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Ya sé que cuando el tiempo pasa le añadimos a las cosas que dijimos o a las sensaciones que tuvimos un significado que, en muchos casos, no tuvieron, pero yo estoy casi segura, sí, estoy segura, porque puedo vivirlo claramente de nuevo si cierro los ojos, de que aquella mañana, aquella mañana fresca de la primavera que acabábamos de estrenar, bajé a la calle con una sensación nueva de felicidad, como si estuviera al fin reconciliándome con mi vida, con el salón de mi casa, en donde acababa de tomarme el café con leche mirando los estores japoneses, e incluso sonreí a Milagros, la sonreí porque no pude evitarlo, como hacía otras veces, evitar la sonrisa, y bajamos como siempre la cuesta, las dos en silencio los primeros cien metros y luego ella hablando, contándome no sé qué teoría de Menchu, ya sé, que Menchu decía ahora que los últimos estudios sobre sexualidad femenina defendían que las mujeres eran capaces de tener experiencias lésbicas sin que eso les supusiera ningún trastorno a nivel emocional porque la mujer, decía Menchu que decían los últimos estudios, estaba preparada para eso y para más. Y Milagros me preguntaba mi opinión, me preguntaba que si yo creía, como creía todo el mundo, que Menchu era en realidad bollera, y yo, que quería borrar de mi memoria y justificar la noche que pasé con Milagros, le dije que probablemente era más bollera la tía que estaba deseando acostarse con tías y que no se atrevía, que la tía que lo había hecho porque se había visto empujada por las circunstancias; pero al margen de la conversación en la que Milagros me enredaba más de lo que yo quisiera, sentía la alegría, la subida de ánimo que te da la llegada del buen tiempo.

Tomamos un café, ya vestidas con el uniforme, en el Mauri, que abre cuando llegamos nosotros, a las cinco de la mañana ya está levantando el cierre. Morsa estaba apoyado en la barra, mojando un sobao. Nos vio llegar y me guiñó un ojo, aunque sabía que me fastidiaba, o a lo mejor lo hacía precisamente por eso. Le preguntó a Milagros que qué tal había dormido y luego me dijo a mí, con la sonrisa ladeada con la que él quería mostrar su ironía, que se me notaba que había dormido poco, y me dijo, qué habrás estado haciendo, Rosario. Bobadas que me fastidiaban el desayuno. Acabé el café y me llevé un donut para comérmelo luego. No hay nada mejor que un donut una hora después de haberte tomado sólo un café bebido, cuando ya te cruje el estómago de hambre. Me recuerda al donut del recreo (este detalle le encantaría a la escritora del platillo de la comunión). Por aquel entonces ya no íbamos en parejas por la misma acera. Hacíamos el trabajo en solitario, salvo que nos tocara hacer parques, entonces sí, entonces nos dejaban ir en compañía, porque era más peligroso, más solitarios, y porque los parques son más trabajosos. El parque del Matadero es maravilloso. Me encantan esos jardines tan cuadriculados rodeando esa especie de invernaderos gigantes. La verdad es que mejor sería que no tuvieran al lado la M-30, pero a la distancia por la que yo limpiaba el ruido de los coches de la autopista no era más molesto que el de las olas del mar. Realmente era una suerte que me hubiera tocado con Milagros porque las tonterías incesantes que salían de su boca eran más inocentonas y menos arrogantes que las que hubiera tenido que escuchar, por ejemplo, de Menchu o de Teté. Es verdad que en la sensación de felicidad intervenían la buena temperatura y el que a mí se me había olvidado que era viernes por la mañana, el peor día de la semana para un barrendero.

El jueves por la noche todos esos niñatos gilipollas que no han recogido un papel del suelo en su vida salen a los parques a beber hasta caerse muertos. También están los viernes y los sábados. Pero la noche del jueves es la peor, es la noche en que parece que tienen que vengarse del mundo por haberlos tenido atados a sus institutos y a sus universidades, pero quien más sufre esa venganza, quien más la sufría en ese parque del Matadero que yo disfrutaba de lunes a miércoles, éramos nosotras, Milagros y yo, que les limpiábamos la mierda que habían dejado sin consideración, como si tuvieran derecho a tener esclavas, quien más sufría esa venganza era yo, porque Milagros lo veía natural, trabajaba sin rencor, como si limpiar aquello formara parte del círculo natural de la vida: unos ensucian, otros van detrás limpiándolo. Y qué.

