Guardó silencio y pensó en los tiempos pasados.
Tras llegar a Milán después de algunos incidentes enojosos, buscó en seguida la posada de los Tres Moros donde solía parar la gente distinguida. Pensaba hospedarse allí y tratar de establecer contacto con los nobles franceses a quienes tenía intención de vender sus piedras preciosas.
El posadero que también tenía el aspecto y los ademanes de un noble, le recibió con cortesía. Behaim se mostró satisfecho con el aposento que le asignaron y los precios que le dijeron y encargó que le subieran a su habitación la cena y una infusión para dormir, pues pensaba acostarse temprano.
Cuando hubieron quitado la mesa y Behaim terminó de tomarse la infusión, llamaron de nuevo a su puerta y el posadero entró en el aposento.
– Disculpad, señor -se excusó- de que venga aunque tengáis todo el aspecto de estar cansado. Quisiera preguntaros si la gente no os miraba a veces de manera extraña cuando os dirigíais hacia aquí.
– Sí -dijo Behaim-. Eso me ha ocurrido cien veces, pero no sólo aquí en Milán, sino ya en Verona y también en los pueblos que tuve que atravesar.
– Si me permitís que os dé un consejo -siguió hablando el posadero-, dejad que os afeiten la barba o que le den otra forma. Hoy ya no se estilan esas barbas.
– ¡Ni pensarlo! -se enojó Behaim, pues estaba orgulloso de su cuidada barba que todavía no tenía un solo pelo gris-. Que me mire la gente como le dé la gana, poco me importa.
– Haced lo que os plazca, señor -dijo el posadero, pero fio se marchó, y después de reflexionar un momento, preguntó-: No habréis visitado todavía a los monjes del convento de Santa María delle Grazie, ¿verdad?
– No. ¿Qué tengo yo que ver con esos monjes? -Se asombró Behaim.
– En el refectorio de ese convento -explicó el posadero-, se encuentra la famosa Cena del maestro Leonardo, el Florentino, y ésa, señor, es una obra que hay que ver sin falta. Seguramente os habréis cruzado alguna vez con ese Leonardo.
– Sí -dijo Behaim-. Traté a menudo con él, y si no me falla la memoria, me invitó a comer o me hizo algún otro honor. ¿Se encuentra en Milán?
– No, ya hace tiempo que no vive en nuestra ciudad; dicen que está de viaje -le informó el posadero-. Pero volviendo sobre la Cena…, desde hace años vienen las gentes a millares a contemplarla, y no sólo acude todo Milán y toda la Lombardía, no, también vienen de Venecia, del ducado de Mantua, de las Marcas, de la Romana y de más lejos todavía. Vienen jóvenes y viejos, hombres y mujeres, incluso se dejan traer en parihuelas. Entran en el refectorio vestidos con sus trajes de domingo como quien asiste a una fiesta solemne. Y vienen los campesinos de los pueblos, y ellos también se ponen sus mejores galas para contemplar esa Cena, y cuentan, que uno de ellos trajo consigo a su burro engalanado. ¡Escuchad mi consejo, señor, id a verla! ¡Sí, verdaderamente deberíais hacerlo!
Y con esas palabras se despidió.
A la mañana siguiente, cuando Behaim se hallaba delante de la Cena en el refectorio del convento y, tras haber contemplado a Cristo y Simón Pedro, dejó caer su mirada sobre el Judas que sostenía la bolsa en la mano, sintió como si le hubiesen dado un mazazo en la cabeza.
«¡Dios bendito! -se dijo anonadado-. ¿Estoy soñando o qué pasa aquí? ¡Por mi alma que esto es una tropelía, una tropelía infame! ¡Cómo se ha atrevido?»
Miró entorno suyo en busca de simpatía y comprensión por lo que le habían hecho. A pesar de la hora temprana, había numerosos visitantes en el refectorio y todos le miraban, le veían allí, delante del Judas, y nadie abría la boca, remaba un silencio absoluto, como en la iglesia, cuando la campanilla anuncia la consagración. Pero luego, cuando abandonó enfurecido el refectorio y salió al exterior tan rápido como pudo -pues no quería seguir siendo el blanco de esas miradas-, sólo entonces empezaron los presentes a hablar y a llamarse los unos a los otros:
– ¿Has visto? Judas ha contemplado al Judas.
