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Tomamos Cola Cao con magdalenas, los tres, como si tuviéramos quince años menos de los que teníamos y hubiéramos ido al pueblo de Milagros de fin de semana, a emborracharnos en el bar entre los viejos, a jugar a las cartas y a fumarnos unos porros en mitad del campo. Pero no. Eran las nueve de la mañana. No es la hora a la que se levantan tres adolescentes y Morsa y yo teníamos una cara que daba pena. Le notaba a él que le dolía todo el cuerpo, como a mí, del desajuste, de la incomodidad, de dormir en una casa que ya estaba para el derrumbe. Milagros, en cambio, parecía estar allí desde siempre, y desde luego, no estaba dispuesta a que realizáramos nuestra misión con lentitud. Se quedó de pie, al lado de la mesa, mientras desayunábamos, de brazos cruzados, con preocupación y con impaciencia, como hacían las madres antiguas, como hacía la mía, que uno no sabía nunca en realidad cuándo comía, si antes o después que tú, y en cuanto nos vio dar el último sorbo, dijo, venga, que hay que aprovechar antes de que haya gente por la calle y empiecen a preguntar.

CAPÍTULO 13

– ¿Quieres que lea las palabras que había buscado?

– No, eso déjalo para el niño.

– Me da fatiga, mujer, no hemos traído ni un mal ramo ni una oración.

– Rézala tú, si quieres.

Delante de nosotras, el nombre grabado en el nicho, Milagros León, la fecha, 1950-1978, y la típica frase, «Tus hermanos y tu hija no te olvidarán nunca».

Yo recé un Padrenuestro, la versión antigua, la nueva no me dice nada. A mí lo que realmente me gusta es improvisar, cuando voy al cementerio el día uno a ver a mi madre improviso, recuerdo mentalmente cosas que imagino que a ella le gustaría recordar, yo qué sé, el mes que pasó Palmira en casa con el niño recién nacido y las tres tan felices por tener a la criatura en casa y al padre en Barcelona, que para mí era desde luego el segundo gran motivo de felicidad, eran esos momentos en los que yo aún creía que podía ser alguien para mi sobrino, cuando aún no se habían vuelto definitivamente ajenos y gilipollas, todos, mi hermana, la criatura, y la que vino luego, porque el padre lo fue siempre, en eso no hubo ninguna sorpresa, y yo le cuento una y otra vez a mi madre lo felices que fuimos aquel mes, tanto, que sospecho que las tres hubiéramos deseado que la vida siguiera así para siempre, también le recuerdo cuando se casó mi hermana y yo salí, por sorpresa, al altar y leí el Evangelio y mi voz sonó, todo el mundo lo dijo, como la voz de un ángel o de una locutora de radio y Palmira se emocionó y mi madre creyó que nos queríamos más de lo que nos queríamos y esa idea se le quedó ahí desde ese día y con esa idea se fue a la otra vida y que descanse en paz. Para qué contarles a los muertos cosas que no les gustan, cómo le voy a contar yo a mi madre el infierno de sus dos últimos años de vida, cómo le voy a decir que fue un verdadero alivio que se muriera y así poder darle la vuelta a la casa como se da la vuelta a un calcetín y hacer de ella un lugar despejado al que uno se alegra de volver todos los días cuando vuelve reventada de la calle. Improviso, le doy las gracias porque haya decidido descansar en paz de una puñetera vez y dejar de andorrotear por los pasillos y dejarme vivir. Al fin y al cabo, le digo, tú estás como una reina, como querías estar, entera y bajo tierra. A veces leo algún pasaje de la Biblia, de los Salmos, que a ella le gustaban tanto, y otras veces sólo me quedo allí, me paso una hora y veo a la gente yendo y viniendo entre las tumbas, en ese cementerio de ese pueblo en el que nadie me conoce.

Las oraciones no me gustan, sólo echo mano de ellas por compromiso, y eso es lo que hice, le recé a la madre de Milagros un Padrenuestro y luego un Dios te salve María, que es más como para las madres, y ya está, porque una persona a la que no has conocido no te sugiere nada en particular y porque Milagros estaba como loca por salir de allí para que nos fuéramos al otro lado de la tapia.

