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– Mmmm. ¿Enfadada?

– ¿Usted qué cree? Furiosa.

– ¿Lo lamenta?

– ¿Por él? No, en absoluto. Lo lamento por haber sido tan ingenua. -Se aporreó la palma de una mano con el puño de la otra-. A partir de ahora, todas mis futuras citas tendrán que presentar formalmente tres referencias firmadas ante notario.

– ¿Y su ex?

Dos puntos para Doc. Tenía un talento natural para mitigar al instante sus sonrisas con una pregunta repentina y que le daba qué pensar.

– ¿Qué hay de él? ¿Lo tiene en mente?

– No.

– ¿Está segura?

– Por supuesto que estoy segura.

– No queda nada…

– No.

Frunció el entrecejo, dubitativo.

– Cuando se lo he mencionado ha puesto usted una cara graciosa de verdad.

Por dentro estaba suplicándole que no la hiciese pasar por aquello. De la misma manera, contarle la historia le serviría para matar su curiosidad.

– John Malone. Un gran nombre de la televisión. Con una cara y una voz en consecuencia. Nos conocimos a través del trabajo y nos enamoramos como locos. Los primeros meses fueron una bendición. Luego, poco después de que nos casáramos, fue contratado por un canal como corresponsal en el extranjero.

– Ah. Ya entiendo.

– No, no lo entiende -replicó ella-. En absoluto. Los celos profesionales no entraban en juego. Era una oportunidad fantástica para John y estuve francamente a favor de la misma. La idea de vivir en el extranjero resultaba excitante. Me imaginaba viviendo en París o en Londres o en Roma. Pero se tenía que elegir entre América del Sur o Bosnia. Esto fue antes de que los americanos oyeran hablar por primera vez de Bosnia. Los combates allí estaban sólo empezando.

Sin pensarlo, tiró de un hilo suelto del dobladillo de la camiseta.

– Naturalmente, le animé para que se decantara por lo más seguro, Río. Adonde, casualmente, yo podía acompañarle. No me gustaba la idea de que mi pareja me dejara en los Estados Unidos para irse a una zona en guerra, sobre todo a una zona con fronteras tan indefinidas y en la que todo el mundo estaba aún decidiendo de qué bando estaba.

»Optó por la más emocionante de las dos. Quería estar donde estuviese la acción, donde tuviera la garantía de estar más tiempo en pantalla. Discutimos sobre el tema. Apasionadamente. Al final le dije: «De acuerdo, John, está bien. Ve. Deja que te maten».

Levantó la cabeza y se encontró directamente con los ojos de Doc.

– Y eso fue lo que hizo.

La expresión de él permanecía impasible.

Tiel continuó.

– Entró en una zona donde se suponía que los periodistas no podían entrar…, lo que no me sorprendió -añadió con una risa débil-. Era aventurero por naturaleza. Cayó por la bala de un francotirador. Repatriaron su cuerpo. Lo enterré apenas tres meses después de nuestro primer aniversario de bodas.

Pasado un rato, dijo Doc:

– Eso es duro. Lo siento.

– Sí, bueno…

Permanecieron en silencio mucho tiempo. Fue Tiel quien habló por fin.

– ¿Y cómo le ha ido a usted?

– ¿En cuanto a qué?

– A las relaciones.

– ¿Concretamente…?

– Vamos, Doc. No se haga el tonto -le reprendió en voz baja-. Yo le he sido sincera.

– Eso ha sido decisión suya.

– Lo justo es lo justo. Compártalo conmigo.

– No hay nada que compartir.

– ¿Sobre usted y las mujeres? -preguntó con incredulidad. Eso no me lo creo.

– ¿Qué quiere? ¿Nombres y fechas? ¿Empezando por cuándo, señorita McCoy? ¿Cuenta el instituto, o empiezo por la universidad?

– ¿Qué le parece desde la muerte de su esposa?

– ¿Qué le parece meterse en sus jodidos asuntos?

– De hecho, estamos hablando de sus jodidos asuntos.

– No, no estamos. Está usted.

– Después del lío de su esposa, creo que le debió de resultar difícil confiar en otra mujer.

La boca de él quedó confinada a una estrecha mueca de rabia, indicando con ello que le había tocado la fibra sensible.

