– Entonces lo llevaremos cerca, cerca de mi madre. Al otro lado de la tapia del cementerio, allí hay unos almendros preciosos. No se le puede enterrar en cualquier secarral.
– Desde luego que no.
– ¿No crees que ha sido una suerte que muriera en su propia casa y no en un contenedor de basura?
– Eso no lo dudes.
– Es que con algo tengo que consolarme. Todas las madres que pierden a un hijo tienen que encontrar un consuelo, y el mío es ése, que ha muerto como todos deberíamos morir, en casa y con la mano de quien más te quiere tocándote la frente. Rosario, si no fuera por ti…
– Anda, no seas boba.
– A quién tendría yo, dime.
– Y si no hubiera sido por ti, ¿qué hubiera hecho yo cuando murió mi madre?
– Rosario, hay una cosa que me atormenta mucho.
– Dime.
– Dirás que es una tontería pero para mí no lo es. No tengo caja. No tengo caja para meterlo -las manos volvieron a sujetarle la cabeza-, ¿cómo se hace eso, Rosario, puede ir cualquiera a las tiendas de ataúdes y encargar una blanca para un bebé?
– No, eso no se puede hacer.
– Y yo no quiero envolverlo en una manta, Rosario, yo quiero que tenga su caja, como todo el mundo. No podría dormir tranquila si supiera que está bajo tierra envuelto en una colcha. Eso no es humano.
– Ya buscaré yo algo, ahora tú no te inquietes por eso.
– Le puedo pedir el taxi a mi tío Cosme para viajar al pueblo, lo que pasa es que él no me lo dejaría hasta el viernes.
– Hay que ir antes. Si no te importa, Milagros… Creo que lo mejor es que se lo diga a Morsa y que nos lleve él en su coche. Tú no estás ahora para conducir.
– ¡Morsa! Ese tío seguro que se lo contaba a todo el mundo.
– Le diré que llevamos un gato.
– Me da pena que Christopher pase por ser un gato.
– Qué le vamos a hacer.
– ¿Y qué va a pensar de que llevemos a un gato a enterrar a trescientos kilómetros?
– Bueno -le dije sonriendo-, él siempre ha creído que estamos un poco chaladas. Nos cree capaces de hacer eso y
más.
Milagros levantó la cara y me miró, también sonreía. Sonreíamos las dos, como si en lo último que yo había dicho estuviera el secreto de la felicidad.
CAPÍTULO 11
Escuchadme. Dejadme que os cuente una cosa: soy una inocente. Más de lo que estáis dispuestos a creer. Más de lo que siempre pensó mi madre, que me hizo crecer con la idea de que desde muy niña llevaba un adulto dentro que observaba críticamente las vidas ajenas. ¿Sabéis lo que es eso, que te hagan creer cuando eres pequeña que en todos tus actos hay una doble intención, y para colmo, mala? Ella solía adornar el comentario diciendo que ese retorcimiento era debido a mi enorme inteligencia. Solía rematar la frase comentando con una sonrisa: en el fondo, es muy buena, incluso puede que hasta sea más buena que su hermana. Decía eso porque sabía que una madre como Dios manda no debe hacer comentarios negativos de sus hijos, así que encubría las críticas, pero no podía evitarlas, no podía. Os puedo asegurar que ese juicio suyo me entristeció más que nada de las cosas que normalmente pueden entristecer a un niño, más que la marcha de mi padre. Ese juicio suyo me torció la vida. No os exagero, creedme, es algo que tengo muy meditado. Me hizo creer que estaba endemoniada o algo así, que otro ser dentro de mí observaba la vida con maldad. Y si te repiten tanto las cosas desde niño acabas creyéndotelas, actuando según la imagen que tus padres tienen de ti. Ella me quitó la inocencia de tanto repetir que yo no era inocente, pero lo era. Miraba fijamente, eso sí, que es lo que a ella más le molestaba, pero era porque siempre me ha costado entender las cosas a la primera. Miraba para comprender. Era mucho más tonta de lo que ella pensaba. Ella me atribuía la inteligencia de la maldad, y yo tenía, os lo puedo asegurar, la lentitud del niño bondadoso. La miraba cómo estudiaba los cuellos de las camisas de mi padre antes de echarlas a la lavadora, cómo las olía, cómo manoseaba incluso su ropa interior; y ella de pronto se volvía, como si hubiera sentido mi presencia, me veía en el quicio de la puerta del lavadero y se llevaba un susto, ¿qué haces ahí, Rosario, qué haces?, y había un tono nada disimulado de irritación, una vez incluso me dijo, ¿se lo vas a contar a tu padre, se lo vas a contar, verdad? Y yo no sabía qué es lo que le tenía que contar ni qué interés tenía aquello que la veía hacer con tanta frecuencia, como registrarle los bolsillos, la cartera; más bien me producía inquietud el ver a mi madre, tan controlada siempre, tan poco misteriosa, acercando la nariz a unos calzoncillos, o quedárselo mirando fijamente cuando él estaba leyendo el periódico, con una intriga que yo no acababa de entender. Ella me atribuía a mí una compleja sabiduría. Por qué, no lo sé. A lo mejor porque siempre he mirado de frente, porque mi cara siempre ha sido el espejo de mi alma, porque mis gestos no me han permitido ser hipócrita, y tenía curiosidad, siempre la he tenido. Podía haberme celebrado mi curiosidad, pero no, ella lo achacaba a un retorcimiento genético, ¿lo podéis creer?, ¿y quién era la retorcida? Ves a tu madre con la nariz metida en los calzoncillos de tu padre y quieres saber por qué lo hace. Sólo eso. Ella me hizo creer que yo no era inocente. Es más, en mí perdura ese miedo infantil a no serlo, el miedo a tener dentro a ese bicho que me domina. Pero decidme ahora si no hay que ser muy inocente para darte cuenta de un detalle fundamental en tu vida veinticinco años más tarde. Veinticinco, que se dice pronto.