Mientras yo rezaba escuchaba la conversación que Morsa mantenía con el enterrador o como se llamen ahora los funcionarios de los cementerios. Se estaban fumando un pitillo sentados en una lápida y Morsa le preguntaba por los precios de los entierros, los precios de las losas, los precios de los nichos, los precios de panteones, los precios de las coronas. Morsa es capaz de pegar la hebra con cualquiera y agotar el tema más estúpido. Ya por el camino le había estado preguntando a Milagros que cuánto creía ella que costaría su casa, y ella decía, si no la voy a vender, y Morsa decía, ni yo la voy a comprar, sólo es por saberlo, y Milagros decía, un veraneante me la quiso comprar, y Morsa, ¿por cuánto?, y Milagros, por siete millones, y Morsa, ¿hace cuánto?, y Milagros, hace diez años, y Morsa, ¿y no se la vendiste, no le vendiste la casa cuando el tío te daba siete millones?; no, dijo Milagros; ¿una casa sin calefacción, sin ventanas nuevas, una casa tan chica, y no se la vendiste por siete millones?, pues que sepas que ya no la venderás nunca por ese precio; si ya te he dicho que no la voy a vender; ¿y para qué la quieres, si nunca vienes?; ahora voy a venir, ahora voy a venir.

Y así llegamos al cementerio, escuchando cómo Morsa desplegaba sus conocimientos sobre ventas, compras, burbujas inmobiliarias y sobre la idea que a él le rondaba, desde hacía tiempo (seguro que se le acababa de ocurrir), de comprarse una casita de pueblo y arreglársela él sólo con sus manos, de las vigas al último enchufe, una casa para poder desconectar, dijo.

Ay, Morsa, pensé.

Pero el hombre del cementerio se ve que no tenía esa mañana otra cosa mejor que hacer y fue contestando exhaustivamente a cada una de las preguntas, como si se hubiera levantado al alba y se hubiera sentado en aquella lápida a la espera de que llegaran unos forasteros a hacerle un interrogatorio sobre todas las posibilidades de ser enterrado y la relación calidad-precio.

Milagros se acercó al hombre y le pidió una pala, una o dos, y el hombre nos siguió con curiosidad y distancia hasta el bancal de almendros que lindaba con el cementerio. «Es que va a enterrar el gato, le dijo Morsa, con el cigarro en una mano y la otra en el bolsillo, que lo quería mucho.» ¿Cuál de ellas?, preguntó el enterrador. La del gato, dijo Morsa. Y dijo algo que no pude oír, pero supongo que dijo «la gorda». Y la otra, siguió explicándole Morsa, es su amiga de siempre, yo soy amigo de las dos, pero más de la flaca, La gorda me suena, dijo el enterrador, ésa me parece que fue conmigo a la escuela. Pues igual, dijo Morsa. Ya sé, dijo el enterrador, ya sé de quién era hija.

Milagros empezó a cavar al pie de un almendro.

¿Y dice que viene a enterrar el gato?, dijo el enterrador.

Sí, nada, es una cosa muy pequeña, el baulillo ése.

El enterrador vino hacia nosotras, yo aún no me había decidido a cavar.

No, no, esto no se puede hacer -dijo-, esta tierra es privada, estos árboles tienen un dueño.

Y al dueño qué más le da -dijo Milagros mientras seguía cavando.

Que no puedes hacerlo -le dijo ya más impertinente-, y que sepas que si hay algún lío y alguien pregunta yo no me voy a callar.

Pues no te calles, mucho que me importa.

Y sé muy bien quién eres, no te creas que no, que aquí las caras no se olvidan.

Yo también sé quién eres tú, a mí la cara de un gilipollas tampoco se me olvida, desde pequeño la tienes.

Y tú la de pirada, de tal palo tal astilla.

Míralo, el enterrador, bonito oficio que fuiste a escoger.

Morsa y yo nos habíamos quedado parados, asistiendo de pronto a aquella conversación tan desagradable y sin saber qué hacer.

Eh, escucha, pirada, largo, ya te puedes ir yendo que yo no miro que seas mujer para darme de hostias.

Milagros le miró fijamente, con la pala en la mano, amenazante, como cuando se vistió de madre india y consiguió que me temblaran las piernas, y para nuestra sorpresa, el tío, que medía casi dos metros, se dio media vuelta y ya desde lejos repitió otra vez, ¡de tal palo tal astilla!, y luego dijo, se te va a caer el pelo y yo me voy a reír.

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