– Dejadme ahora un rato en paz -le interrumpió Behaim.
– Es igual, el vino corre de mi cuenta -dijo el tabernero que, incapaz de callar en el acto, siguió murmurando-. Lo dije una vez, ahí está mi palabra y no la retiro, a pesar de las moscas. Sí, señores, ya voy, ya estoy aquí, en seguida les atiendo.
El escultor se dirigió de nuevo a Behaim.
– ¿Venís de más allá de las montañas? -preguntó señalando con el pulgar por encima de su hombro como si allí, en algún lugar detrás de él, se encontrase Alemania-. ¿Cruzando el Albula y el Bernina?
– En esta época del año habría sido un viaje penoso -observó Behaim y vació de un trago su vaso de estaño-. No, señor, vengo por mar de los países de Oriente. De los estados del Gran Turco. Estuve por negocios en Alepo, en Damasco, en Tierra Santa y en Alejandría.
– ¿Cómo? ¿Habéis estado entre los turcos? -exclamó sorprendido el escultor-. ¿Y no os han empalado ni torturado?
– En su país empalan y torturan mucho menos de lo que uno se cree -le aleccionó Behaim que se sentía muy a gusto de que todos le mirasen como si fuese un fenómeno.
El escultor se atusó pensativo su pequeño mostacho.
– Sin embargo, dicen que no cesan de derramar sangre cristiana -objetó.
– Cuando comercian son bastante tratables -explicó Behaim-. Más o menos como vosotros los milaneses; ¿acaso empalaríais y torturaríais al que acudiese a vosotros para comprar armaduras o artículos de mercería? ¿O lo harían los comerciantes de Siena cuando venden su mazapán y sus pastas? Además, tengo una carta firmada por el Gran Turco en persona y eso me procura un cierto respeto.
Mancino miró a Behaim con súbito interés.
– ¿Pensáis que los turcos vendrán a Italia el año que viene?
Behaim se encogió de hombros y alargó la mano para coger el vaso de estaño.
– Están armando una flota poderosa contra Venecia y han enrolado a capitanes de barco expertos -les informó.
– ¡Dios nos proteja! -exclamó uno de los maestros canteros-. Si devoran Venecia para desayunar, Milán les servirá de cena.
– Puesto que el peligro es tan inminente y amenazador -apuntó Mancino-, habría que enviar por fin a un hombre elocuente y ducho en la interpretación de las sagradas escrituras a la corte del Gran Turco…
– ¡Ya estamos otra vez! -exclamó riendo el pintor D'Oggiono, un hombre todavía muy joven a quien le caían sobre los hombros las mechas de pelo castaño-. Esa idea le obsesiona desde hace años -explicó a Behaim-. Piensa que él es ese hombre y quiere convencer al Gran Turco de que ame y venere la divinidad de Cristo.
– Ésa sería una empresa magnífica -dijo Mancino y sus ojos brillaban y ardían.
– Abandonad esa idea -le aconsejó Behaim-. En lo que se refiere a su fe, los turcos son muy particulares.
Luego golpeó la mesa con su vaso de estaño para llamar al tabernero, pues su jarra estaba vacía.
– Yo confío más -retomó ahora la palabra D'Oggiono- en la máquina de inmersión que ha inventado messere Leonardo para perforar los barcos enemigos que se acerquen a nuestras costas.
– Pero hasta ahora -señaló el maestro organista y compositor Martegli- se ha negado obstinadamente a entregar los planos de esa máquina de inmersión a los militares porque la naturaleza perversa de los hombres podría llevarles a hundir los barcos con su tripulación.
– Eso es cierto -dijo el hermano Luca sin levantar la mirada de sus dibujos- y voy a repetiros sus palabras, pues son dignas de ser guardadas en la memoria: «Si a ti, hombre que me escuchas, la construcción y organización del cuerpo humano te parecen tan maravillosas, piensa que el cuerpo es nada en comparación con el alma que habita esa construcción. Pues el alma, sea lo que fuera, es cosa de Dios. Déjala que viva en su obra según su voluntad y su placer y no permitas que tu ira y tu maldad destruyan una vida. Pues, en verdad, quien no valora la vida no merece poseerla».
