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– Dijo: «El viejo Liu ha trabajado en el Ministerio de Cultura durante muchos años, pero no ha actuado como lo hubiera hecho un buen revolucionario. No ha pensado en el pueblo. Su posición, contratar y supervisar las producciones cinematográficas, era de confianza. Pero él ha traicionado esa confianza permitiendo que se realicen películas degeneradas e inmorales. Cuando sus camaradas le dijeron que había errado, no realizó una autocrítica ni se corrigió, sino que envió esas películas al campo para corromper a las masas. En el Ministerio de Cultura sabemos que ése no puede ser su único crimen, y os pedimos a vosotros, sus vecinos, y a Liu Hulan, su hija, que ayudéis a este hombre a ver sus crímenes nefandos. Solo mediante la confesión podrá limpiarse a si mismo. Necesitamos vuestra ayuda.»

– Y los vecinos os ayudaron.

– Oh, sí-dijo Hulan, y cambio a un tono estridente-: «Liu mantiene sus orígenes en secreto, «pero algunos recordamos las costumbres decadentes de su familia» -Volvió a cambiar de voz-: Eran terratenientes, la peor clase», dijo otro. «Podemos agradecer todos a nuestro Gran Timonel que ahora estén muertos.» Luego la señora Zhang se adelantó para preguntar: «¿Pero qué hay de Liu?»

– Esa no era la mujer a la que le habían matado el marido?

Desde que perdiera a su marido hacia dos años, explicó Hulan, la senora Zhang se había convertido en la conciencia moral del hutong.

– Puso los brazos en jarras y camino hacia el centro del círculo para colocarse junto a mi padre -dijo Hulan entre lágrimas-. «Vamos a dejar que su egoísmo quede sin castigo?», pregunto. Uno a uno, recito los supuestos crímenes de mi padre. Había encargado unas camisas a Hong Kong durante un viaje de intercambio cultural para el ministerio. Tenía coche y chofer, pero jamás había ayudado a los vecinos llevándoles a algún sitio,!ni siquiera cuando el viejo Bai tenia dolor de muelas y necesitaba ir al dentista! Daba demasiadas fiestas y el ruido (las horribles canciones y el sonido de los instrumentos occidentales procedentes del complejo Liu) insultaban los oídos de todos en el hutong.!Dijo que mi madre era aún peor! «Todos en el barrio han tenido que soportar la vanidad feudal de esa mujer», dijo la señora Zhang a voz en cuello. «Se burla de nosotros con su maquillaje, sus colores vistosos y sus trajes de seda.»

– ¿Donde estaba tu madre mientras tanto?

– Eso era lo que me preguntaba. Escudriñé la multitud, pero no la vi. Miré al señor Zai, pero él estaba concentrado en el proceso. Luego nuestros vecinos me pidieron que hablara, tal como me había dicho el do Zai que ocurriría. También me había dicho qué debía hacer y lo hice. Caminé hasta el centro del circulo, dí las gracias a la señora Zhang por sus buenas palabras, me dí la vuelta, y escupí a mi padre.

Las lágrimas de Hulan se convirtieron en sollozos.

– «Todo lo que ha dicho la señora Zhang es cierto», dije a nuestros vecinos..Desde el díaen que nació, mi padre fue mimado y egoísta y solo pensó en si mismo.» Mi padre intentaba mirarme, pero apoyé un pie embutido en una bota de trabajo sobre su nuca para impedirselo. Lo había aprendido en la Granja de la Tierra Roja junto con consignas como «La justicia está por encima de la lealtad a la familia., o «Ama al presidente Mao más que a tus padres»…

Hulan dijo a la gente del hutong que su padre le había puesto el nombre de Liu Hulan solo para buscar favores del gobierno y para ocultar los orígenes de su familia.

– Dije cosas espantosas, y las dije hasta quedarme ronca, hasta que la gente enloqueció. Los vecinos empezaron a gritar, iBombardead al demonio cobarde con balas de cañon! iFreidle las manos en aceite hirviendo! Luego alguien grito: «Qué hay de Jiang Jinli, la madre de esta valiente y honesta muchacha?», y los demás corearon la pregunta.

El señor Zai, continuo Hulan, había alzado las manos en demanda de silencio. Dijo a los vecinos que ese mismo día habia llevado a Hulan a la cárcel donde estaba presa su madre.

