Capítulo 8
Tiel había bautizado con el nombre de Juan al mexicano más bajo y robusto. Era él quien había causado aquella conmoción. Estaba inclinado sobre el agente Cain, maldiciéndolo con ganas…, o se imaginaba que era eso lo que estaba haciendo. No dejaba de gritarle en español.
Cain gritaba todo el rato «¿Qué demonios?» y luchaba en vano por liberarse de la cinta adhesiva.
Ante la consternación de todos, Juan cogió otro trozo de cinta y le tapó la boca al agente del FBI para acallarle. Mientras, el compañero más alto de Juan disparó un corrido de palabras en español con lo que parecían reproches por el repentino ataque de Juan sobre el agente.
Ronnie, pistola en mano, gritó:
– ¿Qué sucede? ¿Qué hacéis ahí? ¿Qué ha pasado, Vern?
– Maldita sea si lo sé. Estaba medio dormido. Me he despertado cuando han empezado a pelearse y a gritarse entre ellos.
– Le ha saltado encima -aportó Gladys, con sus remilgados modales-. Sin motivo aparente. No me fío de él. Ni tampoco de su amigo, la verdad.
– ¿Qué pasa? -preguntó Doc.
Los mexicanos se quedaron de repente en silencio, sorprendidos de que hablara español. Juan era el que más sorprendido parecía. Volvió la cabeza y se quedó mirando fijamente a Doc. Impertérrito ante aquella mirada abrasadora, Doc repitió de nuevo la pregunta.
– Nada -murmuró Juan, casi para sus adentros.
Entonces Doc se levantó e intercambió miradas con el mexicano.
– ¿Y bien? -preguntó Tiel.
– ¿Y bien qué? Mi vocabulario en español no llega más allá de decir hola, adiós, por favor, gracias y mierda. Y nada de ello se aplica a esta situación en particular.
– ¿Por qué le has saltado encima? -le preguntó Ronnie al mexicano-. ¿A ti qué te pasa?
– Está medio chiflado -dijo Donna-, eso es lo que le pasa. Lo supe en el momento en que le puse los ojos encima.
Juan respondió en español, pero Ronnie negó con la cabeza, impaciente.
– No te entiendo. Quítale eso de la boca. ¡Hazlo! -le ordenó, viendo que Juan no le obedecía de inmediato. Ronnie se hizo entender representando a modo de pantomima la acción de arrancarle la cinta a Cain, que escuchaba y observaba los sucesos con los ojos como platos y asustado.
El mexicano se agachó, tiró de un extremo de la cinta adhesiva y se la arrancó. El agente dio un brinco de dolor y luego gritó:
– ¡Eres un hijo de puta!
Juan parecía satisfecho consigo mismo. Miró de reojo a su compañero y ambos se echaron a reír, como si les divirtiesen las circunstancias incómodas en las que se encontraba el agente.
– Vais a ir todos a la cárcel. Todos y cada uno. -Cain miró con odio a Tiel-. Especialmente usted. Usted es la culpable del lío en el que estamos metidos.
– ¿Yo?
– Usted ha bloqueado a un oficial federal y le ha impedido llevar a cabo su deber.
– Le he impedido acabar innecesariamente con una vida humana a cambio de ganarse medallas, quedarse a gusto, o lo que sea que le motivara a entrar aquí y complicar aún más una situación ya complicada de por sí. Bajo el mismo conjunto de circunstancias, volvería a machacarle.
La mirada hostil del agente pasó de un rehén a otro, hasta aterrizar finalmente en el mexicano que le había atacado.
– No lo entiendo. ¿Qué demonios les pasa a ustedes? -Hizo un ademán en dirección a Ronnie-. El enemigo es él, no yo.
– Lo único que pretendemos es que esta situación no termine en desastre -dijo Doc.
– La única manera de que así sea es con una rendición total y con la liberación de los rehenes. La política de la agencia es de no negociar.
– Eso ya nos lo ha dicho Calloway -le explicó Tiel.
– Si Calloway me cree muerto…
– Ya le hemos contado que no lo está.
El agente se mofó de Ronnie.
– ¿Y qué te hace pensar que va a creerte?
– El que yo se lo haya confirmado -dijo Tiel.
Doc, que estaba de nuevo con Sabra, dijo:
– Necesito otro paquete de pañales.