– Rosario -dijo mientras nos acercábamos-, ¿sabes que hoy es viernes?

– Ay, no, no me acordaba.

– Sabes para qué te lo digo.

– ¿Para qué?

– Para que no la tomes conmigo, que yo no tengo la culpa.

CAPÍTULO 9

– A lo mejor si te comes el donut se te pasa.

– Que no, te digo.

– Pues entonces me lo como yo.

– A mi lado, ni se te ocurra, eso que se te quite de la cabeza.

Se levantó, sin molestarse, ajena al tono de mis palabras, empujó de su carro y se fue comiendo el donut mientras caminaba hacia detrás de los arbustos y se metía en el jardincillo acotado de hierba, allá donde se acumulaban las botellas de cristal y de plástico desperdigadas, los envases en los que los chavales habían hecho la mezcla de las distintas bebidas, las bolsas de palomitas, de cortezas, de patatas, y sobre todo los vómitos, los vómitos que me habían levantado el estómago y provocaban unas náuseas que me habían obligado a sentarme. Vomita, me había dicho Milagros, te quedarás mejor, y, al fin y al cabo, un vomito más, un vómito menos, no se iba a notar.

– Dime, Milagros -le grité-. ¿Cómo puedes comer, dime, cómo puedes comer en este ambiente?

Me saqué del bolsillo un cigarro. Tengo siempre un paquete en el bolsillo del uniforme porque de vez en cuando me dan ganas de fumarme uno a media mañana y no me gusta depender de las invitaciones. Existen los gorrones del cigarrito. No es mi caso.

Sentí cómo el humo me raspó a fondo los pulmones como una lija, pero me quitó las náuseas. Eso es algo que tengo comprobado. Todos los viernes de madrugada me pasa.

– ¿Sabes lo que te digo, Milagros? -le dije sin verla, la imaginaba engullendo el donut a dos carrillos y recogiendo vidrios-, que todos estos hijos de puta estarán ahora en la cama, que se van a levantar a la una de la tarde, y que encima ahí estará su madre con el desayuno preparado, tomarán su leche con cereales a la hora de la comida, porque éstos son de los que desayunan leche con cereales, y tú y yo, aquí, Milagros, siete horas antes, recogiéndoles la mierda… ¿Qué te parece el panorama?

– Envidia que les tienes.

– ¿Envidia yo? Qué poco me conoces, Milagros.

– Envidia de su juventud, de que se habrán puesto ciegos a beber y a meterse mano.

Envidia de su juventud, decía. Qué sabría Milagros de eso. ¿Envidia de beber hasta caer muerto, de follar en un parque, de tener que pedir dinero en casa? Quién quiere eso. Sólo los gilipollas quieren quedarse en esa fase de la vida. Los del síndrome de Peter Pan. Morsa se independizó el año pasado, ¡el año pasado!, y aún le lleva la ropa a su madre a lavar los fines de semana. La ropa sucia va en una bolsa en el maletero del coche desde Fuenlabrada a Usera todos los sábados. Morsa, le dije, eres capaz de pasear los calzoncillos sucios por la M-40 y por la M-30, sólo la imagen, le dije, me pone enferma. Y él me dijo que lo hacía por su madre. Yo le dije, eres tú, que tienes el síndrome de Peter Pan. Y me dijo, qué síndrome es ése. Qué síndrome es ése, me dijo. Con Morsa tengo limitados mis temas de conversación porque hay cantidad de cosas que le tienes que explicar desde el principio. Si se esforzara un poco no sería tan zote. En cuanto a Milagros, es natural que ella sintiera envidia de la vida juvenil, ella era una adulta a su pesar. Pero yo, qué envidia podía sentir yo, qué bobada, recuerdo que pensé.

Recuerdo el placer de ver el humo saliendo de mi boca en círculos, recuerdo la humedad de la noche que se terminaba y cubría las cosas con un manto de cristal, recuerdo el azul marino convirtiéndose poco a poco en añil. Recuerdo escuchar a Milagros a mis espaldas cantando A mi manera, partes en español y partes en un inglés inventado: «Bebí, lo disfruté, y me drogué, a cada instante / gasté, un dineral, en invitar a bogavantes / al fin, ya me ven, sólo llegué a ser barrendera / y qué, si me lo fundí: a mi manera. / did it my way…».

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