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Pero lo que piensas no es lo que haces, al menos en mi caso, y después de tomarte cuatro vermús de grifo a ver quién coño se acuerda ya de los propósitos de enmienda, al contrario, estás viendo venir que el ambiente y la conversación se ponen propicios y aunque estás a tiempo de cortar no haces nada por pararlo. Es como si te estuvieras desafiando a ti misma, es la pelea interior del ángel bueno contra el ángel malo. Cuando Morsa va y te pregunta, ¿te gustó? Tú mueves la cabeza afirmativamente. ¿Poco o mucho?, pregunta Morsa. Y tú te ríes, no dices nada, pero tu risa le hace creer que sí, que te gustó mucho. Y él, tonto del culo, chulesco, dice, pues mi segunda vez siempre es mejor que la primera, y no lo digo yo solamente. Y yo me río, como si me hiciera gracia y como si al mismo tiempo me produjera cierta vergüenza femenina, y pagamos apurando el último trago de vermú y vamos a mi casa otra vez, y le digo, espérate cinco minutos, ¿quieres?, que quiero cerciorarme de que no hay nadie. Y cuando voy a la altura del segundo piso le oigo decir por el hueco de la escalera, ay, pillina, tú lo que quieres es prepararte, coqueta, lo que quieres es maquearte, que eres una pilla, si a mí me gustas de todas formas, hasta con el uniforme. Le veo la cara asomada, veo la sonrisa que pudo ser la sonrisa de un hombre atractivo, pero que se hubiera quedado a medio camino. Ay, yo quiero creer que es atractivo, que me gusta, que dentro de poco su culo subirá y bajará y sus dedos me tocarán, buscarán el botón mágico, diciendo, quiero volverte loca antes de meterla. Me prometo a mí misma no pensar demasiado, me hago el propósito de que no invadan mi mente los pensamientos sucios.

No pensar en la repercusión que tienen sus empujones sobre mis esfínteres, no pensar en los esfínteres, no pensar en la grima que me da el hecho de tener las piernas abiertas para que un trozo de carne de Morsa entre en la mía, no, no, no, me digo, fuera todo eso, fuera la nube negra. Un poco de Pollyana en mi corazón, me descubro diciéndome a mí misma.

Abro la puerta y busco a mi madre. No está en el salón.

No está en su cama.

No está en el váter.

La encuentro emboscada bajo los abrigos, le acaricio el pelo, mamá, cómo estás, mamá, ¿vas a ser buena?, y después, sintiéndome Caín o Judas o cualquier hijo de puta mal nacido que vive sin poder librarse de su pecado original cierro la puerta con llave y la dejo dentro, sentada entre zapatos, paraguas, y esas cien mil cosas inútiles que yo tiraré al contenedor algún día, en cuanto ella muera. Me asalta de pronto el temor a que se ahogue, pero no, no podría ser, me digo, quedan rendijas al cerrar las puertas por las que entra el oxígeno. Tal vez la pobrecita llore al sentir que echo la llave. O tal vez sea feliz como la niña que juega a las cuevas. Bueno, bueno, no le des más vueltas, me digo, no será mucho rato. Morsa es de los que acaban rápido. Yo soy de las que hago que ellos acaben rápido. Me asomo al hueco de la escalera y le hago una seña a Morsa, eh, tío, sube ya, y él sube los peldaños de dos en dos, empalmado desde el primer piso.

Fueron cinco, seis veces, las que lo hicimos en mi casa en esas condiciones, ya no me acuerdo. Yo mantenía a raya a Morsa y a cada polvo que echábamos le decía, entérate, si te vas de la lengua éste será el último, porque Morsa es un bocazas y no quería que lo soltara en el trabajo. Se lo tenía dicho: esto es un secreto, como seas tan gilipollas de largarlo en los vestuarios, se acabaron los polvos, tú verás. Y él que sí, que sí, pero dime, qué hay de malo en que la gente sepa que te echo un polvo de vez en cuando, así Sanchís se enterará de que no eres ni virgen ni bollo.

A Morsa le gustaba hablar así, recalcar que los polvos me los echaba él, y a lo mejor estaba en lo cierto, pero sólo oírselo me provocaba rechazo. Yo le hacía jurar por lo más sagrado que no traicionaría nuestro secreto, pero lo contó. A Morsa lo más sagrado le traía al fresco. No creía en lo más sagrado. Aunque siempre lo negó yo sé que se le acabó escapando porque Milagros, sin dejar de masajearme el pie en los vestuarios me dijo, no te creas que no lo sé.