– ¿Quién es ese Leonardo? -preguntó Behaim-. Oigo hablar de él por segunda vez esta noche. ¿Es el mismo que hizo en bronce el caballo del difunto señor duque? En cualquier caso, sabe utilizar a la perfección sus palabras.
– Es el mismo -dijo D'Oggiono-. Fue mi maestro de pintura y lo que sé, se lo debo a él. Jamás encontraréis a un hombre como él, ni vos ni nadie. Crear por segunda vez un hombre semejante supera la capacidad de la naturaleza.
– También por su aspecto es un hombre espléndido -le informó el escultor-. Quizás tengáis ocasión de verle hoy. Pues sabe que cuando el hermano Luca viene a Milán se le puede encontrar por la noche en el Cordero.
– Eso no se puede afirmar con tanta seguridad -replicó el hermano Luca-. Al menos no con la seguridad que otorgan las matemáticas a los que se apoyan en sus reglas. Pues a veces me encuentro en la Campanilla a esas horas. Pero allí los tableros de las mesas son tan lisos que no hay manera de que agarre la tiza.
Behaim cayó en la cuenta de que no había acudido allí por ese messere Leonardo, y para impulsar el asunto que le preocupaba, abordó de nuevo a Mancino que acababa de terminar de cenar.
– En cuanto a esa muchacha… -entró en materia.
– ¿Qué muchacha? -preguntó Mancino por encima de sus platos.
– La que pasó por el mercado. La que os sonrió.
– ¡Callaos! ¡Ni una palabra de ella! -murmuró Mancino dirigiendo una mirada inquieta al escultor y a D'Oggiono que discutían con el hermano Luca sobre el Cordero, la Campanilla y las matemáticas.
– Podríais decirme cómo se llama -le propuso Behaim-. Es un favor de hombre a hombre.
– No habléis de ella, os lo ruego -dijo Mancino muy bajo, pero en un tono que no prometía nada bueno.
– O cómo podría encontrarla -prosiguió Behaim que no estaba dispuesto a abandonar la idea que tenía metida entre ceja y ceja.
– No lo sé -dijo Mancino alzando un poco la voz, pero de manera que sólo pudiese entenderle Behaim-. Pero os voy a decir cómo os encontraréis vos mismo: arrastrándoos a casa a cuatro patas, pues así de maltrecho os pienso dejar.
– ¡Señor! -exclamó Behaim-. ¡Os estáis propasando!
– ¡Eh! ¡Hola! ¿Qué ocurre ahí? -exclamó el pintor D'Oggiono cuya atención había sido atraída por las últimas palabras que había pronunciado Behaim en voz alta-. ¿Tenemos bronca?
– ¿Bronca? Bueno, según como se tome -respondió Mancino con la mirada fija en Behaim y la mano en el pomo de su puñal-. Decía que deberíamos abrir la ventana para que entrase el aire y el caballero opina que debe permanecer cerrada. Está bien, que permanezca cerrada.
– Por mí, podéis abrirla -gruñó Behaim, bebió de un trago su vino y la mano de Mancino soltó el pomo del puñal.
Durante un rato reinó silencio y para romperlo, D'Oggiono preguntó:
– ¿Os encontráis en Milán por negocios?
– No exactamente por negocios -explicó Behaim-. Tengo que cobrar un dinero que alguien me debe desde hace años.
– A cambio de una pequeña gratificación -dijo Mancino como si nada hubiese ocurrido- lo cobro para vos. No tenéis que molestaros personalmente, dejad que me ocupe yo. Como sabéis, estoy siempre dispuesto a serviros.
Behaim, creyendo que se burlaba de él, le dirigió una mirada de disgusto pero no le prestó mayor atención. El vino que había bebido en exceso empezaba a subírsele a la cabeza, pero aún era dueño de sus actos y sus palabras, y con ese hombre que había echado mano del puñal tan deprisa, no quería tratos, ni para bien ni para mal. Empezó a explicar a D'Oggiono su problema:
– El hombre que me debe el dinero es un florentino que vive ahora en Milán. Se llama Bernardo Boccetta. Quizás podéis decirme dónde puedo encontrarle.
En lugar de responder, D'Oggiono echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una carcajada a la que se sumaron los demás. Al parecer encontraban muy divertido lo que acababa de decir el alemán. Sólo Mancino permaneció serio. Mantenía los ojos clavados en Behaim y sus rasgos expresaban sorpresa y preocupación.