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Él se debió de marchar por marzo. Quiero decir, definitivamente. Pero aunque parezca increíble, yo nunca, de verdad, nunca relacioné aquella visita a la zapatería con las ausencias de mi padre ni con su abandono, tal vez estaba tan envanecida pensando que yo era especial para él que ese sentimiento me nubló la razón. Culpé a mi madre. La culpé por su torpeza, por no haber sabido engatusarlo para que se quedara, por recibirlo siempre en bata, en su bata fea y usada, por tener esa cara hinchada de sueño por las mañanas, por no estar tan brillante y atractiva como él se merecía. La culpó mi inocencia, mi pobre inocencia, porque nada de lo que estuve viendo durante años fueron señales para mí: ni su nariz en los calzoncillos, ni su cara de angustia, ni la mirada de mi padre a esa mujer de la zapatería aquel cinco de enero. Desde luego que me enteré enseguida, cómo no enterarse, de que se había ido a otra ciudad con otra mujer, pero es extraordinario que nunca se me pasara por la cabeza, nunca, hasta que lo vi aparecer en el cementerio cuando enterramos a mi madre, que aquella víspera de Reyes me había utilizado de coartada, a su propia hija de diez años, ¿no es increíble? Resulta que la única vez en mi infancia que me sentí verdaderamente tocada por la gracia del Señor no había sido debido a mis encantos sino a que a mi padre aquella tarde le entraron unas ganas desesperadas de ver a aquella mujer, perdón, a aquella chica, y como ya no le quedaban excusas, utilizó a una de sus dos hijas, y me utilizó a mí porque él sabía que yo era la más inocente, la que le seguiría hasta las mismas puertas del infierno, la que sentía por él el enamoramiento de los niños pequeños que es tan arrebatado como el de los adultos pero que no conduce al sexo sino a la admiración. Me vio desde el espejo de luna mientras se anudaba la corbata, me vio saltando en la cama y se dijo, ya está, me la llevo, ¿qué mala acción puede hacer un padre mientras pasea a su hija, mientras la lleva de la mano a ver la iluminación navideña mientras van camino de la oficina? Tuvieron que pasar veintitrés años para que yo me diera cuenta del engaño. Tuvo que estar mi madre a punto de caer sobre la tierra, con aquellos dos hombres sudorosos sujetando con las cuerdas el ataúd y bajándolo a pulso hasta el final del hoyo, y él caminando lentamente hacia nuestro pequeño grupo, avergonzado, esperando un reproche o una mala palabra, para que yo pensara, no sólo la engañaste a ella, a mí también me pusiste los cuernos, y qué lenta he sido para darme cuenta, cuánta confianza tendría puesta en ti como para no interpretar el verdadero sentido de tu regalo de Reyes, qué cabrón fuiste, papá, pero qué cabrón, tomaste mi cariño como coartada, tuviste el descaro de esperar a que llegara la hora del cierre, tuviste el descaro de comprarme la merienda en el bar de enfrente para estar al acecho, loco como estabas por meterle mano como fuera, delante de mí si no te hubiera quedado más remedio, qué cabrón, sólo de pensarlo me lleno de furia, me dejaste esperando en el sofá de la zapatería, a la vista de toda esa gente que ponía la nariz en el cristal del escaparate, se quitaba los reflejos de los focos formando una visera con la mano, y me miraban como si fuera un gorila encerrado y pasivo, resignado a su suerte, esa gente que se preguntaba, qué pinta esa criatura ahí con el cierre de la tienda echado, sola, descalza, con los pies colgando, esperando unos zapatos que no han llegado, esperando a unos dependientes que ya no están o a unos padres que la han perdido, qué clase de persona es la que utiliza a su hija para meterse en la trastienda y echar un polvo, cómo puede uno excitarse, concentrarse, correrse, o a lo mejor es eso lo que gusta, el peligro, el morbo máximo, el tener a dos pasos a la criatura que representa todo lo que tú detestas, la bata usada, la cara hinchada, el sillón orejero.

No se lo dije, no le insulté, no le recordé aquella víspera de Reyes. ¿Cómo se hace eso después de veintitrés años y qué importa ya?, ¿se acordaría él, sentiría alguna vez vergüenza o remordimiento? La vida es una broma, cuando puedes decir las cosas, cuando el tiempo te da capacidad, coraje, inteligencia, entonces el individuo al que tú le vas a echar en cara el haber abusado de tu inocencia es un viejo, y si él no tuvo ninguna consideración contigo tú sí que la tienes con él, porque lo ves venir como temeroso, mendigando algo, no se sabe qué, cariño, perdón, comprensión. Le di un beso, ¿lo visteis? En vez de escupirle en la cara le di un beso. Y Palmira otro. Los malos se vuelven buenos al final de la vida. Eso está ya muy visto. Pero es lo que tienen los viejos, que despistan, que despiertan una compasión que a lo mejor no merecen. El tío será capaz de estar sentado ahí en un banco en ese sitio de Valencia donde vive diciéndole a otro viejo que sus hijas no le llaman. Por eso a mí cuando se me sienta un abuelo al lado y me empieza a dar la brasa con su soledad, le digo, un momento, señor, que yo también tengo muchos traumas. Pero la historia que os quería contar no acaba ahí, no acaba en el cementerio de la Almudena. Acaba esta mañana. Yo estoy con los zapatos en la mano y, como os digo, vuelvo a revivir paso por paso aquella víspera de Reyes. Yo miro los zapatos en el escaparate, miro a mi padre y le veo que está mirando a la mujer, entonces la miro a ella, sonriéndole a él y observándome a mí, con la curiosidad con la que supongo se mira a la niña del hombre al que amas, entonces, esta misma mañana, cuando al ver los zapatos pensaba que tal vez mi último resquicio de inocencia lo perdí el día del entierro cuando caí en la cuenta de que la única tarde que mi padre me había dedicado, esa tarde por la que yo le habría perdonado hasta el brutal abandono, era mentira, fui consciente de algo más aún. No sé qué hay en mi cabeza para que tarde en interpretar lo que veo, a veces me da pavor perder la razón, pero luego me consuelo pensando que es algo que me sucede desde siempre. La mujer que vino con él al cementerio, ¿os acordáis?, la mujer que se quedó todo el tiempo detrás de él, que sonreía a la nada, porque parecía que no se atrevía a mirar a nadie, esa mujer era ella, la zapatera. Me he dado cuenta esta misma mañana, he visto su mirada de hace veinticinco años, la mirada de detrás del cristal y luego la he visto hace dos años, la mirada perdida detrás de mi padre. Y cuando me he dado cuenta de que eran los mismos ojos, se me han caído los zapatos de las manos.