– Yo sabía que eso era falso -explicó-, pero Zai no había acabado. Dijo, y recuerdo sus palabras con toda claridad:.Con gran orgullo puedo deciros que Hulan ha cumplido allí con su deber. Jiang Jinli, su madre, ya no molestará más al pueblo!. Esta información liberó a mis vecinos. Agarraron martillos y destrozaron el antiguo grabado de piedra que había sobre la puerta principal. Entraron en el complejo con hoces y segaron todas las flores de mi madre. Arrasaron la casa, sacaron la mayoría de nuestras pertenencias y las arrojaron al suelo. Cuando tuvieron lista la pila, la señora Zhang se acercó y prendió fuego a nuestras cosas. No, a nuestras cosas no, a nuestras vidas. Nuestros libros, fotografías de viejos familiares, colgaduras que habían pasado de generación en generación en la familia de mi madre. Ropas, muebles, alfombras. El fuego crepitaba, lanzando chispas rojas y naranjas al cielo.

– ¿Qué ocurria con tu padre?

– En el desenfreno de la destrucción -respondió Hulan-, la turba se olvido de él. Pero a la luz de la hoguera, tan hermosa en realidad, lo vi, aun a cuatro patas, con la cabeza levantada, mirándome fijamente. Los guardias volvieron, le echaron los brazos a la espalda y se lo llevaron a rastras. Los ojos de mi padre no dejaron de taladrarme con su mirada como ascuas ardientes.

Cuando se llevaron al padre de Hulan, Zai la metió de nuevo en el asiento posterior de su coche. Ella le hizo preguntas. ¿Donde estaba su madre? ¿Qué le había ocurrido? ¿Qué le ocurriría a su padre? Pero Zai solo quiso decir que Hulan había salvado la vida a su padre. En lugar de haberlo matado a palos o de un disparo, lo enviarían a un campo de trabajos forzados. Allí estaría a salvo.

– Entonces tío Zai me llevo al Gran Almacén de los Cien Productos de Pekín que había en Wangfujing -prosiguií ella, serenándose-. Me compró ropa y artículos de aseo. Me compro una maleta. Me llevo a su casa, hizo que me diera una ducha y que me pusiera mis nuevas ropas. Luego fuimos al aeropuerto. Me entrego un pasaporte con una vieja foto mía y un visado. Me dio un beso de despedida y me hizo subir a un avión. Yo jamás había volado en avión. Recuerdo que mire por la ventanilla y ví kilómetros y kilometros de campos verdes. En Hong Kong cambié de avión y partí con destino a Nueva York. Cuando bajé del avión, seguí a los demás pasajeros para pasar por inmigración y aduanas. Fuera me esperaba una mujer blanca que me llevo a un internado de Connecticut.

– ¿Qué edad tenias entonces?

– Catorce años.

– Recuerdo vagamente que me hablaste de esa escuela -dijo David-. Pero no conocía las circunstancias en las que llegaste hasta allí. Debió de ser una auténtica conmoción cultural después de tu vida en la granja y todo lo demás.

– No sé si puedo expresar lo extraño que fue encontrarse con tantas chicas, todas de uniforme, todas amigas, todas de una clase privilegiada -dijo ella-. La mayoría de alumnas eran hijas de diplomáticos, por lo que puede decirse que eran más refinadas que la mayoría de chicas americanas. Pero estoy segura de que no necesito decirte hasta qué punto pueden ser crueles las adolescentes. Oh, la de burlas que tuve que soportar por mis modales campesinos y mis patéticas ropas comunistas.

– Y por tu inglés. Recuerdo que también me hablaste de eso.

– Sobre todo por mi inglés. Incluso los profesores se burlaban de mi por lo que llamaban mi chinglish. Decían que hablaba inglés como si lo tradujera mentalmente del chino. «Tienes que aprender a pensar en inglés», me decian. Supongo que intentaban ser amables, pero solo conseguian que las otras chicas se rieran.

– Supiste algo de tu padre durante ese tiempo?

– No. Estaba en el campo de trabajos forzados, como tío Zai había predicho. Tampoco supe nada de mi madre. Durante muchos meses dí por supuesto que había muerto. Por fin, tras varias cartas, tío Zai me escribió para decirme que había resultado herida y que se estaba recuperando en un hospital ruso. No decía eso exactamente, puesto que todo el correo que salía de China se censuraba en aquella época. Pero lo leí entre líneas, a pesar de que hablaba de que mi madre había traicionado a la Revolución con sus costumbres decadentes y su actitud egoísta.

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