– ¿Y usted, Doc?
– ¿Yo, qué?
– ¿Que si está casado?
– Mi esposa murió hace tres años.
A Sabra le cambió la cara.
– ¡Oh!, lo siento mucho.
– Gracias.
– ¿Cómo murió? Si no le importa que se lo pregunte.
Comentó lo de la enfermedad de su esposa sin mencionar el conflicto que siguió a su desaparición.
– ¿Tiene hijos?
– Por desgracia, no. Justo empezábamos a hablar de iniciar una familia cuando cayó enferma. Igual que la señorita McCoy, ella tenía su carrera profesional. Era microbióloga.
– Caramba, debía de ser inteligente.
– Brillante, de hecho. -Sonrió, aunque Sabra no pudo verlo-. Mucho más inteligente que yo.
– Debían de quererse mucho.
La sonrisa fue apagándose poco a poco. Lo que Sabra no podía imaginarse, pero que Tiel sí sabía, era que aquel matrimonio había sido irregular y problemático. Durante la investigación de las circunstancias que rodearon la muerte de Shari Stanwick, se descubrió que ella había tenido un romance extramatrimonial. Bradley Stanwick conocía la infidelidad de su mujer y asumió generosamente su parte de culpa. Su horario laboral era tremendamente exigente y le mantenía alejado de casa.
Pero los dos se querían y estaban empeñados en que el matrimonio continuase adelante. Cuando se diagnosticó la enfermedad, estaban siguiendo terapia matrimonial y planeaban seguir juntos. De hecho, la enfermedad les había unido más. Al menos, fue lo que él explicó a quienes le acusaban.
Tiel se dio cuenta de que, incluso después de tanto tiempo, el recuerdo del adulterio de su esposa seguía doliéndole.
La expresión pensativa de Doc cambió en cuanto se dio cuenta de que Tiel lo miraba.
– Ya hay bastante por el momento -dijo, con más brusquedad de la que seguramente pretendía.
– De todos modos, ya ha dejado de succionar -dijo Sabra-. Creo que se ha dormido.
Mientras Sabra volvía a arreglarse la ropa, Tiel cogió a la pequeña y la cambió. Doc acomodó de nuevo a la chica y verificó el pañal que le había colocado.
– Mejor. Gracias a Dios.
Tiel acunó al bebé y le besó la cabecita antes de devolverlo a los brazos de su madre.
Sonó el teléfono. Había pasado una hora.
Todo el mundo dio un respingo y prestó atención. Aunque esperado, el sonido del teléfono resultó enervante porque representaba el curso de su futuro. Ahora que el desenlace de los acontecimientos era inminente, todos parecían aborrecer la idea de tener que oír la respuesta de Calloway a las exigencias de Ronnie. Especialmente este último, quien parecía incluso más nervioso que antes.
Miró a Sabra e intentó sonreír, aunque no pudo mantener la expresión durante mucho tiempo.
– ¿Estás segura, Sabra?
– Sí, Ronnie. -Lo dijo en voz baja pero con resolución y dignidad-. Totalmente segura.
El chico se secó el sudor de las manos en el pantalón antes de coger el auricular.
– ¿Señor Calloway? -Entonces, después de una pausa momentánea, exclamó-: ¡Papá!
Capítulo 9
– ¿Quién es éste?
Cuando el recién llegado fue escoltado hasta la camioneta del FBI, Calloway había ignorado la maleducada pregunta de Russell Dendy y se había levantado para estrecharle la mano a aquel hombre.
– ¿Señor Davison?
– Esto debe de ser una broma -había soltado Dendy con cara de asco-. ¿Quién le ha invitado?
Calloway había hecho como si Dendy no estuviese allí.
– Soy el agente especial Bill Calloway.
– Cole Davison. Me gustaría poder decir que es un placer conocerlo, señor Calloway.
A juzgar por su aspecto, se diría que Davison era un ranchero. Iba vestido con unos pantalones Levi's descoloridos y botas de vaquero. Su camisa blanca almidonada lucía cierres nacarados en lugar de botones. Al entrar en la camioneta, se había despojado educadamente de un sombrero de paja que le había dejado una marca en el pelo y una señal rosada en la frente, varios tonos más pálida que los dos tercios inferiores de su bronceado rostro. Era de complexión fuerte y caminaba con las piernas arqueadas.