CAPÍTULO 12

Por primera vez era yo la elocuente, pero una vez que hube terminado mi historia me sentía ligeramente decepcionada, dispuesta a volver a mi personalidad desabrida de siempre, porque tenía la sensación de no haber provocado demasiado interés.

Aunque para mí, como para casi todos los seres humanos, el silencio pueda llegar a ser muy molesto, siempre he estado acostumbrada a que lo llenen otros, me he cobijado en esa comodidad en la que nos refugiamos las personas de carácter difícil o poco generoso, hasta que un día, como ocurrió aquél, nos vemos obligadas a tomar el relevo y a llenar el interior de un coche con palabras y quisiéramos que los demás pusieran en nuestro relato el interés que nosotros nunca pusimos en el suyo. Para que luego digan que no reconozco mis defectos. No sólo los reconozco sino que trato de superarme, pero me resulta muy difícil, mucho, porque hablando con total sinceridad (como hablo ahora), la verdad es que no me suele interesar la mayoría de las cosas que me cuentan. ¿Es sólo problema mío? No lo creo, en serio lo digo. La gente te cuenta unas cosas soporíferas y para colmo si estás viendo día tras día a las mismas personas, te mortifican sin piedad con lo mismo, con el mismo recuerdo, con la misma anécdota, y es ese aburrimiento el que te puede llevar, como fue mi caso, a no enterarte de lo que de verdad importa.

Morsa sonreía de vez en cuando, puede que aún estuviera algo sorprendido no sólo por el extraño motivo del viaje, enterrar a un gato en un cementerio de un pueblo a trescientos kilómetros de Madrid, sino por la melancolía a la que parecía haberse entregado la dueña, la dueña del gato, que iba mirando por la ventanilla sin abrir la boca en todo el camino y con el baulillo blanco en el regazo. Morsa sonreía al oírme contar recuerdos de un padre del que casi nunca le había hablado, pero imagino que su sonrisa también se debía al orgullo que le provocaba haber sido convocado para este viaje tan excéntrico. Desde el momento en que le pedí que nos llevara -¿un gato, pero qué dices, un gato?, estáis chaladas, tu amiga, desde luego, y tú por seguirle la onda- representó el papel del que está actuando a la fuerza, haciendo un favor por el que más tarde o más temprano pedirá su recompensa, pero yo sabía que en el fondo estaba envanecido, que aquello para él significaba un gesto de confianza aunque no acabara de entender el sentido del viaje. Milagros no se había separado de la caja ni un momento. Hubo un conato de discusión cuando al ir a montarnos en el coche, Morsa propuso que metiéramos el baulillo en el maletero. Milagros con la caja abrazada dijo que de ninguna manera, Morsa dijo que el gato, como era natural, echaría peste; Milagros, mirándome a mí, como pidiendo protección, dijo que como Morsa volviera a decir eso que nos olvidáramos de ella porque se iba en el autobús, ella sola, sin nadie; yo le dije a Morsa que no fuera tan burro, que intentara entender los sentimientos de las personas; Morsa dijo que si no era suficiente entender los sentimientos de las personas estar un viernes por la tarde, después de haberse levantado a las cuatro y media de la madrugada para currar, dispuesto a tragarse todo el atascazo de salida de Madrid para llevar a una tía que quiere enterrar a su gato en Teruel; Milagros se dio media vuelta y empezó a andar a toda hostia, dispuesta, no sé, a irse a la estación de autobuses; yo eché a correr detrás de ella, la paré por el camino, le dije al oído, entiéndelo, mujer, él qué sabe, qué sabe de todo esto, Milagros; Morsa nos gritó mientras abría la puerta de atrás, ¡venga, vamos, mete la caja donde te dé la gana, pero iremos con la ventanilla abierta!; yo le miré como pidiéndole que se callara; él entonces dijo de mejores modos, ¿podré decir algo yo, podré decir algo? El coche es mío; y Milagros, después de dudarlo un momento, muy digna, dando un codazo al aire para impedirme que yo la tomara por el brazo, fue hasta el coche como el niño que vuelve con su caja de juguetes a un lugar en el que no le han tratado bien. Y a partir de ahí, se quedó sumergida en no sé sabe qué sueños, con el aire desordenándole el pelo, que le tapaba por momentos la cara, callada. Qué raro, Milagros callada, con la actitud de dolor del que va a enterrar al ser más querido.

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