– No sabe nada de…

Pero Tiel nunca llegó a saber de su boca qué era lo que no sabía, pues las palabras de Doc se vieron interrumpidas por un grito ensordecedor de Donna.

Capítulo 12

La cinta de Kip se emitía simultáneamente en dos monitores de la camioneta y todos los allí congregados se apiñaban para verla. Uno de los agentes del FBI dirigía el panel de control y congelaba la imagen siempre que Calloway se lo pedía.

– ¿Dónde está mi hija? No veo a Sabra.

Calloway detectó alcohol en el aliento de Dendy. Había estado saliendo de la camioneta regularmente, «para respirar un poco de aire fresco». Pero, al parecer, había estado tomando algo más que oxígeno.

– Paciencia, señor Dendy. Estamos ansiosos por verlo todo. Necesito saber dónde está posicionada la gente. En cuanto tenga una visión general, volveremos a pasar la cinta y la pararemos en los segmentos que merezcan un estudio más detallado.

– A lo mejor Sabra ha intentado enviarme un mensaje privado. Algún tipo de señal.

– A lo mejor -fue la evasiva respuesta del agente.

Escuchó los comentarios de presentación de Tiel McCoy con la nariz a menos de un palmo de distancia del monitor en color. Cabía admitir que la chica sabía mantener la compostura. Estaba serena. Su aspecto no era el ideal porque iba vestida con una camiseta con la bandera de Texas, pero aparecía tranquila y hablaba como si estuviera en un estudio de televisión, sana y salva detrás de una mesa de despacho.

– Ese hijo de puta -soltó Dendy en cuanto Ronnie apareció en pantalla.

– Si no puede mantener la boca cerrada, señor Dendy, estaré más que feliz de podérsela cerrar yo mismo. -Cole Davison profirió la amenaza en voz baja, aunque con toda su fuerza.

– Caballeros -dijo Calloway.

Nadie más habló mientras Ronnie ofrecía su discurso. Pero el silencio se hizo aún más pesado cuando la cámara pasó a captar la escena de Sabra y la recién nacida. Las imágenes eran conmovedoras, desgarradoras. El diálogo era turbador. Ninguna nueva madre con su bebé en brazos amenazaría con quitarse la vida.

Nadie dijo nada durante los segundos posteriores a la conclusión de la cinta. Finalmente, Gully tuvo la valentía de pronunciar en voz alta lo que todos los demás estaban pensando.

– Supongo que esto responde a la pregunta de quién es el responsable de todo esto.

Calloway levantó la mano, desanimando cualquier otro comentario editorial no solicitado sobre la culpabilidad de Russell Dendy. Se volvió hacia Cole Davison.

– ¿Qué me dice de Ronnie? ¿Qué le ha parecido?

– Agotado. Asustado.

– ¿Colocado?

– No, señor -respondió rápidamente Davison-. Ya se lo he dicho, es un buen chico. No va de drogas.

A lo mejor una cerveza de vez en cuando. No pasa de ahí.

– Mi hija no es ninguna droga dicta -observó Dendy.

Calloway siguió centrado en Davison.

– ¿Ha visto alguna cosa inusual que pudiera alertarnos de un estado de ánimo inestable?

– Mi hijo de dieciocho años está hablando de suicidarse, señor Calloway. Creo que esto viene a resumir su estado de ánimo.

Pese a que Calloway comprendía a aquel hombre a la perfección -él también tenía hijos adolescentes-, siguió presionándole para obtener más información.

– Usted lo conoce, señor Davison. ¿Cree que está marcándose un farol? ¿Le parece sincero? ¿Cree que lo haría?

El hombre luchó por encontrar una respuesta. Luego bajó la cabeza, abatido.

– No, no creo. La verdad es que no. Pero…

– ¿Pero? -Calloway resaltó la conjunción-. ¿Pero qué? ¿Ha mostrado alguna vez Ronnie tendencias suicidas?

– Nunca.

– ¿Rabietas violentas? ¿Un carácter incontrolable?

– No -respondió brevemente. Sin embargo, parecía incómodo con su respuesta anterior. Nervioso, miró a Calloway y a los demás, y luego volvió a fijarse en el agente-. Bien, sólo una vez. Fue un incidente aislado. Y no era más que un niño.

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