No podían ser para el bebé, pensó Tiel razonando. Katherine no podía haberse mojado tanto. Una sola mirada le bastó para comprender que los recambios eran para Sabra. La hemorragia seguía sin decrecer en intensidad. Más bien había aumentado.
– Ronnie, ¿podría coger otro paquete de pañales?
– ¿Qué sucede? ¿Va algo mal con la niña?
– El bebé está bien, pero Sabra no para de sangrar.
– Dios mío.
– ¿Puedo coger los pañales?
– Claro, claro -dijo, sin pensarlo.
– Vaya clase de héroe eres, Davison -observó Cain en tono sardónico-. Estás dispuesto a dejar que tu novia y el bebé mueran con tal de salvar el pellejo. Sí, para dejar que una mujer se desangre hasta la muerte se necesita ser valiente de verdad.
– Ojalá ese mexicano le hubiese dejado la boca tapada -gruñó Donna-. La tiene de lo más sucia, agente.
– Por una vez tiene usted razón, Donna -dijo Gladys. Y dirigiéndose a Cain, añadió-: Lo que ha dicho es despreciable.
– ¡Ya está bien, a callarse todos! -dijo Ronnie. Todo el mundo se quedó en silencio al instante, excepto los dos mexicanos, que seguían dialogando en voz baja.
Tiel corrió al lado de Doc con el paquete de pañales desechables. Lo abrió como pudo y desplegó un pañal para dárselo. Doc se lo colocó a Sabra debajo de las caderas.
– ¿Qué le ha hecho pensar en esto?
– La hemorragia traspasa las compresas enseguida. Y estos pañales están recubiertos de plástico.
La conversación era un murmullo. Ninguno de los dos quería asustar a la chica ni aturullar más a Ronnie, que no dejaba de mirar el reloj de pared colgado detrás del mostrador. La larga aguja de los minutos daba vueltas con terrible lentitud.
Doc se instaló junto a Sabra y le cogió la mano.
– Sigues sangrando un poco más de lo que me gustaría.
Los ojos de la chica se clavaron en los de Tiel, que le había posado una mano en el hombro para consolarla.
– No es necesario alarmarse. Doc piensa por adelantado. No quiere que las cosas empeoren hasta el punto de luego no poder mejorar.
– Tiene razón. -Se colocó a su lado y le habló en voz baja-. ¿Podrías, por favor, replantearte lo de ir al hospital?
– ¡No!
Siguió suplicándole:
– Antes de decir que no, escúchame un minuto. Por favor.
– Por favor, Sabra. Deja que Doc se explique.
Los ojos de la chica se movieron de nuevo hacia Doc, pero lo miraron con cautela.
– No sólo pienso en ti y la pequeña -dijo-, sino también en Ronnie. Cuando antes dé todo esto por finalizado, mejor será para él.
– Mi padre lo matará.
– No, no lo hará. No, si tú y Katherine estáis a salvo.
Los ojos de la chica se llenaron de lágrimas.
– No lo comprenden. Sólo simula querernos a salvo. Anoche, cuando le explicamos lo del bebé, amenazó con matarlo. Dijo que de poder, me abriría para quitármelo allí mismo y luego lo estrangularía con sus propias manos. Odia a Ronnie hasta este punto, odia que estemos juntos.
Tiel lanzó un grito sofocado. Jamás había oído una palabra de elogio sobre Russell Dendy, pero aquel testimonio de su crueldad resultaba escalofriante. ¿Cómo era posible tener tan poco corazón? Los labios de Doc quedaron reducidos a una fina línea.
– Así es mi padre -continuó Sabra-. Odia que le lleven la contraria. Nunca nos perdonará haberle desafiado. Mandará a Ronnie a la cárcel para siempre, y se asegurará de que nunca jamás yo vuelva a ver a mi niña. No me importa lo que me haga. Me da lo mismo lo que me ocurra si no puedo estar con ellos.
Agachó la cabeza y descansó la mejilla sobre la recién nacida. La pelusilla de color melocotón de la cabecita se empapó de las lágrimas que rodaban por las mejillas de Sabra.
– Los dos han sido estupendos conmigo. De verdad. Odio defraudarlos. Pero no me harán cambiar de idea. Me quedaré aquí hasta que permitan que Ronnie y yo salgamos con la promesa de mi padre de dejarnos tranquilos. Además, Doc, confío en usted más que en cualquier médico del hospital donde me mandara mi padre.