Pero no era ranchero, sino el propietario de cinco restaurantes franquiciados de comida rápida, y vivía en Hera sólo para huir de «metrópolis» como Tulia y Floydada.
Calloway le había dado la bienvenida con un «Gracias por venir tan rápidamente, señor Davison».
– Habría venido independientemente de que me lo hubiese pedido o no. En cuanto me enteré de que estaba aquí mi chico, quise venir enseguida. Cuando llamó usted estaba ya saliendo por la puerta.
Dendy, que estaba furioso en un segundo plano, había agarrado a Davison por el hombro y le había obligado a volverse. Le clavó el dedo índice en la cara.
– La culpa de que mi hija esté metida en este lío es suya. Si le sucede alguna cosa, es usted hombre muerto, igual que ese bribón que ha engendrado…
– Señor Dendy -le había interrumpido Calloway, muy serio-. Estoy de nuevo a punto de hacerle desaparecer físicamente de esta camioneta. Una palabra más y lo echo.
El millonario, haciendo caso omiso de la advertencia de Calloway, había continuado con su arenga.
– Su hijo -había dicho- ha seducido a mi hija, la ha dejado embarazada y luego la ha secuestrado. A partir de ahora, la misión de mi vida será que nunca vuelva a ver la luz del día ni a respirar un ápice de libertad. Pienso asegurarme de que pase en la cárcel cada segundo de su miserable vida.
Cabe decir que Davison mantuvo su frialdad.
– Me parece, señor Dendy, que usted tiene parte de culpa en todo esto. Si no hubiese sido tan duro con estos chicos no habrían sentido la necesidad de huir. Sabe tan bien como yo que Ronnie no se llevó a la chica en contra de su voluntad. Se quieren y han huido de usted y de sus amenazas. Eso es lo que yo pienso.
– Me importa una mierda lo que usted piense.
– Pues a mí no -había dicho gritándole Calloway a Russell Dendy-. Quiero saber lo que opina el señor Davison de la situación.
– Puede llamarme Cole.
– De acuerdo, Cole. ¿Qué sabe usted de todo esto? Cualquier cosa que pueda decirnos sobre su hijo y su estado de ánimo nos resultará útil.
A lo que Dendy había dicho:
– ¿Por qué no aposta francotiradores? ¿Un equipo de fuerzas especiales? Eso sí que sería útil.
– El uso de la fuerza pondría en peligro la vida de su hija y de su bebé.
– ¿Bebé? -había exclamado Davison-. ¿Ha nacido ya?
– Por lo que tenemos entendido, hace dos horas que ha tenido una niña -le había comunicado Calloway-. Nos informan de que ambas están bien.
– Nos informan -había dicho Dendy en tono de mofa-. Por lo que yo sé, mi hija está muerta.
– No está muerta. No, según la señorita McCoy.
– Tal vez estuviera hablando para salvar su propio pellejo. ¡Ese lunático podría estar apuntándola con una pistola en la cabeza!
– No creo, señor Dendy -había dicho Calloway, luchando por mantener la calma-. Y tampoco lo cree nuestro psicólogo, que ha estado escuchando mi conversación con la señorita McCoy. Ella parece controlar perfectamente sus actos, no como una persona coaccionada en algún sentido.
– ¿Quién es esta señorita McCoy? -había querido saber Davison.
Calloway se lo había explicado, y luego había observado a Davison con atención.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con Ronnie?
– Anoche. Él y Sabra estaban a punto de ir a casa de los Dendy para explicarles lo del bebé.
– ¿Cuánto tiempo hace que conocía el embarazo?
– Unas cuantas semanas.
Dendy estaba rojo como un tomate.
– ¿Y no consideró usted adecuado decírmelo?
– No, señor. Mi hijo confió en mí. No podía traicionar su confianza, aunque le animé a que se lo explicara. -Luego le había vuelto la espalda a Dendy y había dirigido a Calloway el resto de sus comentarios.
– Hoy he tenido que ir corriendo a Midkiff porque se había estropeado una freidora. No he vuelto a casa hasta última hora de la tarde. He encontrado una nota de Ronnie en la mesa de la cocina. Decía que habían venido con la esperanza de verme. Decía que habían huido juntos y que se dirigían a México. Decía que cuando supiesen dónde iban a parar, me lo harían saber.