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Leo Perutz

El Judas de Leonardo

El Judas de Leonardo - pic_1.jpg

Traducción de Antón Dieterich

Edición y epílogo de Hans-Harald Müller

Título original: Der Judas des Leonardo

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En marzo de 1498, en un día que trajo a la llanura lombarda aguaceros interrumpidos por ráfagas de viento y nevadas tardías, el prior del convento dominico de Santa Maria delle Grazie se dirigía al castillo de Milán para presentar sus respetos al duque Ludovico Maria Sforza, a quien llamaban el Moro, y obtener el apoyo del duque en un asunto que, desde hacía tiempo le causaba constante preocupación y contrariedad.

El duque de Milán ya no era en aquellos días el soldado y estadista de pensamiento audaz y decisiones rápidas que en el pasado había logrado mantener tantas veces alejada la guerra de su ducado y que, fomentando los desórdenes en todos los países vecinos, distraía las fuerzas enemigas y aumentaba su propio poder. Su buena estrella y su prestigio estaban declinando y, en cuanto a la buena estrella, el propio duque solía decir que una onza de suerte vale a veces más que diez libras bien pesadas de sabiduría. Habían pasado los tiempos en que llamaba al papa Alejandro VI su capellán, al rey de Francia su correo diligente, a la Serenísima – la República de Venecia- su bestia de carga y al emperador romano su mejor condotiero. Aquel rey de Francia, Carlos VIII, había muerto y su sucesor, Luis XII, aspiraba, como nieto de un Visconti, al ducado de Milán. Maximiliano, el emperador romano, estaba enredado en tantos conflictos que él mismo necesitaba ayuda y, en cuanto a la Serenísima, había demostrado ser un vecino tan díscolo que el Moro le había advertido que le mandaría a pescar mar adentro y no le dejaría ni un palmo de tierra firme donde sembrar grano si se le ocurría unirse a la liga de sus adversarios. Pues aún poseía algunas toneladas de oro para hacer la guerra en caso de necesidad.

El Moro recibió al prior del convento de Maria delle Grazie en su viejo castillo, en la sala de los Dioses y Gigantes, que debía su nombre a los frescos que cubrían dos de sus paredes, mientras que la tercera, con sus colores muy desvaídos y parcialmente descascarillados, sólo mostraba atisbos de una Visión de Ezequiel de la época de los Visconti. Aquí solía tratar el duque en las horas de la mañana parte de los asuntos de Estado. Raramente se le encontraba solo en esa tarea, pues a todas las horas del día necesitaba tener rostros familiares cerca de él o al alcance de su voz. La soledad, aunque sólo durase unos minutos, le inquietaba y agobiaba; se sentía entonces como si ya hubiese sido abandonado por todos, y un presentimiento sombrío hacía que el más amplio recinto se le estrechase hasta convertirse en un calabozo.

Aquel día, pues, y a esa hora, se encontraba con el duque el consejero de Estado Simone di Treio que le acababa de exponer cómo se debía recibir al gran senescal del reino de Nápoles que era esperado en la corte. Además estaba presente tomando notas, un secretario de la cancillería ducal. En el vano de una ventana se hallaban el tesorero Landriano y el capitán del ejército Da Corte, de quien ya entonces se decía que prefería las coronas de oro francesas a cualquier otra moneda, y ambos señores contemplaban con gesto de entendidos dos caballos, un gran beréber y un siciliano, que unos mozos de caballería hacían ir y venir por el viejo patio mientras el caballerizo del duque discutía el precio con su dueño, un tratante de caballos alemán que movía la cabeza todo el tiempo con gesto negativo. Al fondo de la sala, no lejos del fuego de la chimenea, a los pies de un mural que representaba a un gigante descomunal que hinchaba los carrillos de manera aterradora, estaba sentada la dama Lucrezia Crivelli que era considerada la amante del duque. La dama se hallaba en compañía de dos caballeros: el poeta cortesano Bellincioli, un hombre flaco cuyo rostro tenía la expresión melancólica de un mono tísico y el tañedor de lira Migliorotti, llamado El Hinojo en la Corte. Pues del mismo modo que los dulces y las golosinas elaborados con hinojo sólo se sirven al final del almuerzo, cuando todos ya están ahitos, el tañedor de lira sólo era llamado por el duque cuando éste estaba harto de cualquier otro entretenimiento. Este Hinojo era un hombre parco en palabras, y si alguna vez decía algo, resultaba torpe y vulgar, además tenía una voz áspera y por ello prefería guardar silencio. Sin embargo, sabía expresar de manera muy hábil y comprensible todos sus pensamientos y opiniones por medio de las notas de su lira. Y ahora, en el preciso instante en que el Moro daba con palabras amables la bienvenida al prior y le acompañaba acto seguido a un sillón, el Hinojo entonó de manera solemne y ampulosa, haciendo que sonase como un canto coral, una copla milanesa que comenzaba con estas palabras:

