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Hay que estar loca para querer así a un gato, no me digas que no, me decía Morsa, comiéndose un bocadillo en la barra de un bar de Tarancón. Si me dijeras, un perro, que mueve la cola, que va a por la pelota cuando se la tiras, que parece que te quiere, pero un gato. Los gatos son unos individualistas. Hay que estar un poquito rayada para ponerse así por un gato.

Tú qué sabes de gatos ni de perros, le decía yo, tú qué sabes lo que es estar solo en la vida. Qué fácil es juzgar a la gente.

Te oigo y no te conozco, ¿es que estamos jugando a cambiarnos los papeles?, ¿eso me lo dices tú a mí, que te pasas la vida juzgando a la gente? Vete a cagar, hombre. ¿Que vas hoy de divina, de buena, de comprensiva? Tú sabes que está como un cencerro, me lo has dicho una y mil veces, pero por alguna razón hoy te has conchabado con ella y yo no acabo de enterarme de la jugada. ¿Que está sola en la vida, que está sola en la vida? Yo estoy solo en la vida -decía tocándose el pecho con el botellín de cerveza-, ¿a quién tengo yo? Dímelo.

¿Es necesario que llevemos esta conversación al terreno personal? La cosa es muy simple, Morsa, te he pedido que nos lleves en el coche: yo no sé conducir y ella no puede. Lo haces o no lo haces, pero si vienes dando la vara, es un coñazo, tío, es un coñazo enorme. Y ya me estoy arrepintiendo.

Pues claro que llevamos la conversación al terreno personal, todas las conversaciones se llevan al terreno personal, querida, hasta cuando hablamos en el curro de establecer los turnos de basura estamos hablando de cosas personales, algunos incluso están hablando de follar… Yo, en cambio, de eso, no puedo hablar, y menos últimamente -se quedó en silencio, molesto con él mismo, molesto conmigo, con razón; teníamos una gran habilidad para irritarnos el uno al otro. Me miró de pronto-: ¿de qué estábamos hablando que me he perdido?

Yo no hablaba, hablabas tú.

Pero de qué.

De estar solo en la vida.

Exactamente, eso era. Gracias. Yo digo que la excusa de hacer el mamarracho, de recorrerte casi cuatrocientos kilómetros por enterrar a un bicho, no puede ser que estás solo en la vida. Porque entonces viviríamos en un mundo de locos. Lo que te preguntaba antes, contéstame, ¿a quién tengo yo, Rosario?

A tu madre, le dije yo.

¿A mi madre? -dijo Morsa, empezó a reírse, luego se paró en seco-, amos anda, con lo que sale ahora ésta, a los cuarenta años me dices que tengo a mi madre.

Pues sí, a tu madre, hay personas que no han tenido a su madre nunca, ahí tienes a una.

Milagros comía el bocadillo de tortilla que yo le había llevado al coche. De vez en cuando, imaginaba yo, barría suavemente con la mano las migas que iban cayendo sobre la tapa nacarada de la caja. Morsa y yo nos quedamos un momento mirándola, y también el camarero, que no tenía otra cosa que hacer que seguir nuestra conversación.

¿Y a mí mi madre qué me dice, qué me dice en esta etapa de mi vida, Rosario, si me estoy quedando calvo?, me preguntaba Morsa, chulesco, con el codo apoyado en la barra y el botellín en la otra mano, haciendo esos movimientos enormes que hacen aquéllos a los que no les salen las palabras.

No te tiene que decir nada, hijo mío, está ahí, con eso es más que suficiente y ha estado ahí cuando eras pequeño, es algo simbólico, está claro que no te estoy diciendo que te sirva para las cosas prácticas, pero es que nunca entiendes lo que digo, bueno, lo entiendes a tu manera, de forma literal.

No, no te pases de lista, amiga, decía Morsa, eres tú la que entiendes lo que yo digo de forma literal, lo que te quiero decir, entiéndeme si es que puedes, es que a cierta edad uno busca otra cosa, ¿sabes o no sabes a lo que me refiero?

Más o menos, le dije. Claro que imaginaba por dónde iba pero no quería entrar en el tema.

