Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Ninguna, ninguna prueba, déjame que me baje. Se acabaron las amistades.

– Oyes, tía, no te enfades, joé, que a mí lo que diga Sanchís me suda la polla.

Me dice eso, airado, con un miedo repentino a que me enfade de veras, a perderme, y me agarra así del brazo, y la sonrisa, de pronto, deja de ser sarcástica y se vuelve franca, normal, y aparca y entramos en un bar y nos tomamos unas cañas y unas tapas. Muchas cañas, tapas pocas. Y yo empiezo a darle vueltas a la cabeza mientras él se hurga los dientes con el palillo. Por qué no, Rosario, por qué no. Qué pierdes. ¿Cuánto tiempo llevas sin echar un polvo?, ¿seis, siete meses?, ¿cuál fue el último?, ¿era mejor que éste? No, no era mejor. Rosario, míralo, a veces echa el humo de una forma interesante. No está tan mal. Y el alcohol amodorrante de la cerveza nos va echando al uno contra el otro y Morsa me dice al oído:

– Quieres follar, me temo.

Me temo, dice, será imbécil. De pronto el edificio de cualidades que había construido para justificar el polvo se derrumba. Lo dice como si yo estuviera salida, loca por tirármelo y es al revés. Es uno de esos momentos en que Morsa me parece completamente bobo, porque se hace el duro, el chulo, el experimentado, y es de lo más ridículo. Es incompatible con su físico. Pero yo me callo, me callo y no digo nada. Sé que él está empalmado y yo estoy un poco borracha, estoy en el momento preciso en que echaría el polvo, en ese momento de deseo que luego se esfuma y que ya no recupero, igual que un tío que se mantiene empalmado hasta que llega el momento de meterla y pierde la erección.

– ¿Y dónde? -dice-. Como no lo echemos en el Cabstar en un aparcamiento de Legazpi, no sé dónde, porque mi casa está en Fuenlabrada, a tomar por culo.

Y yo me lo llevo a mi casa. Mientras subimos las escaleras rezo por que mi madre esté echándose la siesta, como todas las tardes, en la cama o en el armario, donde sea. Le digo, vivo con mi madre.

– Qué liberal, tu madre.

– No, liberal no, que está mal de aquí, no se entera…

Y le llevo al cuarto agarrándolo por la polla, como si fuera el perro que llevas de la correa. Me da vergüenza lo que hago, pero quiero hacerlo todo rápido, duro, casi violento, que no dé tiempo a que el cerebro se me ponga en marcha. Noto el olor de madre, el olor de madre con la cabeza perdida, el olor de todo aquello que no quiero ser, y me pego a él, a su peste a cerveza y a tabaco negro, a su inevitable Coronas, una de esas manías con las que él parece querer demostrar una firmeza de carácter, con las que él parece querer poner los huevos encima de la mesa. Fumo Coronas, dice, siempre, desde que tenía diecisiete años y ya no hay nada que me vaya a hacer cambiar de marca. Me gusta, me gusta que ese olor suyo tape el otro, el olor a madre que me ata a mi vida como si llevara una cadena de hierro al cuello que no me dejara salir a respirar a la superficie, y él me mete la lengua de tal manera, tan basta, tan violentamente, que no puedo respirar y por un momento estoy a punto de pensar, es una lengua, es saliva, son sus dientes, su aliento, sus caries, su cara, que no la quiero sobre la mía, es su polla a punto de entrar, pero la cerveza me ayuda a que ese pensamiento no tome asiento en mi cabeza y el pensamiento se borra, la cerveza me ayuda y el furioso deseo de que todos sepan que no, que no soy lesbiana, y las piernas se me abren y parece que todo es húmedo, que yo también estoy húmeda como cualquier mujer que ahora mismo en el mundo, en la casita de muñecas del Creador, está enamorada o, mejor aún, que no está enamorada pero está caliente, loca, ansiosa y se me dibuja una sonrisa en la cara y me toco, me toco para correrme yo también, para ser una mujer corriéndome, me gusta tocarme con alguien encima, no quiero ser esa que se toca por las noches en la soledad del cuarto, en la casa que huele a madre con la cabeza perdida, en la casa que huele a falta de limpieza profunda, que huele a hermana que se quitó de en medio, que huele a padre ausente, traidor, a padre que se fue hace tantos años que ya casi ni puedes acordarte y al que ahora comprendes, por muy hijo de puta que sea, él siguió su deseo, él hizo lo que tú querrías hacer todos los días, dar un portazo y hacer otra vida, ser otro, dejarla, dejar a la mujer buena y simple haciendo malabarismos con sus tres ideas, pero tú no puedes, Rosario, tú no tienes esa suerte, y toda la rebeldía se pudre en tu interior, como un niño que no llegara a nacer, tú fuiste lenta y te quedaste la última y tienes que cargar con ella, maricón el último, y a lo mejor, puede que hasta haya un fondo de bondad en tu interior que te impide hacer lo que estás deseando, irte, o tal vez no sea bondad sino cobardía, o es la certeza de que te comerían los remordimientos, ¿será que no existe la bondad sino el remordimiento? Sabes que no serías capaz de vivir pensando que ella, la madre, da vueltas y vueltas por la casa sin saber ya el camino que recorre en esos cuartos, perdida en setenta metros cuadrados, no podrías dormir tranquila porque su cara se te aparecería en sueños, esa cara que ahora os mira follar desde la puerta, una cara triste pero que parece ignorar qué significan esos dos cuerpos, el uno sobre el otro, ella no entiende y Morsa no la ve, Morsa sigue subiendo y bajando, a punto ya del último desvanecimiento, y tú no te atreves a decirle, para, para, déjalo, ay, Dios mío, espera, que llevo a mi madre al cuarto, quieres decirlo pero no dices nada. Cierras los ojos para no verla en la puerta y no verlo a él encima. Morsa se corre y la madre, como si entendiera que eso es el final de una escena, se va andando, escorada, con su vaivén, por el pasillo hasta su cuarto.