Ladrones merodean en la noche.
¡Ten cuidado de tu bolsa!

Pues todos sabían en la corte que el prior había adquirido la costumbre de solicitar la munificencia del duque siempre que se le presentaba la ocasión, y generalmente iniciaba sus peticiones quejándose de que, debido a la adversidad del clima, las viñas de las dos propiedades del convento no habían brotado, una circunstancia que le había puesto o terminaría por poner en el más grave apuro.

La amante del duque, que se había levantado de su asiento junto al fuego de la chimenea y caminaba hacia donde estaba el prior, volvió la cabeza hacia el Hinojo y le dirigió una mirada de reprobación. Ella había recibido una educación religiosa y, aunque ya no veía en cada sacerdote o en cada monje a un representante de Dios en la tierra, le parecía que el dinero que iba a parar a la Iglesia era un dinero bien empleado del que cabía esperar el mayor provecho.

Mientras tanto, el prior se había dejado caer en el sillón con un leve gemido. Al preguntarle el duque por su salud, se lamentó de que en las últimas semanas había perdido el apetito y puso a Dios por testigo de que en dos días no había podido ingerir más que un trozo de pan y media ala de perdiz. De seguir así -añadió-, terminaría completamente depauperado.

Para sorpresa general, resultó que esa vez no había venido a pedir una ayuda en forma de dinero, pues sin mencionar en ningún momento las viñas, que probablemente tampoco habían brotado ese año, abordó directamente el asunto al que culpaba de su mal estado de salud.

– Se trata de ese Cristo con sus apóstoles – dijo abanicándose- es decir, si es realmente un Cristo, pues todavía no se distingue nada salvo unas piernas y unos brazos pertenecientes a no sé qué apóstol. Estoy harto. Ese hombre se pasa de la raya. No aparece durante meses, y cuando por fin viene, permanece medio día delante del cuadro sin tocar un solo pincel. Creedme, ha empezado esa pintura nada más que para matarme a disgustos.

El Hinojo había acompañado todo este discurso con una nueva melodía, una copla satírica que solían cantar las gentes sencillas de Milán cuando no querían seguir escuchando un sermón malo, largo y aburrido, y esa canción decía:

¡Vamonos a casa! ¡Bendito sea Dios!
Lo que él dice es una monserga.

– Habéis llegado, reverendo padre -se oyó decir ahora al duque-, a una fragua donde me encuentro constantemente entre el yunque y el martillo, pues raro es el día en que no me sea presentada alguna queja contra ese hombre por quien siento, como todo el mundo sabe, el mismo afecto que hacia un hermano, y al que nunca dejaré de querer. Al parecer, se ha instalado una calma en gran parte de sus artes y desde que dirige su atención, no sé si por terquedad o por verdadera pasión, a los experimentos y las matemáticas, no se puede obtener de él ni siquiera una pequeña Virgen; eso, dice él, es una tarea que corresponde a Salai, el discípulo que molía sus colores hasta el año pasado.

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