Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Eché a andar, marcando el número en el móvil. Me interrumpió un alarido de Milagros.

– ¡No tienes corazón, Rosario, eso es lo que dice todo el mundo de ti, que no tienes corazón, que estás sola y que te quedarás sola, que eres una amargada!

Me volví. Milagros hablaba entre sollozos, le caían las lágrimas, le caían los mocos, tenía la cara roja, congestionada, hablaba como podía, sacudida por el llanto, sin apartar la caja de cartón de su pecho:

– Dices que no sabría cuidar a un niño, pero cómo te atreves, eh, cómo te atreves, ¿es que no te cuidé yo cuando estuviste enferma, es que no me quedé yo toda la noche a tu lado y me levanté cada tres horas para darte el antibiótico, quién te hubiera dado el antibiótico si no hubiera estado yo ahí, y quién le cambió a tu madre los pañales, quién la amortajó para su tumba, cuando tu hermana y tú os cagabais de miedo en el pasillo, di, quién, quién te colgó los estores, quién se quedó a dormir contigo para que no tuvieras apariciones, quién, reconóceme un mérito, dime, cuántas amigas tienes, di, cuántas amigas harían lo que yo he hecho por ti?, ¿tu hermana?, ¿crees que tu hermana vendría si estuvieras enferma?, ¿es que la llamaste a ella cuando te vinieron las fiebres? No, me llamaste a mí, porque en el fondo sabes que yo daría mi vida por ti, que daría mi vida por cualquiera, porque en el fondo sabes que soy capaz de cualquier cosa que me proponga, de cualquier cosa, aunque siempre me hablas como si fuera imbécil, Rosario, pero no lo soy.

Me quedé parada, mareada, como si me hubieran dado un golpe en la nuca. De pronto, todo el peso de mi vida, de lo que yo había sido y era para los demás se puso sobre mis hombros, y sentí, ya sé que es absurdo, que no va con mi carácter, pero sentí que a lo mejor aquella loca tenía razón, y que por una vez la generosidad consistía en saltarse las normas y los miedos. Por qué no, por qué no iba a estar ella por una vez en lo cierto, por qué no confiar en que aquella criaturilla desgraciada estaría a su lado mejor que con nadie, por qué no concederle a Milagros el deseo, era verdad que le cuidaría igual que me cuidó a mí, eso era verdad, con una entrega casi religiosa, como cuidaba al gato, al que mimaba como si no fuera un gato, sino un niño. Me acerqué lentamente a su lado, recuperando todavía el equilibrio que sus palabras me habían hecho perder, y ella debió entender que me había convencido, que ya no avisaría a nadie, y dejó de presionar la caja contra su pecho para acercármela, como si quisiera compartir a la criatura conmigo. La miré, había cerrado los ojos.

– ¿Tú nunca has querido ser madre, Rosario? -me dijo, secándose las lágrimas con la manga, con la cabeza sacudida aún por el llanto.

– ¿Yo? -se me puso una sonrisa vergonzosa, no sé por qué, seguramente porque no me había atrevido nunca a pensar en esa posibilidad-. No, madre, no, me hubiera gustado ser tía.

– Pero ya eres tía.

– Pero esos sobrinos no me sirven, son unos gilipollas -las dos mirábamos el sueño del niño, como hacía Jesucristo mirando el sueño de los niños inocentes-. Me hubiera gustado tener sobrinos que me quisieran, y me hubiera gustado ser la típica tía aventurera. La tía que desaparece durante todo un año y los niños preguntan, ¿dónde está la tía? ¡En Canadá! Y la tía vuelve del Canadá cargada de regalos. Eso me hubiera gustado ser. La tía Rosario.

– La tía Rosario -dijo ella, adivinando cómo me llamaría el niño cuando fuera grande.

– Lo criaremos entre las dos, Rosario, yo seré su madre, tú, su tía.

– Y padre qué, no tendrá padre.

– Mejor sin padre, que luego te separas y se lo tienes que dejar los fines de semana. Mejor sin padre. Lo llamaré Christopher. Por Christopher Reeve, el de Supermán. Christopher González -parecía que veía ya esas letras luminosas con las que anuncian a los artistas-. Christopher González, has sido elegido mejor alumno del año de toda tu promoción.

– No vayas tan deprisa, loca -dije-, ¿cómo sabes que es niño?

– Por la cara.

– La cara engaña, yo parecía un niño cuando nací. El mismo pelo cubriéndome la frente.

– Pues lo vemos ahora mismo.

– Pero qué dices, mujer, que se te puede morir de frío.