CAPÍTULO 4

Para mí, echar la llave no era encerrarla. Igual que atar a alguien, según y cómo, no es amordazarlo ni tenerlo secuestrado. Ella se metía voluntariamente en el armario, allí, debajo de los abrigos, se acurrucaba. Podía estar una, dos, tres horas y, normalmente, era yo la que abría la puerta y le decía, mamá, ya es de noche, ¿no estarías mejor en la cama? Se me quedaba mirando sin decir nada y si tiraba de su brazo para sacarla se ponía a gemir como una niña chica. Pero era tan imprevisible que igual que te intentaba morder la mano para que no la sacaras luego salía y entraba cada cinco minutos. No había forma de pillarle el punto a su rutina. Dicen que cada locura tiene su lógica, pues que me cuenten a mí qué lógica tenía la suya. Ninguna.

Después de pasar tardes y tardes en el armario de los abrigos, el día en que llego a casa con Morsa para echar un polvo, ella decide salir, caminar por el pasillo, entreabrir la puerta de mi habitación -que yo creo recordar que estaba cerrada- y mirar. ¿Qué es lo que entendió de lo que estaba viendo? No lo sé. El caso es que tres noches después de que eso ocurriera me desperté de un sobresalto porque la oí gemir, gritar, y entonces fui yo quien entreabrió su puerta y allí estaba ella, acostada, con los ojos abiertos, simulando que un hombre la estaba… No puedo decir la palabra tratándose de mi madre, igual que me siento incapaz de reproducir las palabras obscenas que ella decía, las peores, las más guarras. Me dio taquicardia, se me puso el corazón como loco. Y comencé a obsesionarme con la idea de que lo había hecho para herirme, para vengarse de lo que había visto. Aún hoy, por más que razono y pienso que era imposible que ella tuviera esa reacción tan retorcida, que el cerebro no le daba para tanto (ni antes ni después de la enfermedad), aún hoy, ese pensamiento me tortura, ¿me estaba imitando?

Propósito de la enmienda: no volveré a follar en casa de mi madre. No volveré a follar con Morsa. Preguntas que te formulas: ¿Es que tengo tantas ganas, es que me muero por tirármelo otra vez? En principio la respuesta está clara: No. Muy bien, si las cosas están tan claras, no lo haré, no tengo por qué volver a hacerlo y si el alcohol o las drogas me ablandan la voluntad recordaré la cara de mi madre mirando cómo el culo blanco y peludo de Morsa bajaba y subía.

10
{"b":"101393","o":1}