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Behaim no dijo nada, sólo le miró con asombro; no comprendía el sentido de esas palabras, ni por qué no le traían su vino. Pero uno de los maestros canteros que estaban sentados allí con sus mandiles de cuero y sus almadreñas, dijo con la amable superioridad de los que lo saben todo mejor.

– ¡Tabernero, habría resucitado!

– ¡No habría resucitado! -exclamó el amo furioso de que alguien pusiese allí en duda su capacidad de estar alerta-. Se lo habría pensado dos veces, os lo aseguro.

– Habría resucitado -repitió tenaz el maestro cantero dando a entender que al final el tabernero, pese a toda su precaución, sería estafado y el alemán no le pagaría la consumición.

– Pues habría resucitado, ¡qué demonios! ¡Pero antes le habría roto yo todos los huesos del cuerpo! -gritó el patrón fuera de sí por la insistencia del maestro cantero, y en ese momento no pensaba ya en Cristo sino en el alemán que supuestamente pretendía engañarle.

– ¿Por qué grita como un poseso? -preguntó ahora el hombre con hábito de monje levantando la cabeza de sus figuras geométricas-. ¿De qué discute?

– Del Cristo gloriosamente resucitado, reverendo hermano Luca -respondió el maestro cantero con el mayor respeto, pues el hermano Luca enseñaba matemáticas en la Universidad de Pavía.

– ¿Y por el Cristo resucitado armas semejante escándalo? -se dirigió el sabio monje al ventero.

– Sí, y ése es un asunto que me afecta a mí, no a vos -dijo el ventero-. Pues ésta es mi taberna y aquí velo yo por el orden. Yo tampoco me meto con vuestros signos ni con vuestras figuras, excepto para quitarlas con la bayeta cuando os vais, para que pueda sentarse otro cristiano a la mesa.

El monje ya no le oía. Había vuelto a sus cálculos matemáticos.

– ¡Señor! -dijo entonces Joachim Behaim al amo del Cordero-. Todavía estoy esperando mi vino y no sé lo que tiene que ver todo esto con la resurrección del Salvador. Quizás exista alguna relación que desconozco, pero yo no he venido aquí para hablar de teología. Llevaos mi abrigo a la cocina y colgadlo allí junto al hogar para que se seque. Sobre el asado de cordero mechado hablamos más tarde, pero setas no tomo.

El tabernero examinó entonces el abrigo que sostenía en la mano y para su sorpresa, comprobó que estaba hecho del mejor paño y forrado además con piel cara; sin duda valía más que todo lo que pudiese servirle al alemán en una noche. Y empezó a darse cuenta de que el grupo de la mesa se había burlado de él.

– En seguida os traigo de lo mejor que tengo -tranquilizó a Behaim-: mi Vino Santo de Castiglione por el que viene a mi casa gente de todas partes, hasta de Pavía, como aquel reverendo que acaba de intentar, en perjuicio suyo, mezclarse en mis asuntos. Que dibuje sus figuras y me deje en paz. De mí no se burla nadie -prosiguió alzando la voz para que todos le oyesen-. Conozco a mi gente. Con una mirada sé con quién estoy tratando. Pero ya estoy en camino, señor, me voy corriendo.

Y con la cabeza alta, sin dirigir una sola mirada a sus enemigos bajó a la bodega a llenar una jarra de Vino Santo.

Joachim Behaim se sintió muy reconfortado después de probar el vino. «De éste -se dijo a sí mismo- quisiera yo tener todas las noches y en cualquier lugar una jarra llena junto a mi cama.» Se recostó en su silla y cerró los ojos. Y alrededor suyo, continuó la conversación de los pintores y maestros canteros que platicaban sobre asuntos que se hallaban lejos de todo lo que preocupaba o había preocupado alguna vez al alemán.

– … por eso preferiría pintarla de Leda, desnuda y bajando los ojos…

– ¿Con el cisne en el regazo?

– ¿Será posible?¿Qué gente es esa a la que han encargado la obra?

– En índigo, albayalde y oro he gastado nada menos que once liras.

– Desnuda, pero por un lado…

– …y abre el arcón, mete la cabeza dentro como si fuese a desaparecer, y yo me digo, ahora busca el dinero…

– …cubierta con tres velos, así puedo demostrar mi talento, pues es cosa difícil en la pintura…

– ¿Y con el cisne en el regazo?

– ¡Un herrero de armaduras! ¡Un maestro alfarero! ¿Será posible! Y un fundidor de bombardas.

– Entonces saca una pieza de tela de su arcón. Una pieza de tela para una chaqueta, eso pretende darme en lugar del dinero. ¡A mí, que con mi arte he ennoblecido las costumbres de esta ciudad!

– Esos tres estarán ocupados dos años.

– Un necio, un tacaño, ni más ni menos. De buena gana le daba en los morros con su tela.