Os hablo de esta misma mañana. Voy al armario en el que guardo las pocas cosas que conservo de mi madre. Buscaba el baulito nacarado. En un principio sirvió para meter algunas prendas de su ajuar de novia, el camisón de raso, la bata, las zapatillas de seda con el pompón, cosas que el tiempo fue comiéndose y amarilleando hasta que, como ocurre con las cajas viejas por muy bonitas que sean, mi madre acabó usándolo para meter otras tantas cosas inservibles. Esta mañana, cuando abrí el baulito, el baulito del que yo sacaba el camisón de novia de mi madre cuando era niña y con el que jugábamos mi hermana y yo a las novias dejando una peste a alcanfor por toda la casa, me encontré unos zapatos de charol que me compró mi padre una víspera de Reyes. He sacado los zapatos, cuarteados, arrugados, asombrosamente pequeños, cuando siempre estuve convencida de tener unos pies enormes, y al tenerlos en la mano me he acordado de aquel cinco de enero con tanta viveza que he sentido hasta un cierto mareo. Milagros cree que los objetos contienen la vida de la gente. Pues es verdad. Tan cierto como que cuando los he tomado cada uno en una mano es como si me hubiera agarrado con fuerza a los mandos de una máquina del tiempo y el presente de hace veinticinco años se ha convertido en el presente de esta mañana y no era como estar recordando, no, no, era estar viviendo de nuevo.
Estoy en la cama de mis padres sentada, estoy pegando botes, haciendo sonar los hierros del somier. Fantaseo con que a lo mejor, al empujar el colchón hacia el suelo, éste toque alguno de los paquetes que nos van a traer los Reyes. Yo ya no creo en los Reyes, pero hago como que sí, para que mi madre no me hable del adulto que llevo dentro y para que mi hermana pueda creer en los Reyes durante cinco años más. Mi madre y mi hermana han ido a la calle, a qué, no me acuerdo, puede que a comprar el roscón. Estoy, cosa rara, sola con mi padre. Digo que es raro porque mi padre casi nunca está en casa. Viaja o dice que viaja. Mi madre ha hecho que pongamos en duda todo lo que mi padre dice que hace. Y la verdad es que en el fondo, aunque me pese, siento que ella tiene razón, mi padre tiene toda la pinta de decir que viaja, pero de no viajar. Suele llevarse una maleta pequeña, mi madre le mete dos o tres mudas y algunas camisas. Él dice, llamaré desde Murcia, desde Málaga, desde Cádiz, a nosotras nos da muchos besos por toda la cara, a mi madre siempre dos, en las mejillas. Nunca la besa en los labios, ni cuando se va ni cuando vuelve. Eso me tuvo durante muchos años convencida de que los padres no se besan en los labios, hasta que vi cómo se besaban los padres de una compañera del colegio y eso me dio que pensar. El no la mira nunca a los ojos aunque nosotras nos damos cuenta de que ella se los busca. Salimos al descansillo y cuando sentimos que ha cerrado el portal las tres nos asomamos a la ventana y lo vemos montarse en el coche. Mi madre se queda pensando, absorta durante un buen rato, y me contagia su miedo a que él no vuelva nunca más. Aunque seas pequeña, tonta, inocente, no es difícil que percibas que ese hombre no le pertenece a mi madre, ni a nuestra casa, a veces incluso podríamos dudar de si es nuestro padre, y no sería insensato si no fuera porque hay pruebas, esa foto de la boda en la que mi madre tiene cara de virgen y mi padre tiene la cara de un señor que pasaba por allí.