sabe que el mal, lo más abominable y hasta lo perverso es voluntad de Dios y ha sido puesto por él en el mundo.

En ese albergue Behaim entabló conversación con un comerciante tirolés de barba pelirroja que venía de Bolonia y se disponía a regresar a Innsbruck. Mientras cenaban, Behaim descubrió que el comportamiento raro y a veces impertinente de los habitantes de la ciudad no había llamado la atención del comerciante tirolés. Behaim se mostró sorprendido y se quejó de que Verona le agradase tan poco.

– Milán, en cambio, ¡qué ciudad! -dijo-. Allí encontráis inmediatamente compañía, amigos, gente que sabe apreciaros. Allí existen excelentes posadas que están perfectamente provistas de todo lo que uno puede desear; a cualquier hombre de rango puedo recibir en ellas. También hay albergues modestos que son impecables, así cada cual se puede organizar como le conviene a su bolsillo. Pero dondequiera que vayáis a comer os servirán platos de un refinamiento y una abundancia como no se encuentran en ninguna ciudad del mundo. Y conozco en Milán una taberna donde dan un vino con el que se podría resucitar a un muerto. Allí acuden los pintores y otros artistas y yo tenía un trato muy cordial con ellos.

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