«La culpa será suya y no mía, si no recupera el pañuelo -pensó contrariado-; del mejor boccaccino y apenas usado, ¡cómo lo puede abandonar así! ¿Por qué tenía tanta prisa? ¡Al menos podría haberse vuelto una vez! ¡Dios santo, esos ojos, ese rostro! ¡Maldita sea debería haberla seguido más deprisa!»
Mientras argüía y porfiaba de esa manera consigo mismo y con la muchacha, tan pronto echándose a sí mismo la culpa de haberla perdido de vista, tan pronto echándosela a ella, se le ocurrió que, ya que había desaparecido, podía al menos estudiar más de cerca al extraño admirador que tenía la muchacha en el mercado, y que quizás era aconsejable llegar a conocerle. De ese modo sería tal vez posible, se dijo, averiguar algún dato sobre ella, sobre su persona y su condición, sobre dónde vivía, sobre su origen, sus costumbres y su familia, sobre dónde podría volver a verla y si era una muchacha decente o una de las ligeras pues, al fin y al cabo, uno siempre desea saber en qué agua está pescando. Mientras tanto, el cantante del mercado había terminado su canción y había bajado del tonel de col. Y caminando hacia él, Joachim Behaim descubrió con asombro que aquel hombre que había actuado como un muchacho enamorado divirtiendo a los muleros con su canción, estaba ya bastante entrado en años; probablemente había rebasado con creces los cincuenta. Y Joachim Behaim tuvo la sensación de que con aquel hombre, que más que un galán parecía la mismísima muerte descarnada, se había cruzado en alguno de sus viajes y eso debía haber sido hacía mucho tiempo y en otro país. «¿En Francia tal vez? ¿En Troyes? ¿En Besançon? ¿O en Flandes? ¿En Borgoña?» No, no podía recordar el escenario ni las circunstancias concretas del encuentro que parecía perderse en un pasado irreal, pero cuanto más reflexionaba, más seguro estaba de que no veía por primera vez aquel rostro donde los años, las experiencias, las pasiones y, sin duda también, el desengaño y más de una preocupación habían trazado sus profundos surcos.
El hombre parecía haberse dado cuenta de que Joachim se acercaba a él con la intención de hablarle. Arqueando las cejas miró displicente por encima de él, y su rostro adoptó una expresión fría y distante. «Altivo como uno que es conducido a la horca», pensó Joachim Behaim, y al instante se dio cuenta de lo disparatada que era esa ocurrencia, pues nadie caminaba altivo hacia la horca, más bien digno de lástima, desesperado, reclamando compasión o quizás indiferente, si se había resignado con su destino. Ese hombre de semblante altivo tomaría sin duda muy a mal una pregunta sobre aquella muchacha y no estaría en absoluto dispuesto a dar explicaciones a nadie. Quizás era de los que aprovechaban cualquier motivo para iniciar una reyerta y daba la impresión de tener una mano muy suelta con el puñal.
A Behaim no le faltaba coraje, sabía salir airoso de las riñas y las peleas. Sin embargo, tendía a la prudencia, y en una ciudad donde era extranjero y no tenía un solo amigo, prefería evitar las reyertas, pues no se podía prever cómo terminaban.
Así que pasó por el lado del hombre en silencio, con fingida indiferencia y sin dirigirle una sola mirada.
Desde entonces no había vuelto a ver a la muchacha, tampoco había acudido todos los días a la calle de San Jacobo pues la venta de los dos caballos había ocupado gran Parte de su tiempo. Pero en cuanto cerró el trato y pudo olvidarse del asunto, abandonó su posada, aunque le ofrecía todas las comodidades que él exigía y podía esperar en un país extranjero, y alquiló una buhardilla espaciosa con una cama en la calle de San Jacobo, en la casa de un hombre que comerciaba con velas de cera.
Durante toda una tarde, acechó la calle desde la ventana de su habitación, pero la muchacha no apareció. Cayó en la cuenta de que si la veía, tendría que bajar antes por la escalera de caracol y atravesar la habitación que servía de almacén al cerero y que para entonces la muchacha habría vuelto a desaparecer y le contrarió no haber pensado antes en ello. También se decía que se había quedado en Milán por otro asunto completamente distinto y mucho más importante, lo de la muchacha era secundario; antes de nada debía conseguir su dinero, y como estaba cansado de esperar y de acechar la calle y además empezaba a oscurecer, bajó a la tienda del cerero en busca de consejo.