¿No estás sola tú también, Rosario, no te sientes sola? Si es que lo acabas de reconocer hace un rato. De qué te sirve a ti tu padre. Y te voy a decir una cosa, Rosario, si tu padre ve que estás sola, el día que se sienta enfermo y viejo y no tenga quien le cuide, ese hijoputa viene a que le cuides en sus últimos días.

Pues va listo.

Eso se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Rosario, por no tener tú ya no tienes ni a tu madre.

Gracias, hombre.

Rosario, a esta edad uno busca…, y se quedó un rato con la mano en el aire, como cazando una mosca, no sé, crear algo, uno busca crear algo propio. Es como si te dieras cuenta de que el tiempo de ser hijo ya se te ha acabado y ahora eres tú el que tienes que ocupar el puesto presidencial.

Ay, Dios mío, Morsa, pensé.

Y pensé también que en cualquier momento podía darme la risa. Es algo que me pasa cuando Morsa habla en serio, no lo puedo remediar. Así que antes de que la cosa fuera a más le dije que no me parecía el sitio para hablar de esas cosas.

Es algo que siempre pasa en los viajes y si te paras a pensarlo es francamente absurdo: la gente se ve todos los días, en la casa, en el trabajo, en la calle, pero por alguna razón misteriosa acaba haciéndose confesiones íntimas en esos bares de carretera que huelen a aceite requemado, a chorizo, a quesos, que te marean con el sonido de fondo de la tele, con la musiquilla de la máquina. Muchos matrimonios empiezan o terminan en los bares de carretera, y debe ser porque ir sentado en el coche durante unas cuantas horas mirando el paisaje provoca extrañas conexiones cerebrales. Me imagino que también depende del paisaje, claro.

¿Qué tiene este sitio para que no se pueda hablar de esto? -decía Morsa dispuesto a llevar esa conversación hacia un final concreto-, uno habla en cualquier sitio de lo que le sale de la punta de la polla, digo yo.

Ay, déjame ya, anda, le dije, y salí del bar y le dejé ahí solo, sabiendo que ahora tardaría un buen rato en volver al coche, por fastidiar.

¿Cómo estás?, le pregunté a Milagros.

Más contenta, dijo, porque ya vamos de camino. Ya verás lo bonito que es el sitio, parece de postal, creo que es el mejor sitio para estar enterrado. No lo digo delante de ése (hizo un gesto hacia el bar, señalando a Morsa) porque a todo lo que yo digo le tiene que sacar punta. Por eso no hablo, pero no porque esté enfadada contigo.

Ya lo sé, mujer.

Bueno, y también porque no me parece bien, sabes.

¿El qué?

Pues ir hablando como si nada hubiera pasado. Cada momento tiene lo suyo y éste es el momento de que yo me calle.

Suele suceder que cuando uno dice que va a callarse es cuando a continuación confiesa todo aquello que le tortura. Puede que Milagros estuviera a punto de decirme algo, al menos eso parecía por la forma en la que me miraba, con esos ojos que expresaban cosas que yo no supe descifrar. Yo, que siempre le había leído el pensamiento, no supe entender esa expresión de total desconsuelo porque en ella me resultaba completamente ajena. Era la expresión de alguien que yo no conocía. Ahora pienso que era la expresión de alguien que ella fue antes de que yo la conociera.

Pero si aquél podía haber sido el momento de alguna confesión, de algún indicio que cambiara el final de esta historia, se frustró porque la puerta se abrió de pronto y entró el aire fresco y el olor a gasolina y con ellos, Morsa, que traía el gesto y las maneras de estar enfadado conmigo. Venga, dijo, que cuanto antes lleguemos, antes nos volvemos.

Ya no se habló más en aquel viaje. Nadie quería hablar con nadie, y cada uno tenía sus razones. Milagros subió la ventanilla los últimos kilómetros porque nos helábamos de frío y Morsa puso la radio y se fue riendo de las imbecilidades que decían un grupo de contertulios que no tenían ninguna gracia. Yo sabía que él exageraba su risa para hacerme ver que lo que me había dicho en el bar (en el fondo una especie de declaración de intenciones) estaba olvidado, que no volvería a rebajarse de esa manera, que yo no era tan importante como para joderle la vida.

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