No te creas que no lo sé, repitió, porque yo le puse cara de extrañeza.

El qué sabes, le digo.

Que te acuestas con Morsa.

Y a ti quién te ha dicho eso, le dije.

Ella me aseguraba que no se lo había dicho nadie, que no le había hecho falta, que lo había sabido por pura intuición, que esas cosas se notan en la cara de la gente, en la piel, que está más hidratada, en el olor hormonal que uno despide, pero yo sabía que Milagros lo sabía por Morsa, porque si hay una cualidad que Milagros no tenía ésa era la de la perspicacia.

Me empecé a medio disculpar, primero porque me daba algo de vergüenza que mis compañeras supieran que estaba liada con el tonto de Morsa. Yo con Morsa me había hecho mi composición de lugar, me había organizado más o menos los mismos planes que cuando empecé a trabajar en la calle para la caída de la hoja: me saco un dinero con esto y, mientras, me busco un trabajo mejor, más presentable, que no me haga avergonzarme delante de mi madre. Con él lo mismo: me acuesto con Morsa, eso me da seguridad en mí misma, la práctica misma del sexo sube la autoestima, activa las feromonas y eso me hace más deseable para el resto de los hombres, y en cuanto se me presente una oportunidad mejor, ahí te quedas, Morsa, muchas gracias por los servicios prestados.

Morsa es un clásico. Es un clásico dentro de los arquetipos humanos que hay en todos los trabajos, es un tío que le cae de puta madre a todo el mundo pero al que nadie toma en serio, que no inspira ningún respeto. Cuando Morsa está en grupo y empieza a hablar, antes de que acabe la frase, por muy corta que sea, ya hay otro compañero que está contando otra historia y todo el mundo se olvida del pobre Morsa, pero él no se traumatiza por eso, él sabe que tiene su lugar en el mundo y que es un tío popular aunque a nadie le interese realmente lo que diga. Morsa es una de esas personas que no saben comprimir lo que cuentan, empieza con una historia que promete ser interesante pero de camino añade unos detalles innecesarios, fatigosos, que te sacan de quicio. Al grano, Morsa, le digo, al grano. Morsa es uno de esos individuos que encima de estar cansándote con una película que no te interesa demasiado, se para en seco y te dice, oye, si te estoy aburriendo, dímelo y lo dejo. Los compañeros no tienen piedad con él, y siempre le dicen, sí, Morsa, me estás aburriendo, corta el rollo. Pero yo soy incapaz de decirle a nadie eso a la cara, yo le digo, venga, coño, sigue y acaba ya de una vez, que es para hoy.

No, Milagros y Morsa no se parecen: Morsa es como cualquier tío, es normal y corriente, tiene los defectos de cualquiera; Milagros siempre tuvo una rareza.

Milagros nunca tuvo la regla. Yo pienso que eso es algo que psicológicamente te tiene que marcar la vida. Yo me enteré de casualidad, la noche en que encontramos al niño, porque ella, creo recordar, bueno no, estoy segura, simulaba que la tenía y compraba compresas incluso. Cantidad de veces me he bajado yo del taxi para comprarle compresas, y ella hablaba, como cualquier tía, de vez en cuando, de sus períodos.

Ahora, visto con el tiempo, uno va juntando las piezas y piensa que sí, que hacía cosas raras: en los lavabos del instituto, por ejemplo, se hizo célebre por subirse al váter para asomarse y mirar a la de al lado. Yo no fui la única que la pilló sujetándose con las manos y con la barbilla apoyada en el borde del muro, observando atentamente cómo te quitabas la compresa y mirabas, como siempre, la sangre, la cantidad, el color, sintiendo el olor fresco, húmedo, del primer día y el olor seco y reconcentrado de los siguientes, esas cosas que haces mecánicamente desde que eres mujer y te encuentras con la mancha.

Un día, mientras repetías esa rutina secreta en el lavabo del colegio, sentías, porque eso al menos yo lo siento, que alguien estaba espiándote desde arriba. No los ojos de Dios sino los ojos de un ser humano. Yo reaccioné con una rapidez inaudita y le tiré el rollo de papel higiénico a la cara; a ella le pilló tan por sorpresa que del susto que se llevó se cayó para atrás provocando un ruido tremendo, y luego el silencio.

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