– Cuando uno no comparte mesa con los potentado que asignan esa hermosa obra…

– ¡Es un tacaño!

– ¿Con el cisne en el regazo?

– Sí, con el cisne en el regazo. ¿Es eso tan importante? Cualquiera sabe pintar un pajarraco así.

– Ahí está Mancino. Al fin llega. ¡Aquí, Mancino!

– Aunque le hubiese llamado el mismísimo Papa, nc habría venido antes. Estaba acostado con esa moza gordc que le lleva de cabeza.

– Camina como un héroe, viene de librar combate amorosos…

– … viene del burdel donde viven los dos.

– En efecto, así es. Directamente de allí vengo. ¿Quién tiene algo que objetar?

La somnolencia del alemán se disipó en un instante pues conocía la voz melodiosa y profunda que había sonado al final. Abrió los ojos. El hombre que había cantado en el mercado, el hombre de rostro surcado de arrugas y ojos ardientes estaba allí en la taberna declamando versos:

Dime que me quieres. Y te lo
premiaré en seguida con avivada pasión.
Haré de tu cama el cielo
en el burdel donde vivimos los dos.

– ¡Tabernero! -se interrumpió sentándose a la mesa de sus amigos.- Sírveme lo que puedas por una moneda de cobre, pero elige con cuidado los platos para que no salgas perdiendo, pues no tengo en el bolsillo más que esta moneda de cobre, aunque es auténtica y de buena ley. ¿Por dónde iba?

Tuve en este combate la fortuna del vencedor,
como antaño Aquiles, el señor de los mirmidones.
Me marché dejándola dormida
en el burdel donde vivimos los dos.

– Esos versos -opinó uno de los hombres a cuya mesa estaba sentado- ya te los hemos oído más de una docena de veces y hasta el tabernero puede recitarlos de memoria. Invéntate versos nuevos, Mancino, a lo mejor te ganas así una cena.

Behaim hizo una seña al ventero para que se acercase.

– ¿Quién es el hombre que acaba de entrar? -preguntó-. El de la moneda de cobre. Tiene un aspecto muy singular.

– ¿Ése? -dijo displicente el tabernero-. No sois el primero a quien extraña su aspecto. Un versificador, un poeta. Recita sus versos y de esa manera consigue sus almuerzos. Le llaman Mancino porque lo hace todo con la mano izquierda, incluso cuando se bate con la espada, reparte golpes y estocadas con la izquierda pues además es un auténtico matón. Nadie sabe cómo se llama en realidad, ni él mismo lo sabe. Le encontraron una mañana, con la cabeza abierta y le llevaron al cirujano y cuando volvió en sí, había olvidado toda su vida anterior, ni siquiera podía decir su nombre. Curioso, señor, que uno pueda olvidar su nombre. Messere Leonardo que viene aquí a menudo y conversa con él… ¿cómo, señor? ¿No conocéis a messere Leonardo? ¿Messere Leonardo que ha hecho en bronce el caballo del difunto duque? ¿No habéis oído hablar nunca de él? Permitidme la pregunta: ¿de dónde venís? ¿Venís de la tierra de los turcos? Dejad que os diga una cosa: hombres como ese Leonardo recorren el mundo quizás una vez cada cien años. ¡El mejor de todos los ingenios, señor! ¡En todas las artes y todas las ciencias el mejor ingenio! Yo, como tabernero, sé que es en la cocina donde estoy en mi elemento, no me preguntéis a mí, aunque tampoco me aventaja nadie a la hora de comprar vino, pero preguntad a los otros, preguntad a quien queráis en Milán por messere Leonardo, el Florentino, preguntad al reverendo hermano Luca que está allí enfrente, o al maestro D'Oggiono, el pintor, que está sentado al lado de Mancino… sí, exacto, al lado del susodicho Mancino, y messere Leonardo dice que debido a la herida de la cabeza y a la anatomía había olvidado su nombre y su origen. A veces cree acordarse, me refiero a Mancino, y entonces desvaría, dice que es hijo de un duque o de algún otro noble y que había realizado viajes de placer, y que tenía casas en la ciudad, fincas, estanques con peces, bosques y la jurisdicción sobre numerosos pueblos y que todo eso le estaba esperando, pero no sabía dónde. Luego se lamenta de no haber sido nunca más que un pobre vagabundo, de haber soportado mucha hambre, frío y otras calamidades y de haber pasado rozando la horca en varias ocasiones. Sólo Dios conoce la verdad. Hace años que viene a esta taberna, unas veces le pagan la cena sus amigos, otras, no. En fin, a mí no me importa invitarle a una rebanada de pan con salchicha de tocino. El italiano lo habla a la manera de la gente que viene de las montañas saboyanas, quizás se encuentra allí su ducado, a no ser que se encuentre en la luna. Dicen que anda durante el día con mujeres indecentes, y eso es todo lo que sé de él.

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