– ¡Viene aquí a mostrarse a las miradas! ¡En lugar de esconderse en el bosque más espeso, en un desierto, en una cueva o en cualquier otro lugar abandonado por el hombre!
– ¡Este lugar le ha atraído, como la encina atrae al puerco!
– ¿Me pregunto si es cristiano y va a misa?
– ¿Para qué va a ir a misa? Dios no deja crecer ninguna semilla en semejante campo.
Mientras tanto, Joachim Behaim se dirigía a su posada Meno de pensamientos furiosos, pues estaba decidido a no permanecer un instante más en Milán. En voz alta desahogaba así su ira impotente:
– ¡Qué infamia! ¿Cabe imaginar una burla peor? Y eso que es un hombre viejo que no sirve más que para ser enterrado. ¡De modo que me retrató con esa intención! ¡Me está bien empleado por tratar con esos pintores y esa chusma! Por mi alma que deberían dar un escarmiento a ese Leonardo, cuánto mal podrá hacer todavía, si persiste en sus vilezas. ¿Un pintor? Ése tiene de pintor lo que un ciruelo de viña. Por la cruz de Dios, ese Leonardo no debe tener mucho cerebro debajo de su gorra si no supo inventar otro Judas que no fuera yo. Se merece que le muelan a palos. ¡No, que le muelan a palos no… a un ser así deberían enviarle a galeras, encadenado!
Había llegado a la plaza de la catedral cuando vino a su encuentro el escultor Simoni con un niño pequeño a su izquierda y Niccola a su derecha. Pero Joachim Behaim, todavía lleno de cólera, los puños cerrados, la cabeza inclinada, pasó junto a los tres jurando en lengua bohemia sin dirigirles una mirada.
El escultor se detuvo y soltó la mano del niño.
– Era él -dijo sintiendo cómo le palpitaba el corazón y le brotaba un sudor frío-. ¿Le has visto?
– Sí -respondió Niccola-. Le he visto.
– Y tú… ¿todavía le amas? -balbució el escultor.
– ¡Cómo puedes hacer una pregunta tan tonta! -dijo Niccola colocándole el brazo alrededor de los hombros-. Créeme, nunca le habría amado si hubiese sabido que lleva el rostro de Judas.
UN COMENTARIO FINAL DEL AUTOR
Algunos lectores de este libro se habrán percatado quizás de que los versos que dejo pronunciar a Mancino se parecen mucho a los poemas del gran poeta francés François Villon que nació en París en 1431, estudió bellas artes entre 1448 y 1452 en la Universidad de París, escribió numerosos poemas notables y también una novela en verso que se desarrolla en el barrio universitario parisino -desgraciadamente esta novela no ha llegado hasta nosotros- y hacia 1464 desapareció misteriosamente del campo visual de sus contemporáneos de manera que nadie puede decir dónde vivió después de 1464 ni cuándo murió.
Reconozco que los versos que pongo en boca de Mancino muestran una acusada semejanza de forma y fondo con los poemas de François Villon, no obstante no se me debe hacer el reproche de haber cometido un plagio. Pues me he tomado la libertad -que tal vez es una gran imprudencia- no sólo de sugerir, sino de mostrar claramente en este libro, que Mancino no es otro que aquel Frangois Villon, estudiante, poeta, vagante y miembro de una banda de ladrones que, desaparecido en Francia, reaparece en el Milán de final de siglo, donde vive entre los artistas que habitan el círculo mágico de la catedral -escultores, fundidores de bronce y maestros canteros- y después encuentra un final, sin gloria ciertamente, pero, en mi opinión bastante caballeresco. Si, por lo tanto, él es François Villon, tiene todo el derecho de hacer pasar por suyos los versos de François Villon. Quizás algún que otro lector se niegue a seguirme por este camino y no esté dispuesto a dejarse convencer de que Mancino y el poeta francés desaparecido son la misma persona. Yo, evidentemente, no se lo puedo prohibir. En tal caso Mancino, que se llama a sí mismo borracho, jugador, buscavidas, pendenciero y putero, será tachado además de plagiario, eso ya no importa. Pero cualquiera que sea la opción del lector, ya tenga a Mancino por François Villon o por un descarado usurpador, los versos del epitafio que se dedicó a sí mismo y nos legó el vagante y poeta francés, pueden atribuirse por su contenido también a Mancino. Traducidos muy libremente dicen así: