Se levantó bruscamente y, empezó a caminar por la habitación con gran excitación. Luego se dejó caer en su silla y siguió hablando:
– Precisamente ese Boccetta tenía que ser su padre entre todos los miles de hombres que hay en Milán. ¡Que me haya ocurrido eso a mí! Ya veis, caballeros, cómo maltrata a veces el destino a un hombre honrado.
– Quizás Judas Iscariote también se consideraba un hombre honrado -susurró el escultor al organista.
– No puedo describiros, caballeros, -prosiguió Behaim- los pensamientos que me asaltaron. Me avergüenza decirlo, pero aún seguía amándola y, al darme cuenta de ello quedé completamente consternado. Mi dolor era salvaje, impetuoso, inaguantable, no me dejaba comer ni dormir, y por fin decidí dominarme y no dejarle espacio dentro de mí.
– ¿Y eso os resultó sencillo? -preguntó el escultor.
Durante unos instantes, Behaim guardó silencio.
– No, no fue sencillo -contestó-. Tuve que hacer un gran esfuerzo para vencer la fascinación que ella seguía ejerciendo sobre mí. Pero recuperé mi juicio y me convencí de que yo no debía vivir con ella. Pues vivir con ella no significa sólo compartir la cama por la noche y, como suele decirse, dejar que el campanario encuentre su iglesia, no, significa comer y beber con ella, ir con ella a la iglesia, dormir y velar con ella, confiarle mis preocupaciones y compartir todas las alegrías con ella…, ¡con ella, la hija de Boccetta! Y aunque hubiese llevado dentro el paraíso… no podía convertirse en mi esposa, ni seguir siendo mi amada. La había amado demasiado y eso no lo permitía mi orgullo ni mi honor.
– Sí -dijo Leonardo pensando en otro-. Eso no lo permitía su orgullo ni su honor.
– No sé quién me asistió en este asunto -prosiguió Behaim-, quién me condujo al buen camino, tal vez mi ángel bueno, o Dios mismo o nuestra amada madre. Pero cuando hube superado ese amor, todo fue sencillo.
Permaneció callado un rato, reflexionando. Luego continuó su relato:
– Ella vino a mi habitación, como venía todos los días, pensando en nuestros juegos amorosos, pero yo fingí estar abrumado por graves preocupaciones. Le dije que estaba falto de recursos, que necesitaba cuarenta ducados y no sabía de dónde sacarlos y que el problema era grave. Ella se asustó un poco y caviló un instante, después dijo que no me preocupase por el dinero, ella podía proporcionármelo, ella conocía una solución, y entonces la tomé por la palabra. Quiero que me comprendáis, caballeros, yo no necesitaba el dinero, tengo en los almacenes de Venecia telas de seda y de lana por valor de ochocientos cequíes que puedo vender con beneficio en cualquier momento.
– Yo creía -comentó Leonardo- que vivíais de comerciar con caballos.
– Se puede ganar dinero con cualquier mercancía -le explicó Behaim-, hoy con caballos, mañana con clavos de herradura, con sémola igual que con perlas o especias de la India. Yo comercio con todo lo que da dinero, unas veces con ungüentos, lociones y arrebol de Levante, otras con alfombras de Alejandría, y si acaso sabéis dónde se puede comprar lino a buen precio, decídmelo pues este año se espera una mala cosecha.
– Has oído, comercia con todo -susurró el escultor al organista-, especularía incluso con la sangre de Cristo si la tuviese.
– Pero volviendo al asunto que deseáis oír -retomó Behaim la palabra-, al día siguiente volvió y trajo el dinero y lo contó delante de mí, cuarenta ducados; creía que me había prestado un gran servicio y estaba muy contenta. No os referiré detalladamente lo que ocurrió después, lo que yo le reproché y lo que ella dijo, pues mi relato os cansaría. En resumen, me confesó que le había sustraído el dinero a su padre por la noche, cuando dormía, y yo le dije que eso era infame y despreciable y que me disgustaba en sumo grado, que iba en contra del espíritu cristiano y el amor filial y que ahora que me había mostrado su verdadera naturaleza, ya no podía ser mía, que se fuese, que no la quería volver a ver. Al principio pensó que era una broma y, echándose a reír, dijo: «¡Qué cosas tengo que oír de un hombre que dice que me ama!». Pero luego cuando comprendió que hablaba en serio, me suplicó, se lamentó, lloró y se comportó como una desesperada, pero yo estaba decidido a no escucharla y no hice caso de sus lamentaciones. Del dinero desconté los diecisiete ducados que me correspondían y le entregué un recibo por esa cantidad, como debe ser, y también le di la suma restante para que se la devolviese a su padre, y así se desarrolló todo siguiendo los principios de la ley, pues yo sólo deseo tener y conservar lo que es mío y no me interesa lo que pertenece a otro. Finalmente, le di la mano para despedirme y le rogué que se fuese y no volviese más, y ella se puso furiosa, sí, se atrevió, tuvo la osadía de llamarme mala persona. Pero yo pensaba en las palabras que vos -y volviéndose hacia D'Oggiono señaló el arca con la representación de las bodas de Caná- dejáis pronunciar al salvador en esa boda: «¡Mujer qué tengo yo que ver contigo!» y le mostré la puerta.
– ¡De modo que habéis malbaratado un gran amor como si fuese una sortija de quincallero! -le recriminó el organista indignado.
– ¡Señor! No sé quién sois ni lo que significan vuestras palabras -le respondió Behaim-. ¿Acaso pretendéis censurarme por haberle devuelto a un padre desesperado su dinero y a su hija?
– Por supuesto que no, nadie os censurará -dijo Leonardo en tono conciliador-. Habéis defendido bien vuestra causa frente a Boccetta…
– Era una causa justa -explicó Behaim.
– Una causa justa, ciertamente, y por eso -prosiguió Leonardo- os rendiré el honor que os corresponde cuidando de que no desaparezca vuestro recuerdo de Milán. Pues el rostro de un hombre como vos merece ser retratado y legado a los que vengan después de nosotros.
Y sacó de debajo de su cinturón su cuaderno de apuntes y su lápiz de plata.
– Me hacéis un honor que sé apreciar -le aseguró Behaim, y sentándose derecho en su silla, se acarició su cuidada y oscura barba.
– ¿Y el amor que sentíais o creíais sentir por ella -preguntó el escultor al alemán mientras Leonardo empezaba a retratarle- se ha acabado por completo?
Behaim se encogió de hombros.
– Supongo que eso es asunto mío, no vuestro -respondió-. Pero si queréis saberlo: todavía no he podido borrarla de mi mente, pues no es de las que se olvidan fácilmente. No obstante, pienso que dejaré de pensar en ella en cuanto haya abandonado Milán y recorrido treinta o cuarenta millas.
– ¿Y adonde os dirigís? -preguntó D'Oggiono.
– A Venecia -respondió Behaim-. Allí me quedaré cuatro o cinco días y después embarcaré con rumbo a Constantinopla.
– A mí también me gusta viajar -comentó el escultor-, pero sólo donde veo pastar a las vacas. -Y con ello quería decir que no estaba tan demente como para aventurarse a salir a mar abierto o a otras aguas agitadas.
– ¿Queréis volver a tierra de turcos? -exclamó D'Oggiono-. ¿Siendo ellos tan salvajes y aficionados a derramar sangre cristiana, no teméis por vuestra vida?
– El turco -le explicó Behaim-, en su tierra y en sus territorios, es menos malo de lo que dicen, del mismo modo que el diablo es quizás un buen padre de familia en el infierno. Pero supongo que no habréis olvidado que me debéis un ducado. Tendréis que pagar, aunque sólo sea para que aprendáis a tener en el futuro más respeto a las personas de mi condición.
D'Oggiono suspiró y extrajo de su bolsillo un puñado de monedas de plata. Behaim las cogió y las contó. Dio las gracias a D'Oggiono y dejó caer las piezas de plata en su bolsa.
– ¡Mantened un instante vuestra bolsa en la mano! -le pidió Leonardo con una sonrisa. Y mientras Behaim sostenía la bolsa dispuesto a hacerla desaparecer, Leonardo añadió algunos trazos y terminó su dibujo.
Behaim se puso de pie y se desperezó. Luego pidió a Leonardo el cuaderno de apuntes para echarle una mirada. Examinó su retrato, se mostró muy satisfecho y no escatimó los elogios.