Si te lo vas a llevar, llévatelo antes de que me arrepienta, antes de que me ponga a chillar y de que me dé cuenta de que tu locura se me contagia, se me ha contagiado siempre -eché a andar hacia mi carro-. No quiero saber nada, Milagros, no quiero ni ver cómo te vas. Yo no te he visto, entiendes, te has sentido mal y te has ido, y yo no sé nada.

– Gracias, Rosario, gracias. Tú di mañana que te he llamado, que me he puesto mala. Di que me dolía la barriga. ¿Te acordarás de que es la barriga lo que me duele?

– La barriga, sí.

– Borra lo que dije antes. ¿Podrás olvidarlo? Yo no pienso nada de lo que dije, hablaba de lo que piensan ellas. Ellas te critican porque te envidian, siempre te lo he dicho.

– Corta el rollo ese ya, y llévate a la criatura.

– ¿Cómo me voy a casa?

– En un taxi, mujer, no te vas a ir en el autobús, qué cosas tienes.

– Es que no tengo dinero.

– Nunca llevas dinero, nunca. A ver si empezamos a cambiar -me saqué un billete de veinte euros de la cartera y se lo di-. Abrígale, cómprale leche enseguida, y escóndelo de alguna forma hasta que te metas al taxi, no te vaya a ver nadie por aquí con el crío en brazos.

– Sí, sí, eso hago.

Me volví. Recuerdo que Milagros le puso a aquella enorme caja de zapatos, ¿de botas?, la tapa de cartón. Recuerdo que se sacó una navaja del bolsillo y que el corazón me dio un vuelco al ver que apuntaba hacia la tapa. No me dio tiempo a reaccionar. Milagros fue hincando la punta y haciendo agujerillos en el cartón.

– Rosario -me dijo sonriendo-, ¿a que no sabes? Esto me trae recuerdos de mis gusanos de seda.

CAPÍTULO 10

Qué difícil es vivir cuando uno guarda un secreto que no puede contar a nadie. Qué difícil me fue hablar con la gente esa semana, compartir toda una jornada con Teté en el mismo parque del Antiguo Matadero en el que habíamos encontrado al niño, qué difícil hablar con ella de ese bobo de Sanchís, qué difícil inventar respuestas que le gustaran a sus falsas peticiones de consejos.

– Ay, ¿tú qué harías?, Sanchís me dice que me echa de menos, me sigue hasta casa, me lleva en el coche, me pone la mano aquí, me la pone acá, tú qué harías si estuvieras en mi lugar.

Y digo que era falso el que me rogara que yo le diera mi sincera opinión sobre el particular (aunque me duela, decía, aunque me duela) porque la gente, en un 99,9 por ciento, no te pide que le des el consejo que honradamente tú estás dispuesto a dar sino el que ellos están esperando. Lo que ella quería es que yo le dijera, sí, Teté, tienes que echarte en sus brazos, porque la vida es corta y el amor es el amor y es posible que él te quiera locamente pero la otra (su mujer) le presiona, la otra le presiona sin necesidad de montarle un número, la otra es una pasiva-agresiva. Yo sabía lo que me estaba pidiendo, sabía las frases que quería oírme pronunciar y así mismo se las iba diciendo, como si fuera leyéndole el cerebro. Yo estaba ahí, tan falsa como ella, entendiéndola, y ella, llorando.

Parece que este parque hace llorar a las mujeres, pensaba yo. Hacía que la escuchaba pero no, sólo repetía sus deseos, en realidad, mis pensamientos no podían escaparse de aquella noche: el bebé, Milagros, la caja de zapatos.

– Ay, Rosario -decía Teté interrumpiéndolos-, que ahora dice que se ha quedado embarazada, la muy cerda, lo ha hecho a propósito. Si apenas tienen relaciones, si en un mes le ha echado dos polvos mal echados, y porque el pobre se ve obligado, porque la oye dar vueltas y vueltas en la cama y suspirar, lo que tú dices, una agresiva-pasiva, y él es un buen hombre, y no quiere hacerla sufrir, y dice que si la echa un polvo, al menos consigue que ella se tranquilice y le deje en paz durante quince días, y él necesitaba paz, Rosario, necesitaba paz para tener la valentía necesaria para decirle que se va, que está enamorado de otra, pero él tiene miedo, tiene miedo de que ella malmeta a la niña contra él, ya sabes que hay mujeres que utilizan su poder con los hijos. Rosario, te lo cuento a ti porque eres la única que puede entenderme, porque sé que no vas a ir a nadie con el cuento y porque vas a entender que me esté acostando otra vez con él, bueno, acostando, lo que se dice acostar, acostar, casi no nos hemos acostado nunca, todo ha tenido que ser un poco deprisa y corriendo, ay, Rosario, las mujeres somos lo peor para las mujeres.

31
{"b":"101393","o":1}