El cerero era un hombre bastante simple que no veía más allá de la puerta de su tienda, pero era muy charlatán y entremetido y cuando entablaba conversación con alguien no le soltaba tan deprisa. Ese «alemán» llegaba muy oportuno.
– Adelante, adelante, sentaos y poneos cómodo -comenzó-, y luego decidme dónde os aprieta el zapato, pues he vivido el suficiente tiempo en esta ciudad como para poder ayudaros con mi consejo y con información de toda clase y así complaceros. ¿Deseáis vender o comprar aquí y de qué productos se trata? Cuidado al comprar, señor, cuidado, ése es el primer consejo que os doy; no compréis nada sin consultarme, pues esta ciudad tiene, como suelen decir de ella, los señores, las piedras y los canallas más grandes. ¿O acaso tenéis alguna queja de vuestra salud, buscáis un boticario, un médico? A mí me parece que os vendría bien que os sangrasen un poco.
– Me encuentro aquí buscando a un hombre que desde hace tiempo me debe dinero por unas mercancías que recibió de mi padre para venderlas -dijo Behaim cuando pudo tomar la palabra-. Siempre he sido un poco congestionado, pero me encuentro perfectamente.
– ¿Buscáis a un hombre que os debe dinero por mercancías que recibió de vuestro padre? -repitió el cerero tan despacio y grave como si esa noticia le indujese a reflexionar profundamente pero antes tuviese que grabarla palabra por palabra en su memoria-. ¿Qué clase de mercancías? -Quiso saber entonces.
– Cajitas de plata para meter agujas -le informó Joachim Behaim-. Además pequeñas pantuflas, de esas que llaman zoccoli en Venecia.
– Zoccoli, zoccoli -repitió el cerero como si esa palabra le sumiese en profundas cavilaciones-. Y cajitas de plata, ¿decís? ¿Estáis seguro de que aún vive?
– ¿El hombre que me debe el dinero? Sí, ese hombre vive -declaró el alemán-. Me lo han dicho.
– Qué lástima -opinó el cerero-. Ese dato es muy poco oportuno y temo que no podré proporcionaros información. Verdaderamente no es un dato favorable. Habéis de saber que yo vendo velas para entierros y funerales, ése es mi negocio y por eso sólo averiguo algo sobre los habitantes de Milán cuando han muerto. Sólo entonces se descubre quiénes eran y la fama que tenían en vida.
– ¿De verdad? ¿Es así? -se sorprendió Behaim.
– Pero si sigue con vida -prosiguió el cerero-, mi consejo es el siguiente: dirigios a un miembro del gremio de los mozos de cuerda y preguntadle por ese hombre. Pues aquí en Milán, los mozos de cuerda entran en todas las casas, ven lo que pasa en ellas y nada se les escapa. Pero procurad no toparos con uno que vaya demasiado cargado con cajas y fardos, con ése es mejor no hablar, pues no se limitará a sus «¡eh!», «¡oh!», «¡cuidado!», «¡despejen», y en un instante se pondrá soez y podréis consideraros afortunado si no os desea más que la peste, una apoplejía o la podredumbre de los dientes. ¡Sí, aquí en Milán se pueden averiguar muchas cosas de los mozos de cuerda!
– Hay algo todavía que quisiera preguntaros -dijo Behaim-. Hace unos días, iba por esta calle con la intención de conseguir algo bueno y agradable para la noche…
– ¿Algo bueno y agradable para la noche? -exclamó el cerero muy ufano-. Yo puedo sugeriros algo. No me cuesta nada daros un consejo, si es eso lo que deseáis. ¡Comprad un par de lampreas! Son el plato ideal para un paladar refinado, son exquisitas y precisamente ahora es la época. Yo os las preparo, vos os encargáis mientras tanto del vino y juntos pasaremos una excelente velada. Uno cuenta esto, el otro aquello…
– Yo no pensaba en lampreas para esa noche, sino en una chica -le interrumpió Behaim-. En alguna joven bonita, y tuve suerte, me crucé con una que me encantó. Pero la perdí de vista y no pude encontrarla; pienso que seguramente habrá pasado más de una vez por delante de la puerta de vuestra tienda y si os la describo podréis decirme quién es.